Al gimnasio donde se ejercitan los cuerpos capaces de interceder por otros le podríamos llamar vida cruda. La vida cruda es aquella al borde del desamparo, a un soplido de despeñarse por el barranco. En ella los cuerpos caminan muchas horas bajo un sol que casi derrite la esperanza, se atraviesan fronteras plagadas de espinas, se reciben muchos porrazos. Resulta paradójico: el cuerpo capaz de interceder por otros ha pasado a veces bastante hambre, ha sido curado de enfermedades potentes en rincones escondidos del mundo, y ha sentido tanto miedo de la policía que no puede ver un coche patrulla sin que se le enciendan las piernas para correr. Los cuerpos capaces de interceder por otros a veces no tienen papeles.

El cuerpo de Ibrahima, el chico senegalés que se interpuso por un momento entre Samuel Luiz y sus agresores, debe llevar ya mucho tute encima. ¿Qué misterio hay en el cuerpo de algunas víctimas, que les hace capaces de interceder por otros? Parece que son ellos los que pueden sentir más cerca, casi como propios, los puñetazos y las patadas. Algo se activa inmediatamente que lleva a poner su carne en medio del agresor y del agredido, parando los golpes a quien no puede defenderse. El que sufre violencia emite algo así como una llamada: “Hermano, mi cuerpo me está siendo arrebatado, no puedo defenderme, necesito del tuyo”. Y allí que va, precisamente, ese cuerpo trabajado por el sol, por las mafias, por el camino, por las heridas, por los palos, por la “irregularidad”. Ese es el cuerpo que se pone en medio, precisamente. Sabe de lo que el otro habla.

Como sociedad, tenemos la culpa de que esta forma no menos sagrada de sacerdocio ─por ser compasión en acción─ fuera frustrada por el miedo. Ibrahima, que había puesto su cuerpo espontáneamente para parar la violencia frente a Samuel, tuvo que salir corriendo por miedo a que llegara la policía y lo detuviera. A él, que intercedía por otro para salvar su vida. Nuestras normas impidieron que ejerciera su sacerdocio. Es ahí, donde la vida se vuelve a hacer muy cruda, cuando más querido y necesario se hace un Dios que interceda por esos cuerpos por los que ya nadie puede interceder.

[Imagen de TuendeBede en Pixabay]

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Carlos Maza Serneguet
Sacerdote jesuita. Licenciado en Teología Fundamental por la Pontificia Universidad de la Italia Meridional (Nápoles). Trabaja en el Grupo Comunicación Loyola y en la pastoral universitaria de la Compañía de Jesús en Valladolid. No sabe si le gusta Barbie.
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