La espiritualidad es ambivalente. Durante muchos siglos en el occidente cristiano (empezando por Evagrio Pontico s. IV), la experiencia religiosa se ha asociado principalmente con la interioridad más que con la exterioridad, con la quietud más que con el movimiento, con la unidad más que con la diversidad. Esto, que quizá parezca una disquisición filosófica, tiene consecuencias prácticas muy importantes. 

La quietud como norma ha silenciado durante siglos muchas bocas hambrientas, ha desmovilizado muchas comunidades que estaban dispuestas a transformar su situación y ha impuesto una concepción de la paz (tan personal como comunitaria) ajena a la justicia y la equidad. Hasta hace poco, desde la mayoría de púlpitos se proclamaba solemnemente que delante de la injusticia había que cerrar los ojos, callar, aguantar y esperar una recompensa celestial.

Hoy por todas partes se ofrecen multitud de cursos, talleres, retiros, seminarios para estar mejor con uno mismo, para estar más tranquilo y para vivir en el aquí y el ahora. Poder pararse para vivir más conscientemente y más despierto es algo muy bueno y necesario, claro. Pero curiosamente, en la mayoría de estas prácticas espirituales hay mucho yo y poco nosotros. En estas búsquedas casi siempre falta cuestionar las condiciones sociales y económicas que hacen que estemos estresados, enganchados a la tecnología, siempre con prisa y forzados a aceptar trabajos abusivos, temporales y precarios. 

No hace mucho, el maestro budista Ronald E. Purser, en su libro titulado McMindfulness: how mindfulness became the new capitalist spirituality, analizaba con lucidez y detalle la patologización del estrés y cómo el mindfulness a menudo es simple autocentramiento y demasiadas veces una herramienta infalible para desempoderar individuos y comunidades.  Las grandes corporaciones ofrecen estas técnicas a sus empleados con el simple objetivo de que estos produzcan más y se amolden mejor a los objetivos empresariales. Incluso los soldados del ejército americano reciben entrenamiento en mindfulness… para matar mejor.

Cuando estamos rodeados por injusticias profundas, por un mal tan evidente y una mentira tan descarada, quizá sí que es del Espíritu expresar indignación. La clave está en si sólo me indigno por aquello que me pasa a mí, o si me dejo impactar y conmover por la injusticia que sufren mis hermanos y hermanas. Este movimiento interno, si es auténtico y no una simple rabieta superficial o un soufflé emocional, nos lleva al compromiso y nos moviliza para organizarnos comunitariamente. Es entonces cuando nos sentimos impulsados a apoyar a las víctimas, a actuar creativamente para cambiar las raíces de la injusticia, a aliviar misericordiosamente los estragos de tanto dolor inocente y a desenmascarar tanta falsedad egoísta. Y esto es parte esencial de la vida espiritual.

En la tradición cristiana, Jesús dice sin amagos que ha venido a prender fuego, no a dejar las cosas como están (Lc 12, 49-51). En otro pasaje del evangelio (Jn 2, 13-25) se muestra profundamente indignado y actúa de manera inesperada y chocante: expulsa a los vendedores y cambistas del templo. Parece que este gesto –según los estudiosos de la Biblia– fue el que decidió a las autoridades religiosas que había que matar a Jesús pues había puesto de manifiesto la mentira y el abuso del poder religioso estrechamente vinculado a los poderes políticos y económicos de aquella época.

Jesús se conmueve, llora, se enternece, se alegra… Jesús experimenta todas y cada una de las emociones y también la indignación. Sin embargo, a veces tenemos una concepción de la vida espiritual –de la vida en el Espíritu– tan estrecha que parece que la perplejidad, la repulsa interior y una sana indignación no tengan cabida. Nos convencemos de que lo que conviene es cultivar un temperamento más bien flemático, melancólico e intimista. Nos decimos: “esto no toca, esto no es suficientemente santo ni adecuado, debemos mantener la calma y la paz interior en cualquier situación y a toda costa”. En este intento de poner el bienestar personal por encima de la justicia nos amputamos una parte de nosotros mismos.

Una espiritualidad burguesa nos promete una paz individual interior irreal, des-responsabilizadora y des-movilizadora. En cambio, una espiritualidad comprometida nos incomoda, nos despierta, nos convoca en comunidad y nos mete en problemas. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia (cf. Mt 5, 10). 

[Una primera versión más breve apareció publicada en Pregaria.cat el 4 de noviembre de 2021/Imagen de Patrick Behn en Pixabay]

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Pau Vidal
Jesuita, arquitecto y teólogo. En Berkeley, en los Estados Unidos, amplió sus estudios en el área de la teología de las migraciones. Ha trabajado con el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS) en Liberia, Nogales (frontera EEUU-México), Kakuma (Kenia) y Sudán del Sur. Actualmente está destinado a Barcelona como delegado de la Plataforma Apostólica de los jesuitas de Cataluña. Colabora en el proyecto de Hospitalidad de la Fundació Migra Studium.
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