El otro día me decía un amigo que el período de cinco meses que estuvo en paro le trae muy buenos recuerdos. Durante esos meses llevaba y traía al colegio a su hija pequeña, limpiaba y ordenaba la casa, hacía la comida y le daba tiempo, todos los días, a pasar por la casa de sus padres, ya mayores, para hacerles una visita. “Fueron unos meses estupendos”, me decía. Pasado ese tiempo, volvió a encontrar empleo y a día de hoy, sigue buscando la difícil conciliación familiar.
También he conocido casos de hombres, que tras quedarse en paro, lo pasaron muy mal. “Estuve deprimido y estuvimos a punto de separarnos”, me comentaba otro amigo. “Se me caía la casa encima”. Una experiencia muy distinta a la anterior. La realidad y condiciones personales son únicas y existen tantas situaciones vitales como personas.
Mi caso tiene también su particularidad, como la de cualquier otro hombre que, empujado por las circunstancias de la vida, se encuentra al cargo de las tareas domésticas y de cuidado de su familia. Suelo poner el punto de arranque en el 2013 –para los supersticiosos un año de no muy buena suerte-. En junio de ese año me quedé en paro y, como le ocurre a otros tantos, pasé a encargarme, mientras mi mujer trabajaba, de las tareas de cuidado, esto es, hacer la compra, limpiar la casa, cocinar, traer y llevar a mis hijos pequeños al colegio, atenderlos cuando enfermaban, etc. Un papel, ejercido tradicionalmente por mujeres, que cuando asumimos los varones nos vemos obligados, irremediablemente, a salir de nuestros esquemas tradicionales y a transitar por un terreno desconocido.
¿Cómo reaccionamos los hombres en este nuevo papel? Por mi propia experiencia, destacaría dos reacciones principales, sabiendo que se podrían señalar muchas más.
La primera de ellas sería la confusión. A mi modo de ver -al menos esa es mi vivencia- los hombres nos sentimos desubicados ejerciendo de «madres», en el sentido que propone el filósofo Alba Rico que considera que las madres no han de ser necesariamente mujeres. El maternaje o trabajo maternal, puede ser ejercido tanto por hombres como por mujeres. Está claro que los hombres buscamos el sostén de la familia, pero este sostenimiento no consiste sólo en traer dinero a casa o en asegurar el porvenir de tus hijos dejándoles una buena herencia. Hay un legado mucho más importante que tiene que ver con la atención que les prestamos a diario, el tiempo compartido con ellos, los ratos de juego o la comunicación de afectos. Todo eso es cuidar, al igual que preparar una rica comida o tener limpio el hogar.
Otra reacción en los varones, ante este nuevo papel, es la humillación. Realizar las tareas domésticas y de cuidado ni luce, ni es brillante, ni tiene nada espectacular. Esa labor que, tradicionalmente, han realizado las mujeres de manera silenciosa –silenciada– e invisible –invisibilizada– cuando nos toca a nosotros llevarla a cabo es muy normal que comencemos a sentir que se nos valora muy poco y que nuestra dedicación diaria es muy poco relevante. Nosotros, que “deberíamos” saltar a la arena pública, realizando otras acciones mucho más llamativas y brillantes, de repente nos vemos convertidos en soldados rasos luchando en esas “trincheras permanentes”, con las que denomina Carolina León a las tareas de cuidado, llevando a cabo acciones muy poco significativas y muy lejos de las “grandes y poderosas hazañas” a las que hemos sido llamados por el hecho de ser hombres.
Personalmente, después de transitar, como he podido, por el mundo de los cuidados, siento que mi mujer y mis hijos, y el resto de mi familia, están orgullosos de mí, aunque mi mujer sea la que traiga el sueldo a casa y yo me ocupe de una parte esencial de las tareas domésticas. Pero ¿cómo atravesar esas barreras que entorpecen un reparto más justo y equitativo de las tareas de cuidado, entre hombres y mujeres?
Puede servirnos de ilustración la manera de atravesar las barreras patriarcales con las que nos enfrentamos los varones, a la hora de integrar las tareas de cuidados en nuestras vidas, la emocionante escena protagonizada por el actor Tom Hanks en la película Náufrago. Me refiero al momento en el que, tras años sobreviviendo solo en una isla, tras sufrir un accidente aéreo, decide buscar ayuda lanzándose al mar en una pequeña embarcación construida con sus propias manos. Hasta el momento del accidente su vida estaba “resuelta”. Tenía éxito en su trabajo y vivía enamorado de una mujer con la que se iba a casar justo a la vuelta de su desgraciado viaje. Todos lo toman por muerto. Pero llega un momento, que empleando los medios y recursos que están a su alcance, y empujado, sobre todo, por el deseo de reunirse con la mujer con la que estaba comprometido, construye una pequeña barca para buscar ayuda. Necesitará varios intentos, dado los materiales precarios de su embarcación, para atravesar las altas olas que se elevan al llegar a la costa. Finalmente, tras una dura pelea con el azote implacable del mar, acaba logrando su objetivo de dejar atrás la isla. Me parece que esta escena, la de la lucha del protagonista con el fuerte oleaje empeñado en no dejarlo ir, ilustra muy bien esos difíciles retos que debemos atravesar los varones para poder llegar a mar abierto -o a lo cocina de casa, sin ir más lejos, donde se prepara la comida cada día- y poder surcar un mar inexplorado cargado de incertidumbres y sueños.
A las olas que azotan nuestra pequeña isla y se alzan con cada vez mayor envergadura actuando de barrera podríamos considerarlas mandatos de género que el patriarcado utiliza para mantenernos fijados en un lugar en el que, cada vez más hombres hemos podido comprobar, están agotadas todas las posibilidades. Hay que intentar salir, atravesar las resistencias que, como las olas, nos escupen una y otra vez hasta la orilla para comenzar a surcar el océano de las tareas reproductivas.
¿Qué nos puede mover a querer abandonar la isla en la que ya se ha hecho inviable por más tiempo seguir viviendo? ¿Qué nos empuja a salir de ella? ¿Cuáles son las olas amenazantes que se elevan como altos muros? Y ¿con qué recursos contamos? ¿Cuáles son nuestros apoyos? A nuestro protagonista le acompañó su inseparable amigo Wilson, una pelota de rugby que se convirtió en su confidente y compañero de aventura. Para dar este paso contamos con lo que somos, nuestras limitaciones y recursos propios, pero también con el apoyo de la comunidad de la que formamos parte.
Se necesitarán, como ocurre en la película, varios intentos para dejar atrás nuestra particular isla. Se precipitará sobre nosotros la frustración, la impotencia, el miedo, la vergüenza o la soledad. Solo la determinación y las ansias de vivir, y toda la capacidad creativa puesta en acción, pueden hacer que se renueven los ánimos y se busquen maneras alternativas de abrirse camino y terminar convirtiéndonos en nuevos hombres de cuidados.