Me siento en muchas ocasiones incómoda por tener que escribir sobre ciertos temas en ciertos días del año. Es una incomodidad que me viene de la entraña más profunda por que se agita en mi interior la consciencia de que son temáticas que abundan en la cotidianeidad pero sufren un ocultamiento o banalización por su misma condición de “normalidad”. Esta normalización descrita ya en su día por Hanna Arendt[1], hace que me revuelva en mi asiento y me prometa una vez más que este tema con ayuda de este texto deje de ser tema de un día.
La realidad del abuso es una de los más graves que afecta a mujeres y niños. Hoy me voy a centrar especialmente en las mujeres, por ser el 25 de noviembre, día de la lucha frente a la violencia contra las mujeres. De igual modo se puede incluir aquí a las niñas, que sufren como futuras mujeres abusos desde muy temprana edad. La violencia contra las mujeres es un problema de salud pública, dice la OMS, y una violación de los derechos humanos muy grave. Creo que podemos ampliar esta afirmación diciendo que es un problema social estructural muy grave pues el 30% de las mujeres sufren violencia de algún tipo (física, psicológica, estructural, etc.) en el mundo en algún momento de su vida. Vuestras madres, hijas o hermanas la han sufrido ya alguna vez. Preguntadles. Estamos expuestas a esa violencia frecuentemente y ello afecta negativamente a la salud física y mental y a nuestra propia identidad y autonomía, que se ve afectada y constantemente agredida.
Hoy no voy a hablar de los efectos de esta violencia, ni de porcentajes, ni de formas de paliar lo ya sucedido, voy a hablar, como Hanna Arendt, de una realidad mayor que ampara la violencia contra las mujeres, la cultura del abuso. La práctica del abuso como forma de relación de nuestras sociedades esta totalmente extendida y contamina todas sus estructuras sociales: las políticas, las empresariales y económicas, las cultural-artísticas y también las religiosas.
Definir abuso no es fácil en español, es una palabra de uso muy general y excesivamente utilizada en el lenguaje cotidiano. En su definición no se establece distinción entre prácticas que contengan violencia física y otras que se deben evaluar de diferente manera. Tampoco entre aquellas que tienen causas estructurales y las que son derivadas de condiciones ambientales, pues en ambos casos el modo de intervenir sobre ellas es diferente. Pero todas tienen un denominador común, el miedo. Las prácticas de abuso se dan cuando se provoca en otras personas miedo por su seguridad o por su vida (o la de sus seres más queridos). La naturaleza del abuso es perversamente cruel. Tiene como objetivo ejercer un poder, que en la mayoría de los casos el agresor considera que es legítimo, y de esta manera someter a la víctima a su control como un objeto de uso y disfrute. Lo ejerce con impunidad, porque queda en muchas ocasiones protegido por las estructuras injustas y desiguales de la sociedad o por los silencios que en la vida doméstica convierten en tabú muchos comportamientos y cuestiones fundamentales de las relaciones personales.
El abuso se ejerce de forma pública cuando existe un reconocimiento de la estructura de dominación/sumisión en la cultura y sus instituciones. Por eso, las sociedades tienen dificultad en reconocer la violencia contra las mujeres como algo malo, y las iglesias en enjuiciarlo como un pecado. ¿Cuántas veces habíamos escuchado antes del #MeToo de 2018 en discursos públicos que el abuso contra las mujeres es un mal estructural de nuestras sociedades que somete a la mitad de nuestros ciudadanos? ¿Cuántas veces hemos oído en los púlpitos de nuestras iglesias, sinagogas o mezquitas argumentos en contra de la violencia contra las mujeres en estos últimos tres años tras el #MeToo? Más bien pasamos por encima del tema silenciándolo, poniendo excusas como que es un tema complejo o que no sabemos sobre él o que no conocemos casos.
La naturaleza del abuso tiene otro denominador común que es el silencio, el silencio con las que las instituciones acallan estos temas sin asumir su responsabilidad en ellos. Cuando se comenzó a tratar el tema del abuso en la Iglesia católica hace ya treinta años, Elie Weisel decía: «Recordemos que lo que más duele a la víctima no es la crueldad del opresor sino el silencio del espectador»[2]. El silencio es una mentira que nos contamos a nosotros mismos y dejamos que nos cuenten. Creemos que esa mentira nos protege de la violencia, pero lo que hace es socavar los cimientos de la salud de nuestras iglesias e instituciones. Pudre las estructuras, debilita las relaciones y extiende la muerte y el dolor a miles de mujeres que se sienten usadas, humilladas, ultrajadas y violadas en lo más profundo de su dignidad y después, cuestionadas como sospechosas y abandonadas a su suerte, lo que llaman los especialistas una victimización acumulada[3].
