La crónica del último mes ha estado determinada por la ajetreada retirada de los Estados Unidos y de la coalición internacional que lo acompañaba de Afganistán, después de una presencia militar de casi veinte años.

La fecha ya estaba prevista desde hacía tiempo, pero las cosas no han salido como muchos en Occidente ilusamente esperaban. Sin las potencias extranjeras, el frágil gobierno pro-occidental se ha desmoronado en pocos días como un castillo de naipes. Y ese vacío de poder ha sido el mejor regalo para los talibanes, que lo han ocupado. Si una guerra es de por sí ya un escándalo, la de Afganistán y su desenlace actual merecen asimismo esta consideración. 

Es escandaloso el fanatismo salvaje y anacrónico de los talibanes. Sólo hay que ver el trato que dispensan a mujeres y niñas, o el temor que infunden a sus conciudadanos que no piensan igual y que se agolpan en las fronteras para huir de su propio país. Está por ver si la formación del nuevo gobierno que intentan encabezar moderará sus posicionamientos: ¿tienen algún incentivo para ello o van a practicar el revanchismo?

Es escandalosa la desbandada del ejecutivo saliente. Como también que no se haya previsto por las naciones extranjeras que allí han intervenido. O que no se hubiera pactado mejor una retirada ordenada, lo que habría evitado las dolorosas evacuaciones humanas en estampida.

La persecución del terrorismo que alimentó y organizó el brutal atentado del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York ahora hace veinte años, segando la vida de casi 3000 personas, propició la reacción norteamericana y su campaña en Afganistán. El modo en que esta se ha desarrollado suscita varias reflexiones.

En primer lugar, la cuestión cultural, indisociable de la religiosa y étnica, es fundamental, como han señalado destacados analistas. Los talibanes han capitalizado muy bien el extremo rechazo de la injerencia extranjera en la tradición afgana. Máxime cuando los principales miembros de la coalición, con Estados Unidos a la cabeza, provienen de una matriz cultural muy distinta. Como explicaba un talibán, ellos luchan y están dispuestos a morir por principios. Mientras que el ejército y la policía afganas entrenadas por la fuerza internacional desempeñaban su función como modus vivendi, es decir, por dinero para subsistir. La corrupción que mermaba la estructura de gobierno local da otro pretexto a los talibanes para ocupar el poder.

Eso nos lleva a una moraleja más profunda. Las soluciones, de haberlas, no son binarias ni simples. Y Estados Unidos debería haberlo aprendido después de la experiencia en Vietnam o incluso en Irak. O del fiasco europeo, con complicidad norteamericana, más recientemente en Libia. La victoria rápida por superioridad tecnológica en una batalla o la eliminación de un sátrapa no es lo mismo que la instauración exitosa de un régimen de nuevo cuño, ajeno a los valores y matices que conforman un país. No se pueden imponer unilateralmente las preferencias foráneas, sin dar ninguna otra alternativa, por más que se tenga el convencimiento de que aquellas sean mejores o más justas. Una sociedad no se cambia por una mera intervención militar extranjera, ni tampoco por decreto. Y veinte años son solo un pequeño lapso para pretender transformar un modo de pensar y obrar multisecular. Los precedentes del Reino Unido o de la Unión Soviética en suelo afgano son otros ejemplos que lo evidencian.

Se puede acompañar a un país en transición desde una relación respetuosa y vertebrada, y con una visión a largo plazo que suscite un consenso amplio, incluyendo a facciones domésticas con puntos de vista diversos. Se requiere tacto. Por desgracia, la actuación militar en otro territorio responde a menudo a cálculos electorales del dirigente que envía o retira tropas, so pretexto de intereses nacionales que fluctúan al vaivén de los grupos de presión y de una opinión pública cortoplacista en las democracias, y de los deseos o a veces obsesiones del líder, en las autocracias. Los países democráticos deberían hacer de sus relaciones internacionales una cuestión de Estado. Fundamentándolas y concertándolas correctamente sobre el terreno en destino, apoyándolas por mayorías políticas holgadas en origen y aportando los medios para perseverar en el tiempo, especialmente cuando se trata de cuestiones espinosas. De lo contrario, fracasarán y la acción exterior de otro tipo de regímenes con menos miramientos les aventajará.

Sea como fuere, a todos interesa un Afganistán estable, que no sea santuario de terroristas. China y Rusia, que temen el terrorismo islámico a sus puertas, parecen salir mejor paradas de esta crisis. Por lo pronto, ambas mantienen sus embajadas en Kabul, a diferencia de los países occidentales. Afganistán es rico en tierras raras, cada vez más necesarias para las tecnologías actuales, algo que no pasa desapercibido en Pekín, con una política algo más condescendiente hacia los nuevos dirigentes que Occidente. Por no hablar de Pakistán, que conserva vínculos estrechos con su vecino afgano y determinadas simpatías.

Los talibanes han tenido una escandalosa baza para financiarse: el negocio del opio (el territorio produciría alrededor del 80% mundial). La coalición internacional no ha sido capaz de atajarlo, como tampoco pudo frenar la corrupción aludida, a pesar de los recursos invertidos para luchar contra esas lacras. En cambio, los norteamericanos y sus socios, además de las costosísimas operaciones militares, en vidas humanas y en presupuesto, han sembrado allí algunas simientes de esperanza en forma de escuelas, hospitales, promoción de la mujer, apertura al mundo… Los vínculos así creados deberían ser un estímulo para que se continúe cooperando con la población afgana en precariedad, que crecerá próximamente y presionará al alza el flujo de refugiados. Su economía está hoy en bancarrota. ¿Será escandalosa la inacción extranjera? Para el 13 de septiembre se anuncia una conferencia internacional sobre Afganistán auspiciada por Naciones Unidas en Ginebra. ¿Servirá para convencer a las potencias de la necesidad de una ONU fuerte e independiente capaz de actuar de manera eficiente en casos similares? ¿O será todavía ilusorio esperarlo?

[Imagen de ErikaWittlieb en Pixabay]

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