La creatividad es la palabra mágica de hoy. Los políticos actuales la usan como talismán al afrontar la problemática social, forma parte de los currículums de las más prestigiosas universidades y es un factor decisivo en las entrevistas de trabajo. Su omnipresencia a nivel mundial recibe amplio soporte de exhaustivas investigaciones como la de los treinta años de “Creativity Research Journal”, una publicación especializada en la que prestigiosos académicos profundizan sin cesar en sus causas y analizan cómo puede se la puede estimular.
Aunque, ¿qué entendemos por creatividad? El Diccionario de la lengua española de la RAE define la creatividad como “la facultad de crear” y este verbo, a su vez, como “introducir por primera vez algo”, es decir, en estrecha relación con el adjetivo “nuevo” definido como aquello “que se percibe o se experimenta por primera vez”. El pensamiento creativo contemporáneo está íntimamente relacionado con “lo nuevo”. Hoy en día la magia de “lo nuevo” provoca una frenética carrera por poseer el último producto, una insaciable sed de novedades que cada día recibe un nuevo impulso estimulada por la incesante mejora de las marcas.
Sin embargo, esta finalidad consumista de la creatividad humana despierta algunos interrogantes. ¿Por qué se aplica mayoritariamente a cosas materiales? La dimensión confortable de la existencia humana ¿es la única que necesita mejorarse? ¿Acaso no debería aplicarse también la creatividad a desarrollar nuestra personalidad y potenciar los valores espirituales?
Normalmente esta última pregunta recibe una respuesta afirmativa que es teórica, porque es más fácil decirlo que hacerlo. Sin embargo, si lo hacemos, la historia muestra los beneficios extraordinarios que se derivan cuando las personas acogen “lo nuevo” que experimentan en sí mismos. Por ejemplo, al hacerlo Saulo de Tarso llegó a ser san Pablo, Íñigo de Loyola se transformó en san Ignacio y Mohandas Karamchand Gandhi se convirtió en Mahatma Gandhi.
Lo que ellos realizaron en una medida eminente también podemos hacerlo nosotros de una forma mas humilde, ya que todos compartimos la misma naturaleza humana. Obviamente, el requisito necesario es entrar en el propio interior y tomarse en serio cuanto ahí sucede. Resulta también curioso que esas tres personalidades parecen confirmar que cuanto más profunda es la experiencia interna, más fecunda resulta la acción externa.
La vida de san Ignacio durante su estancia en Manresa, ofrece un buen ejemplo de esa tarea interior. Completamente cautivado por Dios, Ignacio se esforzó por conocer íntimamente a Jesús y servirlo con generosidad. Adoptó un austero estilo de vida como penitencia por los pecados de su vida anterior, vivía en el hospital de Manresa, diariamente pedía limosna, solo comía carne y bebía vino los domingos, rezaba siete horas diarias, oía misa cada día y recibía los sacramentos una vez por semana, leía los evangelios y escribía sus sentimientos internos, se deleitaba con las eucaristías cantadas. Se desplazaba siempre a pie. Conversaba con personas espirituales, particularmente con su confesor. Ayudaba a quien se le acercaba pidiéndole consejo. Estuvo gozando de las consolaciones de Dios hasta el día en que empezó a angustiarse profundamente, unas experiencias perturbadoras que enfriaron sus expectativas de vida espiritual y de las que solo se liberó cuando fue consciente del dinamismo de esos pensamientos. No obstante sufrir estas tribulaciones, sus recuerdos destacan la perseverancia y determinación con las que se mantuvo en dicho estilo de vida.
Un día, a pesar de su firme resolución de abstenerse de carne, le vino a la mente una imagen de comer carne y sintió un fuerte sentimiento de hacerlo en adelante. De repente no tenía ninguna duda y estaba resueltamente decidido a comer carne. Esta moción interna era absolutamente nueva en Ignacio. Le apareció en su mente en clara oposición a los deseos de extraordinarias penitencias que él albergaba desde su conversión en Loyola, cuando leyó en la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia que ayunar era el medio para unirse a Dios.
De manera imprevista, una perspectiva completamente nueva se había manifestado, y a partir de ese momento, el relato autobiográfico cambia e Ignacio pasa a describir los regalos que fue recibiendo de Dios en Manresa y que él acogió agradecido.
Ignacio acogió esta nueva comprensión que se le presentó unida a un indudable sentimiento de certeza, una certeza que era decisiva. Años más tarde, Ignacio afirmó en el libro de los Ejercicios Espirituales que la experiencia del no dudar ni poder hacerlo era una de las piedras de toque para discernir la intervención de Dios en la vida de las personas.