Podemos preguntarnos: ¿es suficiente un día para hablar de los abusos causados a las mujeres o debemos romper el silencio cotidiano sobre estas cuestiones? Ante esta pregunta y desde la mirada de María en el Magníficat debemos responder que no debemos seguir silenciando o mintiendo más sobre la verdad que conocemos. Es necesario proclamar en público, no solo los cristianos de a pie, sino también las distintas estancias cristianas, y especialmente las católicas, que el abuso contra las mujeres no forma parte del orden creado y querido por Dios. Y segundo: las iglesias deben pronunciarse en contra del abuso que se ha sufrido y se sufre en el interior de sus organizaciones.
El abuso que se expresa de forma pública es la punta del icerberg del abuso que se practica de forma privada en las relaciones que se establecen entre hombres y mujeres en nuestras instituciones. El abuso está directamente relacionado con la clericalización de la autoridad religiosa[4], un poder ejercido por varones sobre mujeres, ya sean laicas o religiosas, que aumenta la asimetría y la desigualdad. Cuando en estas relaciones se utiliza la confianza espiritual que se deposita de forma natural en las personas a las que les reconocemos una competencia espiritual y religiosa para abusar de la otra persona, aumenta la dualidad y crece la vulnerabilidad de la abusada. Este horrible desequilibrio se da en un espacio íntimo de confianza que pervierte la relación y destroza el verdadero sentido del encuentro: el acompañamiento y el cuidado. Son, por tanto, relaciones abusivas donde se violan los límites de una relación fiduciaria de cuidado, impidiendo el consentimiento de la persona abusada, causando confusión en la naturaleza propia de la relación y traicionando la confianza depositada no solo en el sacerdote o religioso, sino en la Iglesia a la que éste pertenece. Supone, además, una corrupción de la responsabilidad ministerial que ha recibido por gracia de Dios y confirmada por la comunidad cristiana.
La naturaleza del abuso no es otra que el abuso de poder cuyo fin último es el dominio y la posesión. El poder es siempre relacional, y si se usa sin consentimiento y sin consenso, siempre se mueve en binomios de dominio/sumisión: violentar los límites relacionales, violar el rol profesional-ministerial, usar de manera abusiva la autoridad y el poder, aprovecharse de la vulnerabilidad relacional en la que se sitúa la persona que presta su confianza, aprovecharse de la ausencia de consentimiento, son algunos de los rasgos que posee el abuso[5].
Podemos y debemos dar un paso más, preguntarnos si la conversión pastoral de nuestras parroquias, instituciones religiosas y congregacionales, diócesis, obispos y conferencias episcopales pasa no solo por el reconocimiento de este abuso de las mujeres, sino también por la toma de medidas que conlleven la formación de todos los miembros de la Iglesia y la desclericalización de la misma, con nuevas relaciones horizontales donde se articule un poder compartido que no someta a las mujeres. Evitar el silenciamiento, escuchar a las víctimas, no sospechar de ellas, pedir perdón de forma pública y privada, diseñar y ejecutar procesos de reconciliación y reparación, etc. En definitiva, aceptar el abuso como parte de una memoria reciente de la Iglesia y avanzar hacia un horizonte de relaciones cuidadas y recíprocas con ayuda de procesos de reconciliación donde las abusadas sean el centro.
Quizá ofendí a alguien con esta reflexión, quizá alguien dirá que la institución bien vale algunos silencios, pero este texto salió del lugar de las entrañas (rahamin) donde Dios nos habita para compartirnos su misericordia. Y las entrañas, como las de María, siempre claman justicia por la memoria de las víctimas.
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[1] Cfr. Hannah Arendt, Sobre la violencia, Encuentro, Madrid 1989 (1969), 63.
[2] Elie Wiesel, Sex in the forbidden zone, Nueva York, Ballantine Books 1989.
[3] Gema Varona y Aitor Martínez, «Estudio exploratorio sobre los abusos sexuales en la Iglesia española y otros contextos institucionales: Respuestas preventivas y reparadoras desde la justicia restaurativa», Eguzkilore: Cuaderno del Instituto Vasco de Criminología 29 (2015), 7-76.
[4] Cf. Sandra Arenas, “Desclericalización: antídoto para los abusos en la Iglesia”, en Daniel Portillo (ed.), Teología y prevención. Estudio sobre abusos sexuales en la Iglesia, Santander, Sal Terrae 2020, pp. 127-144.
[5] María Teresa Compte Grau, “Dimensiones ignoradas: mujeres víctimas de abusos sexuales en la iglesia”, en Mikel Lizarraga Rada (ed.), Abusos sexuales contra menores en la Iglesia católica. Hacia la verdad, la justicia y la reparación desde Navarra, Pamplona, Gobierno de Navarra (2020), 101-134.
[Imagen de Alexandra Haynak en Pixabay]