Todo grupo humano estructura el tiempo y el espacio, y lo hace, en ocasiones, a partir de experiencias que, para su configuración como comunidad, resultan significativas. Así pues, lo que llamamos «celebración» tiene que ver con hechos que se consideran «extraordinarios» porque el consenso del grupo ha convenido que, por algún motivo, rompen con la cotidianidad. Además, este tiempo fuera de lo ordinario acostumbra a ocupar un lugar, o bien, a (re)construirlo, para reforzar, de esta manera, la importancia que tiene el momento celebrativo. Así, la celebración propone hacer un alto en el camino para rememorar, actualizar o transmitir aquellos fenómenos que, para el grupo, contienen un alto grado de significatividad. Dejar la vida ordinaria en suspenso, buscar un/os tempo/s y lugar/es adecuados, facilitar la comunicación del hecho celebrado con símbolos o gestos y hacerlo en comunidad, serán, pues, los principales ingredientes de estos momentos. Cabe decir que la celebración, si bien hace un alto en el camino diario, impulsa a regresar a él con un sentido renovado. Ciertamente, otra característica de esta suspensión es que entra a formar parte de un ciclo… pero ojo, porque la repetición del evento no puede ser nunca entendida como algo rutinario, sin sabor ni novedad, más bien, invita a profundizar en él, entrando en diálogo con los acontecimientos de la vida.
En nuestro mundo, volátil, fugaz, caótico y desolado, dedicar cuatro semanas a saborear un evento como el Adviento puede parecer algo tan difícil de comprender como de llevar a cabo. ¿Cómo hacerlo cuando el ritmo de nuestras vidas sigue un acelerado latido, que se llena de espacios frágiles, frecuentemente sostenidos por no-narrativas, construidas únicamente con pedazos de vida?, ¿cómo hacerlo cuando el lenguaje técnico dificulta la creación de espacios poéticos, que humanizan y curan?, ¿cómo dar así un sentido, un fundamento y estabilidad a nuestras vidas? Ciertamente, la experiencia espiritual pide tiempo, lugares y coherencia: a menudo, la sabiduría de los místicos nos recuerda que a Dios sólo se le puede encontrar en la profundidad de las cosas, así que, adentrarnos en Él, pedirá un ejercicio de renuncia a la improvisación o la frugalidad del pensamiento.
El tiempo de Adviento tiene una duración que invita a la lentitud y a la receptividad. De hecho, lo que se celebra durante este periodo es una espera que, por su naturaleza, está impregnada de la experiencia de ser personas fecundas, capaces de abrirse, de acoger y gestar la vida de Jesús. Cuatro semanas, por tanto, que invitan, año tras año, a hacer este delicado proceso, a meditar, a lo largo de cada día, la magnitud y profundidad de esta Presencia, que llega, de nuevo, con la propuesta de ser (más) percibida, porque quiere llenarnos de gracia, haciéndose Señor de nuestro ser, impulsándonos a recorrer, un año más, el camino, con más hondura y orientación hacia la plenitud.
No es de extrañar que el símbolo por excelencia del Adviento sea la luz. La luz que irá llenando, progresivamente, si así lo consentimos, cada una de nuestras íntimas estancias, hasta llegar al anhelado encuentro con un pequeño que nos pide inclinarnos para poderlo acariciar. Tampoco sorprende que este tiempo se armonice con el otoño, que va dejando paso al invierno, y con él, al lento, pero ya imparable, retorno de la luz. Toda la creación nos acompaña en este paso silente por largas noches, que, sin embargo, nos invitan a traspasarlas sin dejar de caminar, mientras cada paso nos recuerda que la esperanza camina ante nosotros, con mano tendida y rostro de paz.
Los textos configuran el paso de este tiempo y se nos muestran, ante nosotros, como una alfombra que dulcifica el camino, que lo dispone para ser recorrido, practicado con un sentido que –intuimos- no encontraremos en ningún otro lugar. Y la Palabra nos acerca las imágenes de encuentro, justicia, vela, guía, luz o gozo… Esa Palabra que capta la globalidad de nuestro ser y que también pide algo: cuatro semanas de atención plena y permeabilidad en un espacio creado para la ocasión, porque solo así podrá ocuparnos, abriendo un lugar en nuestro interior, disponiéndonos a los demás y al mundo.
Cuando somos capaces de entrar en este ritmo vital, cuando hacemos experiencia de dejarnos alcanzar por el buen Jesús, percibimos que, de hecho, cuatro semanas es el tiempo, sentimos que este periodo constituye un verdadero espacio de Dios, para Dios, con Él. Irremediablemente, comprendemos que la realidad de Dios es esta: la que se cuece en el silencio, en la lentitud, en la oscuridad sacudida por insinuantes chispas de luz, la que pide, por lo tanto, vigilia, para religarse a estas insinuaciones, dejando que crezcan y adquieran forma, permitiendo que encuentren amables grietas desde donde proyectarse.
Son momentos que detienen la cotidianeidad, tiempos que dan sentido y comunican, de una manera u otra, presencia, esperanza, vida renovada. Son, en definitiva, tiempos que nos humanizan, que nos recuerdan que nuestra condición humana necesita reubicarse, sobre todo cuando nos toca vivir una crisis: no podemos sostenernos por mucho tiempo en medio de la fragmentación o el caos imperantes, porque estas realidades nos rompen, nos dividen, nos alejan de lo más esencial nuestro.
Acaba, un año más, el Adviento. Deja paso a otro tiempo, de Navidad, y con él, se abre una nueva posibilidad para dejarnos alcanzar por la ternura de un Dios que sigue esperándonos. Su mano tendida y su rostro de paz nos anuncian, de nuevo, que hay tiempos para construir.
[Imagen de Arek Socha en Pixabay]