¿Cómo emergió dicha perspectiva? El hecho habla elocuentemente de la acción de la gracia divina, una causa última que no se puede controlar. Añadamos que el inconsciente debió haber jugado también un papel decisivo, pero este tampoco no lo podemos analizar hoy. Consiguientemente, en nuestra búsqueda nos tendremos que conformar con la descripción objetiva que hace Ignacio y dejar a un lado estos dos factores, ya que un factor humano tuvo que haber estado implicado, aunque tan solo fuese a manera de preparación.
Ignacio afirma que, a pesar de su firme resolución de ayunar, en su mente apareció de improviso una imagen de carne y sintió una fuerte voluntad de comer. Él no dice que sintiera hambre, que alguien le hubiera ofrecido carne o que su confesor le hubiese aconsejado comerla. Sus palabras sugieren que no hizo deliberadamente ninguna acción para que dicha imagen se manifestara. Por lo tanto, descartando influencias externas, el sentir hambre y su voluntad, la clave de este asunto reside en el dinamismo de su mente.
Ahora no vamos a analizar en profundidad las raíces psicológicas de la transformación interior de Ignacio, pero sí podemos ver qué dicen al respecto destacados científicos.
Ramón Maria Nogués, profesor emérito de Antropología Biológica, nos recuerda que la neuropsicología contemporánea concibe al ser humano como una unidad estricta, rechazando el modelo dualístico mente-cuerpo. Los sistemas nervioso y sensorial, los procesos biológicos y los emocionales, los factores cognitivos y los sociales todos están íntimamente entrelazados y esta interconexión es algo específico y propio del cerebro, el cual reacciona siempre como una única realidad uniendo diferentes sistemas de percepción y diferentes niveles de consciencia.
El reconocido psiquiatra británico Iain McGilchrist, comparte esta visión unitaria del cerebro y especifica su dinamismo en su teoría de “The Divided Mind”. Afirma que las dos mitades del cerebro tienen diferentes perspectivas sobre el mundo y priorizan valores diferentes. El hemisferio derecho elabora una visión del mundo penetrante, intuitiva y cargada de valor; está abierto a lo imprevisible; ofrece aquel “plus de realidad” que da sentido al mundo, es el esencial, “el patrón”. El izquierdo, focalizando estrechamente la atención, restringe las cosas a la certeza racional, gestiona tareas, todo lo explicita, es el útil, “el emisario”. No son diferentes funciones, ambos se encuentran involucrados en cada una de las posibles actividades del cerebro distinguiéndose en la manera en la que lo hacen, son asimétricos.
McGilchrist sostiene que esas diferencias son particularmente relevantes para vivir en plenitud como seres humanos y que ambos lóbulos siempre tienen un rol determinante en las maneras de concebir lo que cada cual entiende por razonamiento, emoción, música, lenguaje, moralidad, el yo, etc. Una acción conjunta que deberían llevar a cabo en una justa proporción. Este indispensable equilibrio, visible en el Renacimiento, ha desaparecido en la cultura occidental, cuya paradójica situación -más rica pero más infeliz, permanentemente conectada, pero sintiendo desesperadamente la soledad-, es el resultado directo de haber potenciado el hemisferio izquierdo en detrimento del derecho.
Además, el alto nivel de vida alcanzado en Occidente ha alimentado la creencia de que el hemisferio izquierdo es la única vía para entender e interactuar con el mundo circundante, de manera que se frustra todo intento de buscar una solución fuera de él mismo. La cultura occidental, reafirmada en su postura, se mueve pues en un estrecho horizonte interpretativo.
Volviendo a Ignacio, él perseveró llevando a cabo acciones cotidianas coherentes con sus ideales. Realizar una tal variedad de actos humildes, pero específicamente humanos implica la participación conjunta de actitudes, sentimientos, funciones mentales y del entero cuerpo. Esto es precisamente lo que Ignacio estuvo haciendo hasta que su mente se abrió a una amplia y nueva manera tan cierta que nunca pudo dudar.
Sin embargo, no es suficiente con que algo nuevo surja, es necesario aceptarlo. Ignacio, a pesar de tratarse de un movimiento interior en apariencia pequeño, lo acogió. Él podía haberlo desechado por su trivialidad o por no conformarse con el pensamiento colectivo. La certeza absoluta que sintió le garantizaba ser voluntad de Dios y al seguirla comenzó una nueva forma de acercarse a Dios. Pasados los años, tras ser plenamente consciente de estos hallazgos, los formuló minuciosamente de manera que otros pudieran beneficiarse.
Resumiendo, un estilo de vida integrador, ser perseverante, discernir los pequeños movimientos internos y aceptarlos son medios ordinarios con resultados creativos que impulsan la existencia humana hacia nuevos horizontes. ¿Son estas sugerencias ignacianas muy distintas de las que aparecen en las revistas especializadas? Dichas propuestas, ¿acaso no están al alcance de todos nosotros?