¿Es el ser humano un ser ritual? Gusto de pensar que, al menos, necesita alimentar la dimensión del culto: es decir, que el ser humano necesita organizar tiempos y espacios dónde los interrogantes más íntimos que lo asedian puedan tratarse, desde y a través de su medio y cultura concretos. Si algo es universal en nosotros es que vivimos y morimos, y que cada sociedad, en su temporalidad, fija este misterio, es decir, lo sitúa de una forma determinada en la vida de los hombres y de las mujeres. Por lo tanto, una sociedad que vive y se abre en su esfera cultual (la esfera del culto) anticipa con cierto espejismo de plenitud aquello que permanece ausente, y sus miembros pueden asumir los estragos de la contingencia, aunque quizás rozando la desesperación, con cierta serenidad y ambición espiritual. Los rituales serían aquellas prácticas explícitas del culto, dónde el individuo se implica con el cuerpo y se siente complicado con el ser del otro, también presente.

Pienso que, aunque las formas clásicas de religión hayan retrocedido, el humano sigue revistiéndose de formas de culto para ensayar un sentido sobre su día a día. Sin embargo, en nuestro tiempo neoliberal, la explicación de la vida y de la muerte tiende a ser una opción personal que uno debe resolver a partir de la inmensa cantidad de información que tiene a su alcance. Uno está llamado a encontrar para sí mismo su propio sentido y, por lo tanto, no precisa necesariamente del Otro para construir su propia verdad. Hay un mercado de ofertas de salvación que ha modificado aquello que se le pide a una opción de sentido, como simétricamente sucede también sobre las relaciones humanas: más que el misterio del otro, de la creencia y de la nada, lo que una religión, como el amor, hoy tiene que medirse es al aburrimiento, al tedio, a la capacidad de reinventarse, a la angustia de mantener una decisión sobre el embate constante de nuevos estímulos. Hoy, antes que la comunicación (que precisa del Otro: creer que un testimonio -es decir, que una voz, sea una narración, sea el ejemplo de una persona o de un grupo que actúe como referente- puede irnos convirtiendo), vale la información: y entonces la única confianza que opera es la que uno es capaz de establecer con sus propios actos, con sus propias decisiones. Esta situación, que nos sitúa a cada uno de nosotros en una posición forzadamente soberbia respecto al conjunto de la humanidad, es terrible, porque nos hace asumir una responsabilidad que, esencialmente, es colectiva. Creo, asimismo, que nuestro orden ofrece espacios rituales donde exorcizar el fantasma que implica, a mi parecer, este tipo de individualización del sujeto. Que las identidades, hoy, se reubiquen en el espacio del ocio, también da cuenta de que, en el espacio del ocio, hay formas sociales que hacen de espejo a la dimensión cultual del ser humano. Uno “es” en una afición, en un deporte, en una pasión; y, de esta forma se representa, mediante un conjunto de códigos, lenguajes, etc. que lo fijan respecto a su propia existencia. Algunas festividades totalmente mundanas cumplen la función de los ritos antiguos: por Fin de Año, colectivamente, un año muere y la tierra vuelve a nacer, el tiempo se corta, y una gracia supranatural concede al ciudadano replantear, otra vez, su vida respecto a los demás y al cosmos, mediante un superficial examen de conciencia y la toma de nuevos propósitos. Las doce uvas son el alimento que nos hace estar con los demás en el momento de la eclosión del tiempo y la fruta que nos ofrece actualizar delante del mundo nuestras propias coordenadas vitales. Como hay una euforia antes de la guerra, en eventos donde el alcohol tiene una centralidad los mecanismos de relación social habituales se suspenden y uno puede asumir roles que no le pertenecen, distribuyendo el deseo por sobre de sí y anulando las propias angustias metafísicas. Alguna de las formas que toman los conciertos de música presentan, en cierta medida, un alivio de la responsabilidad sobre el tiempo que la sociedad nos manda asumir, en lo que supone la performatividad de un éxodo colectivo. Podríamos decir que el tiempo del ocio en nuestra sociedad cumple la función del culto propio de la existencia humana, sucediéndose aquello que la antropología llama “hacer de equivalente funcional”.

