Cuando éramos pequeños, recuerdo que nuestra madre nos decía a mi hermano y a mí: “Me gustaría veros por un agujerito cuando estáis en clase”. Mi madre podría haberse contentado con imaginarnos desde casa ─ella trabajaba en casa─, pero no le bastaba. No quería imaginarnos: quería vernos. Aunque fuera a escondidas a través de ese mítico agujero en el tabique.
No es que nuestra madre nos quiera más que nuestro padre, pero seguramente lo expresa distinto. Hay cosas que mi padre no me ha dicho y mi madre sí, de la misma manera que hay gestos que ella ha tenido y él no, y al revés. Por eso, la afirmación de que Dios es, también (digo también porque la afirmación de su paternidad suele ser anterior e indiscutida), madre, no hace pie ─o no debería hacerlo─ en una ideología. Lo que la afirmación quiere recoger es, siempre de modo analógico, que en nuestra relación con Dios le reconocemos actitudes que son, en nuestra experiencia, subrayados maternos.
Es de suponer que una madre, por haberlo llevado dentro, sienta nuestro cuerpo de modo distinto que un padre, hasta el punto de poder buscarse problemas por ir abriendo boquetes en los muros para poder vernos. Y si en ese momento me hubiera pillado distraído, no atendiendo al maestro, perdido en otras cosas, le habrían entrado ganas de decirme desde el agujero: «¡Carlos, atento!». Si le hubieran dado la oportunidad, habría entrado incluso en clase para colocarme bien, aunque ni ella misma sepa del todo qué es eso de colocarse bien.
Lo que ocurre en la eucaristía no se puede entender, a mi modo de ver, sin ese lado materno de Dios. Él ─Ella─ ha abierto un boquete en la historia para hacerse carne en nuestro cuerpo y configurarlo, aunque solo sea un milímetro más, con un sueño de Bondad que está al final. Un sueño que es más que un sueño, porque de lo contrario no estaría hecho de carne, sino del vapor de aquellos. Lo que Dios nos invita a vivir es esto: que la eucaristía es un hacerse presente del Señor como víctima crucificada y resucitada para cuidarnos y enviarnos a cuidar a otros, sí, pero también icono de una realidad que está al final de la historia y nos llega a través de la sencillez de una misa: el Reino de Dios, una Humanidad reconciliada y fraterna en su presencia. Nuestro trabajo ─que hay que seguir haciendo─ es posible porque, aunque sea por un segundo y de refilón, lo hemos visto ya hecho. Esa verdad se hace alimento y pasa a formar parte de nosotros mismos, actuando en medio de nuestro egoísmo para asemejarnos a esa dinámica final.
Por este misterioso objetivo podemos trabajar desde nuestras ideas, animados por diferentes ideologías y estudios, echándole imaginación, pero una madre sabe que al final se trata de cómo tienes colocado el cuerpo en clase. Lo que hubiera deseado ella: habitarlo para acompañarlo y orientarlo, lo ha logrado Dios, poniéndolo con amor en una dirección que podemos, pobremente, atisbar.
[Imagen de Juraj Varga en Pixabay]
La eucaristía, me he habituado a ella y cuando comulgo me siento en tanta paz que luego, si solo voy a misa una vez por semana, siento que me falta algo, e incluso lo paso muy mal. Necesito ir 2 o 3 veces a la semana, y si no lo hago, porque en mi casa nadie es creyente y a veces se me complica, siento como un vacío en el pecho, de quizá sentir a Dios mirándome por ese agujero en la pared.