El mensaje decía: “Atrévete a ver el lado bueno de las cosas”. Me lo había dejado escrito mi hija en la cajonera de su pupitre de clase y tuve la oportunidad de leerlo, al comienzo de curso, en la primera reunión de padres –aunque éramos todas madres menos yo–. “Uf, ¡atrévete!”. De entrada me dio un poco de miedo. No me llevo muy bien con esto de “atreverme”. Pero, si me lo había escrito, era por algo. Me conocen en casa y saben de esta tendencia mía natural a ir por la vida con cierto recelo y desconfianza. Era una invitación, un empujoncito a abrirme a la realidad.
Pero, como me fiaba de mi hija, me lo quise tomar en serio. Así que me puse manos a la obra. Y eso es precisamente de lo que quiero hablar, de mi propia obra –la que tiene lugar en el teatro de la vida– con dos de sus personajes principales: Don Ocurrencias y la Señora Valentina.
Don Ocurrencias me acompaña desde tiempo inmemorial. Ha sido el protagonista indiscutible, llenando todo el escenario. Su nombre se debe a las cosas que, sin ton ni son, suelta cada dos por tres. Le tengo cierto cariño, no lo niego, porque su única familia soy yo y creo que yo tampoco sabría vivir sin él. De un tiempo a esta parte lo noto mayor. Ha ido perdiendo el vigor de antaño. Siempre ha sido serio y, la verdad, es que hubo un tiempo en que me imponía mucho respeto. Hoy, sin embargo, me tengo que reír con las cosas que dice.
Don Ocurrencias es, como se suele decir, de ideas fijas. Más de una vez me ha dado la matraca con cosas del estilo: “Debes hacer las cosas de manera ejemplar, ¡no vayas a dar de que hablar si no lo haces bien”. “¡Menuda responsabilidad!, ¡qué carga!”, me decía a mí mismo. Al principio, cuando apenas nos conocíamos, su voz estridente me hacía encoger y, oye, me asustaba. Poco a poco, a medida que me “atreví” –¡anda pues parece que no me de tanto miedo la palabra– a no hacerle tanto caso, pude comprobar que no era para tanto. Que no pasa nada, que no se acaba el mundo si meto la pata o alguien se molesta con lo que digo o hago.
Le he dicho, repetidas veces, que no hay que irse a los extremos, que los demás no esperan que la gente sea perfecta ni actúe de manera modélica. No hace falta ser un «fuera de serie», ni saber mucho, para caer bien a los demás, ser apreciado o, simplemente, caerse bien a uno mismo. Pero a Don Ocurrencias le cuesta entender esto de que somos valiosos así tal como somos, que no hay que realizar ninguna proeza, ni hacer el más difícil todavía para dejar a todos boquiabiertos. A saber de donde le viene toda esa retahíla de “deberías” y recomendaciones que lanza indiscriminadamente. Está convencido de que haciéndole caso, uno acabará siendo alguien en la vida y asentará la cabeza.
La verdad es que la función de Don Ocurrencias lleva en cartel muchos años. Un auténtico monólogo que acaba por ser s-u-p-e-r-a-b-u-r-r-i-d-í-s-i-m-o –sólo tenéis que imaginároslo en plan disco rayado soltando mensajes del estilo: “Hay que estar muy, pero que muy preparado, para lanzarse a hacer tal o cual cosa”, “que si vas a terminar haciendo el ridículo”, “que mejor que te estés quietecito y no te compliques la vida”, “que deje el puesto a otros que saben más que tú y dan más garantía” y otras lindezas por el estilo que suben tanto el ánimo.
Un día deseé, con todas mis fuerzas, una nueva voz que le diera a este drama otro color. Y el deseo se hizo realidad, porque un buen día entró en escena la Señora Valentina.
La Señora Valentina tiene una mirada chispeante. Es tierna, cálida y simpática. Nada que ver con la cara avinagrada de Don Ocurrencias que siempre va con el ceño fruncido. Nada más verla me dije: “¡Menuda mujer!, esta señora no se va a dejar apabullar por las maneras que se gasta mi amigo cuando se pone en plan cenizo». No me equivocaba.
Transcribo a continuación el diálogo de nuestro primer encuentro, recién llegada a la obra de mi vida.
– ¡Quique! ¡Qué gusto conocerte! Soy la Señora Valentina y vengo a echarte una manita que tanta falta te hace.
– ¡Qué alegría me da usted! Estaba hasta la coronilla del discurso de Don Ocurrencias que “se repite más que el ajo”.
– Lo sé, lo sé…, me hago cargo. Este hombre no tiene remedio.
– Me preocupaba un poco terminar contagiándome de tanto desánimo y fatalidad que transmite. Un poco de frescura me viene genial.
– ¡Pues aquí estoy! Voy a ponerle un poco de gracia a tu día a día, con nuevos ingredientes que le den un nuevo sabor. Tú no te asustes con lo que te dice Don Ocurrencias, que le estoy esperando. Nadie sabe mejor que tú qué estás viviendo, qué has ido aprendiendo a lo largo de la vida, qué significados nuevos has ido encontrando a lo que te ha pasado y te está ocurriendo en estos momentos. A eso lo llamo SABIDURÍA, ¡en letras mayúsculas! Es la que te aporta una grandísima seguridad porque lo que has aprendido es tuyo, fruto de tu proceso, algo que los demás agradecen y les llega, ¡vamos que si les llega! Así que no te vayas a asustar por sus comentarios que, en el fondo, son inofensivos. Como es más viejo que Matusalén sigue “operativo”. Ya sabes que las cosas antiguas tienen una vida mucho más larga que las de ahora que con eso de la obsolescencia programada se “cascan” enseguida.
– Ay, señora Valentina que tranquilo me deja. Me noto, ahora que la conozco, con mucha más libertad, más seguro y con un peso menos.
– Estoy encantada de echarte una mano para que te sea más fácil atreverte a lo que te decía tu hija: “Ver el lado bueno de las cosas”.
Pues, ¡que siga la función!
[Imagen de Jean-Louis SERVAIS en Pixabay]
🙂 Es bueno!