Creo que en nuestro país es justo en el inicio de la democracia cuando todo este proceso que aquí describo se agudiza. En un siguiente artículo señalaré cómo muchos de los movimientos antifranquistas tenían presente dicha faceta del humano en sus prácticas y procesos de identificación y, sobre todo, gracias a la influencia de los militantes cristianos, que tomaban parte des de una herencia apostólica y humanizadora. Después, durante el desencanto de los años 80, el culto, los rituales, como la cultura, sufren una fuerte derivación estética y, des de mis ojos de historiador, pienso que movimientos como el punk, exponiendo su durísimo nihilismo, están protestando contra el fin del sentido y dejan morir el yo -expuesto a los estragos de la droga- con su propio movimiento y a la propia sociedad, que ya consideran muerta, un cementerio. “Mis cantos, tus cantos, son ecos de otra canción”, es un verso del grupo de música Eskorbuto que me lleva a reflexionar: con su canto, está buscando lo universal, que es que morimos, y la canción (Adiós reina mía) busca despedir la vida con dignidad.

De igual modo que veo en el punk una disidencia a este proceso de individualización y deterioro de la cultualidad humana, una disidencia agonizante, una disidencia osada desde el límite, quizás hoy también pequeñas acciones lo son, pero mucho más esperanzadoras. Gusto de pensar que muchas personas sensibles, ávidas de religarse con el mundo desde sus misterios, pero faltos de las herramientas para cercar un sentido, tienen sus espacios de culto en librerías, en museos, en las calles anónimas de una ciudad, en la naturaleza, etc. y que su pasear silencioso es el ritual particular con el que implican su corporeidad con el exterior que les presenta los misterios del vivir y les invita a recogerse. Pienso lo mismo sobre actitudes disidentes de muchas personas cuando planifican sus vacaciones, y hacen un “tiempo”, el del verano, cuando la producción se para (como en las sociedades antiguas), para el recogimiento, para la reflexión, para el peregrinaje, para salir a la búsqueda del Otro mediante un voluntariado, sin entrar en los engranajes que nos propone la sociedad: en cierta medida, entrar en un aeropuerto (el filósofo Santiago Alba Rico los nombra «catedrales de nuestro tiempo»), y hacer que lo que todos hacen cuando viajan a  otra ciudad -que no se presenta como un Otro, sino como una oferta de consumo-, es una forma de dar sentido colectivo concreto al tiempo de las vacaciones, es decir, una forma de ritualizarlas.

Con este artículo -que no osa profundizar- quiero pensar que parte de la angustia pandémica tiene que ver con esto: nuestra sociedad vive de espaldas a la condición cultual del ser humano, y ésta sigue emergiendo, oculta, descabezada. El cuerpo se implica en los rituales, en busca del Otro y de sí mismo, anticipando su vida y su muerte sobre un tiempo y momento determinados. Los efectos sobre la dimensión espiritual no se discutieron con la debida agudeza cuando sucedieron los confinamientos, y ello lo digo sin cuestionar o no su conveniencia. No se pensaron las consecuencias que ello implicaba sobre las necesidades rituales de la persona. Volviendo al inicio: será porque creemos que la esfera espiritual es patrimonio de la intimidad de cada cual, y si se oferta públicamente será en una suerte de exégesis despolitizada, esto es, independiente del aquí y del ahora, no interpretable sobre las condiciones materiales: relativo a una iluminación atemporal particular de aquel uq cree. A mi me resuenan, con todo, las tesis de Foucault: que la ritualización del cuerpo humano es una de las piezas fundamentales que toma el Estado para establecer lo que él nombra como “economías de poder”. Puedo concluir que, mientras no ritualizemos nuestras vidas, nuestras vidas siguen ritualizándose, y esto es propio de una sociedad enferma que, si proclama el fin de la historia y la victoria del individuo, lo deja, precisamente, fuera de todo; también de su propia capacidad para salvarse. La pandemia y los confinamientos, desde mi punto de vista, han supuesto una otra vuelta más de tuerca.

[Imagen de StockSnap en Pixabay]

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Es graduado y máster en Historia Contemporánea por la UAB. Actualmente investiga la experiencia de las comunidades cristianas en los movimientos vecinal y obrero antifranquistas en la ciudad de Terrassa, gracias a una beca de formación de la Fundació Joan Maragall. También edita la Revista Poetry Spam, “revista antipoética de trabajadorxs precarixs y desocupadxs”, y el suplemento de poesía Avalon Fanzine.
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