En el último año Estados Unidos ha experimentado más casos de COVID-19, incluyendo más muertos, que cualquier otro país. Aunque casi la mitad de la población ha recibido la vacuna y el país tiene suficientes dosis para vacunar a todos los demás, el hecho es que el número de personas pidiéndola está disminuyendo. Es verdad que hay menos casos, pero al mismo tiempo muchas personas, especialmente los jóvenes adultos, han dejado de tomar precauciones y se meten en circunstancias arriesgadas, sin mascarillas. Les parece que la pandemia ha concluido. ¿Cómo se puede explicar este fenómeno típicamente americano? En una palabra: el individualismo.
Se puede decir que el individualismo tiene sus raíces en el siglo XVI con la reforma protestante. La Edad Media era una época que daba más énfasis a la colectividad. Las aldeas y pueblos existían para dar seguridad y defensa; la Iglesia destacaba lo comunal, que la salvación se encontraba en relacionarse con la comunidad. El peor castigo era la excomunión o encontrarse fuera de la comunidad de la Iglesia. Los protestantes que querían reformar la Iglesia y todo el sistema político enfatizaban más la comunicación directa del hombre con Dios. Todo el mundo podía mantener sus propias creencias y sus ideas según su conciencia. Fue la búsqueda de la libertad personal lo que impulsó la colonización de América del Norte. Cada una de las trece colonias era distinta, con su propia religión mayoritaria y forma de gobierno. Los pueblos se quedaron pequeños porque cada hombre o cada familia tenía que adueñarse de su propia finca. Desde el principio había un movimiento hacia la periferia, hacia el oeste, buscando más espacio, más libertad. Se desarrolló una falta de confianza en cualquier forma de gobierno, especialmente en las zonas fronterizas. Le tocaba a cada hombre proteger a su familia y su hogar.
El individualismo protestante se combinó en alianza fatal con la esclavitud institucional de los negros africanos. Los terratenientes del sureste de los Estados Unidos constataban que era su derecho dado por Dios y como ciudadanos libres tener esclavos. Después de la Guerra Civil, basaban el racismo sistemático en sus derechos individuales. Mantenían que su posición y la de los negros fue ordenada por Dios. Usaban la fuerza para impedir que las personas negras ejercieran sus propios derechos. Luchaban con todo su poder político, y a veces con armas, contra cualquier grupo que se les opusiera, fueran negros, inmigrantes o “liberales”. Hasta ahora han podido contar con el apoyo de la iglesia “evangélica”, que realmente no es una sola Iglesia sino congregaciones individuales, muchas veces dependientes de un pastor particular. Los evangélicos son en su mayoría blancos, de educación limitada y de clase trabajadora. Lo que se puede decir de todo este grupo de gente es que no les gusta el cambio. Tienen miedo de ser desplazados, marginados por la economía moderna, y remplazados como la población mayoritaria. Les parece que el país no será el mismo, el suyo, sino de otros. Su gran héroe era el expresidente Trump.
La mayor parte de la gente que pertenece a estos grupos viven en el sur y el centro de los Estados Unidos. Se han unido con unos cuantos supremacistas blancos, antisemitas, libertarios y partidarios de la extrema derecha para formar el bloque dominante del Partido Republicano. Desde el principio de la pandemia, encabezados por el expresidente, han hecho todo lo posible para negar su existencia. Seguían sus vidas normales, sin llevar mascarilla, sin evitar grandes reuniones, sin mantener la distancia recomendada. Protestaron cuando el gobierno mandó cerrar los bares y restaurantes, pusieron demandas cuando tuvieron que cerrar las iglesias, y hasta amenazaron con armas a los que querían cumplir con los mandatos. Tales medidas, según ellos, porque las imponían los gobiernos federales y estatales, les prohibían ejercer sus derechos individuales. El virus atacó primero a los centros de población y así, como no les afectaba, ellos creían que serían inmunes. Dios les protegía. Pero a lo largo del tiempo ellos también se encontraron bajo ataque. Sin embargo, seguían negándolo.
Entonces, llegamos a la vacuna. Quizás el único gran éxito de la administración Trump era el desarrollo y producción de la vacuna en tan poco tiempo. Fue un ejemplo de cooperación entre varias empresas y varios países. A pesar del milagro de la vacuna, no existía un plan para distribuirla. Le tocó a la administración Biden comenzar a hacerlo y ahí apareció el problema. Muchos de los Republicanos eran escépticos; tenían dudas acerca de la seguridad de la vacuna, o si funcionaría bien. No ven todavía el peligro del virus, protestan contra el “mandato” del gobierno, tienen miedo de meter substancias extrañas en su cuerpo. Mil excusas, pero al fondo está el hecho de que su héroe, Trump, no les ha dicho que se vacunaran, a pesar de que él y su esposa se vacunaron antes que nadie. Lo hicieron en secreto en la Casa Blanca. Sin embargo, para sus secuaces todo es un complot de los Demócratas. La mitad de los que votaron por Trump han declarado que no se van a vacunar por una razón u otra. En cambio, casi todos los que votaron por Biden o se han vacunado ya o han dicho que sí lo harían.
El individualismo puede ser algo bueno en ciertas circunstancias. El desarrollo económico no habría sido posible sin la iniciativa individual. Las grandes innovaciones, invenciones, trabajos artísticos, y obras escritas se han producido porque un individuo tenía una idea que quería realizar. Sin embargo, el individualismo niega la importancia de la comunidad; a veces, incluso la existencia del otro. No toma en cuenta el bienestar de todos. La campaña para llevar mascarilla enfatizaba la meta de proteger a los demás y no solamente a uno mismo. Igual con la vacuna, la distancia social, el cierre de tiendas, bares y restaurantes, la cancelación de juegos deportivos. Era casi impensable la reacción de los que declaraban que querían proteger su libertad. Marchaban por las calles, llevaban armas de fuego, hasta formaron un plan para secuestrar al gobernador del estado de Michigan. Su enojo y frustración se vieron en la invasión del Capitolio en Washington en enero cuando amenazaron al Congreso y mataron a policías, todo en el nombre de la libertad y la gran mentira de que su héroe había perdido las elecciones por fraude.
No hay duda de que la libertad personal es un don de Dios. Somos libres para escoger el bien o el mal, el pecado o la misericordia de Dios. Pero Jesús nos enseñó que tenemos la responsabilidad también por nuestro vecino. No podemos abandonarlo en sus necesidades. El mandamiento de Jesús es que nos amemos los unos a los otros, que los amemos como a nosotros mismos. No tenemos la libertad para ponerlos en peligro de muerte, para dejarlos a su suerte. El individualismo tiene límites. Se acaba cuando estamos frente a una pandemia que enferma gravemente y con que podemos infectar a otros sin darnos cuenta. Hasta el papa Francisco nos ha dicho que vacunarse es una responsabilidad moral. Muchos de mis paisanos estadounidenses no saben cómo cuidar a otros seres humanos: dejan a sus ancianos en la soledad y la privación; abandonan a sus niños y niñas en la calle o a merced del hambre o de la explotación sexual; pasan de largo frente a la desgracia de tantas personas sin casa en un país lleno de riqueza; tratan a los migrantes y refugiados como si no fueran humanos…
La pandemia y la vacuna nos han dividido y seguirán dividiéndonos. Pero es la última manifestación de una división que empezó a florecer hace siglos. Continuamos pensando que no necesitamos los unos de los otros, que podemos vivir aislados en un mundo pequeño. Eso no es la realidad, ni tampoco el desafío cristiano. No es la verdad.
[Imagen de Gerd Altmann en Pixabay]