El servicio es, en gran parte, cuidar la fragilidad. Servir significa cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo. En esta tarea cada uno es capaz de dejar de lado sus búsquedas, afanes, deseos de omnipotencia ante la mirada concreta de los más frágiles. […] El servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su projimidad y hasta en algunos casos la «padece» y busca la promoción del hermano.

Papa Francisco, Fratelli tutti (n.º 115)

Una de las cosas más terribles de la desigualdad económica son las consecuencias psicosociales que comportan: nos alejamos de los que no son como nosotros, disminuye la empatía y tendemos a creer que nos merecemos nuestro lugar (superior) en una escala social. La desigualdad nos hace perder la confianza en los otros y, por eso, se traduce en menos participación cívica y social, y en menos motivación por el bien común. Hablar de desigualdad hoy es hablar de segregación territorial. Si en la época de más efervescencia antifranquista muchos profesionales de izquierdas, militantes de partidos y cristianos de base, vivían o tenían presencia diaria y permanente en los barrios obreros, hoy ningún regidor del Ayuntamiento de Barcelona vive en Nou Barris, el distrito más pobre, y la mayoría de los arquitectos, periodistas, abogadas y artistas de este país jamás lo han pisado. Paralelamente, la extrema derecha gana ahí posiciones porque el discurso y las preocupaciones de los partidos y activistas de izquierda se sienten completamente alejadas de su realidad. La distancia física se ha convertido en una distancia emocional, cultural y simbólica.

El «Informe sobre exclusión y desarrollo social en España» de Cáritas/Fundación FOESSA de 2019, justo antes de la pandemia, ya mostraba una sociedad española y catalana completamente fragmentadas. En el caso catalán, se calcula un 45,5 % de la población en situación de integración plena, un 35,1 % en situación de integración precaria y un 19,3 % en situación de exclusión (moderada o extrema). Gran parte de este país, en la cuerda floja o directamente excluida, vive en los barrios pobres, que las distintas administraciones y organismos territoriales tienen perfectamente identificados.

En esta sociedad cada vez más desvinculada, mientras en los barrios de clase media se habla de antirracismo a niños sin compañeros ni compañeras racializados o se promueve la meditación y la alimentación ecológica, en las escuelas y los Centros de Salud de los barrios más difíciles se dedican muchas horas a ejercer de puente con los servicios sociales. Solo los profesionales más vocacionales aguantan. El resto huye. Hay también muchos técnicos y técnicas que gestionan proyectos sociales que son pura asistencia y contención, o que, con la mejor de las intenciones, trabajan por cohesionar comunidades de las que nunca formarán parte. Estos barrios son, hoy, barrios más frágiles que hace cincuenta años porque su diversidad ha añadido capas de complejidad.

El legado de la iglesia de base en los barrios: un testigo

Pues conocéis la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza (2Co 8,9).

Hubo un tiempo en el que no había ningún barrio empobrecido que no tuviera su «cura rojo» y una comunidad cristiana de base. Estaban en todos los barrios del extrarradio de las grandes ciudades, aquellos que habían crecido descontroladamente con la llegada de los migrantes de todo el Estado: el Pozo del Tío Raimundo en Madrid, el barrio del Picarral en Zaragoza o el de San Francisco en Bilbao. En Cataluña, los cristianos y las cristianas comprometidos fueron determinantes en el movimiento antifranquista y en el nacimiento del movimiento vecinal. Muchas asistentas sociales de Cáritas y muchas congregaciones, junto con los movimientos de la pastoral obrera, ayudaron a crear asociaciones, a canalizar demandas sociales y a dignificar los barrios.

Si hoy estoy escribiendo lo que escribo es porque esta iglesia de base fue también fundamental en el proceso de formación de muchos niños y adolescentes de aquellos barrios: fue una de las ventanas por las cuales escapamos tanto de la realidad de la marginalidad que nos rodeaba como del individualismo feroz que nos invitaba a subir por el ascensor social y a huir lo antes posible de nuestro barrio y de nuestra clase social.

La parroquia de La Llum, en el barrio de la Florida de L’Hospitalet, fue una de esas parroquias de curas y feligreses obreros donde se pronunciaron homilías contra el asesinato de Puig Antich, y cuyos locales se cedieron para organizar huelgas y acoger actividades antifranquistas. En esos mismos locales, húmedos y humildes, empezamos muchos adolescentes la catequesis de confirmación a mediados de los ochenta, y la gente de la JOC nos trajo nuestra primera manifestación, que fue contra la entrada en la OTAN. Cuando mucha gente ya se daba por vencida por puro desencanto democrático y abandonaba la militancia social o política, nosotros empezábamos la universidad y nos convertíamos en catequistas y monitores. Al mismo tiempo, desde el grupo de Pastoral de la Salud, montábamos nuestro primer grupo de voluntariado para acompañar a nuestros vecinos y vecinas enfermos de sida, que entonces tenían la edad de nuestros hermanos mayores, y morían por miles.

El barrio de Can Vidalet, en la parroquia de Sant Antoni, Xavi Alegre nos habló por primera vez de El Salvador y de la teología de la liberación, y con nuestros primeros sueldos cruzamos el Atlántico; y aquella nueva aventura se convirtió en un grupo de solidaridad que funcionó durante más de una década. Aunque salíamos de un barrio con importantes problemas de paro, abandono escolar, alcoholismo y heroína, y en América Central nos topamos con la guerra y la represión salvaje, allí entendimos muy bien y para siempre qué era la violencia estructural y por qué, como decía Ellacuría, era la peor violencia y la raíz de toda violencia. Con Jaume Botey y Pilar Massana, personas clave en otro barrio cercano, el de Can Serra, donde la iglesia la construyeron los vecinos con sus propias manos, hicimos muchas «cenas del hambre» y acampamos por el 0,7. También viajamos a Chiapas y a Irak, y organizamos la consulta por la deuda y las movilizaciones contra la guerra y mil historias y compromisos más, hasta hoy.

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[Imagen de Antonio Cansino en Pixabay]

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Periodista especializada en comunicación para el cambio social. Trabaja como responsable de comunicación de Lafede.cat y colabora en diferentes medios. Vive en el barrio de La Florida (L'Hospitalet del Llobregat).
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