Donde muchos vimos un abrazo samaritano que indicaba el horizonte ineludible de una humanidad fraterna, otros vieron la amenaza apocalíptica de una acción censurable. El abrazo de Luna y Abdou, la voluntaria de Cruz Roja y el inmigrante senegalés en la playa del Tarajal (Ceuta), reflejó lo mejor y lo peor de nuestra sociedad. Ante el desconcierto de Abdou que no entendía por qué insultaban a la persona que le consoló entre sus brazos («Ella solo hizo su trabajo. Me reconfortó, me ayudó, fue un gesto humano»), las redes sociales se incendiaron con cientos de tuits amenazantes, insultos vejatorios, mensajes xenófobos, teorías conspiratorias, acusaciones de buenismo antipatriota: «Una traidora a su patria y a su etnia. Luego los hijos deficientes de todas estas mezclas tenemos que mantenerlos el resto», «Llévatelo sí, pero a todos», «A la cama te lo quieres llevar, «follanegros»…

Algunos expertos en comunicación digital minimizan la trascendencia de estos discursos de odio alegando que internet amplifica desproporcionadamente mensajes de grupos minoritarios aunque muy activos en redes sociales. En esta misma línea apaciguadora, otras analistas justifican estos exabruptos como anomalías patológicas de cualquier sistema sano, excepciones a la regla de una sociedad mayoritariamente compasiva que celebra el abrazo de Luna y Abdou.

Más allá del debate estadístico que intenta apuntalar la bondad o maldad de nuestro ser social, existe un argumentario teológico que, a mi juicio, no se ha tenido en cuenta: la emergencia del mal como anti-reino. Puede ser que los discursos sociales malévolos sean fruto de enfermedades comunitarias para las que aún no hemos encontrado cura educativa; pero pudiera ser también que esas expresiones demoniacas, sean precisamente eso: manifestaciones del mal en sí mismo. No estoy hablando de ollas humeantes, cuernos, rabos y tridentes, sino de la dinámica diabólica que ha vuelto a expulsar a Abdou a Marruecos. Sí, porque aquel «abrazo samaritano» del martes 18 de mayo no terminó en el happy end de un hogar acogedor, sino en la expulsión al infierno de la casilla de salida: el 19 de mayo Abdou hablaba por teléfono con Luna, ¡desde Casablanca! Los símbolos unen, los diábolos separan; y en el caso del «abrazo simbólico» entre Abdou y Luna, todo indica que los diablos ganaron la partida.

El teólogo Jon Sobrino suele lamentarse de la ausencia de dialéctica en los análisis sociales actuales, el lenguaje políticamente correcto tiene dificultad para reconocer que más allá de insuficiencias, debilidades, inconsciencias o patologías personales hay estructuras sociales que encarnan el mal; una maldad radical que un coro de voceros lucifernarios se encarga de expandir; es lo que en teología se conoce como «pecado estructural». En la encíclica Sollicitudo Rei Socialis, Juan Pablo II se refería a él en estos términos:

«(…) hay que destacar que un mundo dividido en bloques, presididos a su vez por ideologías rígidas, donde en lugar de la interdependencia y la solidaridad, dominan diferentes formas de imperialismo, no es más que un mundo sometido a estructuras de pecado. La suma de factores negativos, que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, parece crear, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar. (…) “Pecado” y “estructuras de pecado”, son categorías que no se aplican frecuentemente a la situación del mundo contemporáneo. Sin embargo, no se puede llegar fácilmente a una comprensión profunda de la realidad que tenemos ante nuestros ojos, sin dar un nombre a la raíz de los males que nos aquejan» (n.º 36).

Cuando se hace el bien se despierta la bestia del mal. Ignorar esta dinámica «duélica» promueve una visión adánica de la realidad y deja sin razonabilidad teológica la cruz de Jesús. Jesús no muere en cruz por la animadversión de algunos fariseos, la traición de Judas, la negación de Pedro, la autoexculpación de Pilatos o la histeria colectiva del pueblo. Jesús muere porque cada acción en favor del Reino de Dios alimentaba la bestia de un anti-reino que terminó por clavarlo en un madero. En tiempos de Jesús no existía Twitter pero los diablos murmuradores atacaban a las Lunas de entonces con la misma ferocidad que ahora: «Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando…» (Lc 7,39).

Pese a lo que solemos pensar, el relato del buen samaritano no culmina con el asentimiento convencido de aquel maestro de la ley que quiso poner a prueba a Jesús con una pregunta capciosa: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna». Después del rapapolvo samaritano no le quedó otra que reconocer con la boca chica que el prójimo fue aquel que practicó la misericordia, pero no resulta descabellado imaginarlo en un diálogo interior incendiado con las mismas llamas de aquellos que buscaban el modo de quitar a Jesús de en medio (cfr. Lc 22,2). Proponer a un samaritano impuro como modelo de acción virtuosa en el contexto de la pregunta por la Ley de Dios sonaba entonces tan escandalosamente provocador como el abrazo desarmado de una voluntaria en el contexto de fronteras defensivas actuales.

Hace dos mil años, en el relato lucano, un sacerdote y un levita afeaban con su indiferencia la conducta transgresora de un samaritano que desafiaba las leyes levíticas que prescribían alejarse de los difuntos (no debemos olvidar que el hombre apaleado al borde del camino quedó «medio muerto» -Lc 10,30-). Hoy son otros los murmuradores que en sus perfiles de Twitter dictan sentencias en sanedrines mediáticos diabólicos que tildan a Luna de «idiota» buenista cautivada por un «abusador» Abdou («La víctima y la salvadora o el abusador y la idiota. Toda una representación de Europa haciendo el gilipollas» (sic), Herman Terstch dixit).

La construcción de la fraternidad universal a la que el papa Francisco invita en su última encíclica es hoy una lucha contra los demonios que diluyen vínculos y enfrentan a hermanos. No la buscamos y no la queremos, pero la batalla está servida. Ignorarla o huir de ella es condenar al infierno a los millones de Abdou que deambulan por el mundo en busca de abrazos samaritanos.

[Imagen extraída de RRSS]

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Padre de familia, teólogo y músico. Miembro del Área teológica de Cristianisme i Justícia. Ha escrito en esta colección diversos cuadernos: “Vulnerables. El cuidado como horizonte político” (2020), “Acogerse a sagrado. La construcción política de lugares habitables” (2018), “Pisar la luna. Escatología y política” (2015), “¡Ay de vosotros! Distopías evangélicas” (2013), "Hacerse cargo, cargar y encargarse de la realidad" (2011), “¿De la liberación a la inclusión?" (2004) e "¿Y si Dios no fuera perfecto? Hacia una espiritualidad simpática” (2000).
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