Estas líneas quieren responder a algún comentario o pregunta recibidos a raíz del artículo “Invitación a orar” [publicado en este blog el 21 de marzo]. Si la plegaria es activación de la fe, deberá aparecer en los diversos momentos que marcan la vida creyente, y que podemos encontrar en la misma trayectoria terrena del Señor Jesús.
En efecto: la relación de Jesús con Dios, reflejada en lo que dicen los evangelios sobre su oración, puede esquematizarse en un proceso que tiene los siguientes pasos:
1.- “Abbá”. La seguridad de que mi existencia es fruto del del amor, no del azar. Y que puedo mantener una relación de plena intimidad y confianza con ese Origen. “Cuando queráis orar decid: Abbá” (Padre, pero con un tono de confianza y cercanía muy distinto del genérico “padre”).
2.- “Yo sé que siempre me escuchas”. Seguridad en la compañía y la ayuda de ese Origen amoroso. Que le llevará a gritar ante un cadáver: “sal afuera” (en versión del cuarto evangelio), o a gritar ante un endemoniado: “sal de ese hombre” (versión de los otros evangelios). Desde su confianza en la paternidad de Dios, cree Jesús que puede vencerlo todo: incluidas la muerte, y la maldad (el demonio) como expresiones de lo más opuesto a Dios.
3.- “Abbá, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la Tuya”. Aquel Jesús tan seguro de la ayuda de Dios, se siente ahora impotente ante la amenaza que ve cernirse sobre Él. Al decir “hágase Tu Voluntad” no está insinuando que su crucifixión es voluntad de Dios: está simplemente aceptando la decisión divina de respetar la plena autonomía y libertad de este mundo y de sus hombres a lo largo de la historia, aun con las consecuencias que esto pueda tener para Él.
4.- “Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Aquí desaparece incluso la apelación de Padre. La confianza y la seguridad anteriores se eclipsan ante el aparente silencio de Dios, que calla mientras los verdugos se burlan instando a Jesús que, si tanto creía en Dios, que venga ahora Dios y le salve.
5.- “Abbá, en Tus manos pongo mi vida”. Desde esa sensación de abandono, un misterioso salto a la confianza a pesar de todo, recuperando la paternidad de Dios y, con ella, la pretensión de toda su vida: que, desde esa paternidad divina, es posible el reinado de la fraternidad y la igualdad entre los humanos.
Este proceso ejemplifica o tipifica toda relación con Dios, en cualquier vida creyente. Curiosamente, se trasluce una trayectoria similar en la historia del pueblo del Primer Testamento: “He oído el clamor de mi pueblo y voy a bajar a liberarlo”. A eso sigue una trayectoria que permite incluso atravesar el mar a pie enjuto mientras los perseguidores se hunden en las aguas: “El Señor ha hecho cosas grandes… sublime es su victoria”. Luego, la dura travesía del desierto viene a ser el Getsemaní de aquel pueblo que ya no se comporta con la misma docilidad de Jesús, sino que termina preguntándose: “¿Está Dios con nosotros o no?”. Hasta que el abandono de Dios parece hacerse bien visible en el destierro y la caída de Jerusalén, contra la certeza de que Sión nunca iba a ser tomada. Y es en el exilio y en el regreso del exilio, donde resuena un “Consolad a mi pueblo”, que recupera aquella confianza destrozada.
Más clara en la vida de Jesús y (lógicamente) más compleja y abigarrada en la historia del pueblo, la trayectoria de la fe en Dios parece ser la misma. Y lo será también en nuestra fe personal. No tan esquemática ni tan lineal como la he pintado aquí, pero con los mismos ingredientes. Incluso, algo de estos procesos puede percibirse también a veces en las relaciones de muchos hijos con sus padres.
Finalmente, a la entrega de la vida de Jesús corresponderá la donación por Dios de Su misma Vida divina, en la resurrección de Jesús. Así se descubre que Dios estaba presente ya en aquel presunto abandono: que fue “por el Espíritu” (Hebreos 9,14) como Jesús pudo entregar su vida.
Ojalá esto ilumine algo nuestra vida de fe.