Hemos celebrado hace poco el día de la madre, un día lleno de tópicos optimistas y ciertamente románticos de la maternidad. Cierto que a todas nosotras nos gusta que nos feliciten ese día, ¿quién no se emociona con una manita o pie impresa en arcilla o una carta llena de corazones hecha por sus hijos alabando lo mucho que les ayudamos en su crecer y desarrollarse?
Uno de los condicionantes más importante en la vida de las mujeres es la familia. Sea por maternidad o por atención de mayores, hermanos u otros familiares, las mujeres dedican mucha parte de su vida al cuidado. La maternidad ocupa un gran espacio de la experiencia doméstica del cuidado no solo de las mujeres, también de los hombres, pues todos hemos sido hijas e hijos alguna vez, y porque a muchas de nosotras, en algún momento nos tocará ser madres, en el concepto amplio al que se refiere siempre el cuidado, no en el del vínculo de sangre. La maternidad sublimada, de la mujer como sostén, alimento y protección de los hijos, mirada desde el Evangelio, plantea muchos interrogantes. Es punto de partida de la experiencia de gratuidad, por eso la devoción a María tiene un sentido anterior y profundamente crístico en el seguimiento a Jesús. María no es solo la madre silenciosa, sino la jovencita coraje que opta por una situación de embarazo complicado vivida desde la experiencia liberadora de Dios. En este sentido, la maternidad para Jesús, y para su Iglesia, es un acto de liberación de otros, de empoderamiento y de crecimiento en el que se acompaña no a costa de la vida propia, sino en solidaridad compartida. Pero la maternidad también es piedra angular de sociedades desiguales, y el propio Jesús advierte de que la maternidad y paternidad entendida como obligación social discriminatoria invalida el seguimiento verdadero del plan de Salvación de Dios (Mc 3, 31-35). El criterio del hermanamiento es mayor que las relaciones de familia, y la gratuidad y entrega a los otros en libertad y reciprocidad supera al linaje de sangre expresado en tributos de hijos a padres y de madres a esposos e hijos.
La maternidad modifica radicalmente la vida de las mujeres y condiciona la visión de éstas de la realidad. Definidas desde el nacimiento como gestantes (ahora que la palabra está tan de moda), las mujeres han sido tipificadas según su sexo y género: familia, procreación, cuidado, hijos, hogar, ancianos, enfermedad, etc. Mientras que un varón puede desentenderse de un hijo, nonato o nacido, las mujeres nunca podemos desentendernos, nazca esa criatura o no, pues ha quedado desde el principio anclada a nuestro cuerpo. Esta condición biológica ha justificado la asunción de una larga lista de roles sociales de cuidado por parte de las mujeres. Para las mujeres la donación ha sido muchas veces impuesta y obligada. Y ha justificado la desvinculación de los varones de la gratuidad del darse, estableciendo una perfecta separación de valores y normas diferentes de relación familiar y social para ambos sexos.
Después de una demografía creciente en el siglo XX, con familias numerosas de cuatro, seis, ocho o más hijos (el famoso babyboom de los 60-70), estamos asistiendo a un decrecimiento vertiginoso de la natalidad en España muy preocupante, pero en general en los países enriquecidos. ¿Hay una causa económica? Sí, la hay. Las parejas no pueden tener hijos porque es un desembolso económico que no pueden soportar y porque el modelo familiar nuclear impide la solidaridad familiar que antes permitía cuidar a los primos, vecinos y otros conocidos de la vida del barrio. Pero hay una causa económica todavía más profunda, la de un sistema económico que se sostenía gracias al trabajo totalmente gratuito de cuidado doméstico de las mujeres, y que ahora hace aguas porque muchas mujeres se «han liberado» de la «maternidad esclavizante». En las historias de vida de muchas mujeres es frecuente escuchar como las madres las alentaron a la independencia económica como camino de libertad frente la violencia institucional y familiar. Frente a la no remuneración, al silencio y al no reconocimiento, muchas mujeres prefieren hoy la vida en libertad. Es una libertad que renuncia a la maternidad entendida como obligación, pero con ello renuncian también a la belleza del encuentro con otros seres humanos.
Esta es la contradicción. Por un lado, el sistema, que necesita de los trabajos de cuidado, no permanece callado y demoniza a las mujeres que no quieren tener hijos y sublima una maternidad entregada como la mejor y única experiencia que puede autorrealizar a una mujer. Para el sistema económico capitalista la maternidad es un colchón social, un espacio de abnegación hacia el otro y de negación hacia una misma. Por otro lado, existe una mala prensa sobre la maternidad, en parte por la condición de gratuidad del dar en el cuidado, poco de moda en nuestro tiempo posmoderno, donde el autocuidado y el autocentramiento ocupa gran parte de nuestras actividades, pensamientos y emociones. Ser madre quita tiempo. Ser padre, si verdaderamente me implico en la vida de los hijos e hijas, también. En parte por una generación de hombres y mujeres que vieron como sus madres sufrían una sumisión metódica que les impedía ser ellas mismas, expresarse y desarrollarse como personas y unos padres ausentes que solo aparecían en la escena familiar para dar órdenes. Esta generación no quiere reproducir estas situaciones una vez más. A estas madres abnegadas nadie las preguntó si querían ser madres. Una donación obligada es esclavizante.
Ahora que ya nos preguntan, debemos combatir en nuestro interior con estas dos visiones distorsionadas y alienantes de la maternidad, la que la demoniza y la que la sublima. Ambas posturas eclipsan la parte más hermosa de la maternidad que es la relación con el otro, un camino de encuentro que se construye día a día en las interacciones con los hijos e hijas, a los que, por mucho que los hayamos llevado en nuestro útero, son un misterio desconocido con el que interrelacionarnos para poderles llegar a conocer de verdad. Una experiencia de alteridad muy lejana al extraño y ciertamente mágico instinto materno que el sistema patriarcal defiende como parte ontológica de las mujeres.
Una maternidad mirada desde la igualdad hermanada del Evangelio no obliga a elegir entre una misma y los hijos e hijas. Porque la gratuidad no es una negación, es un compartir, consciente, donde intervienen todos los actores, incluida la madre, con sus necesidades y sus luchas individuales. Obligar a las mujeres a elegir entre el hedonismo solitario o el servilismo absoluto va en contra de la máxima de hermanamiento de Jesucristo. Ni vivir sola es lo mejor del mundo, ni tener hijos es una catástrofe para la autorrealización personal. En la propia soledad total falta el compartir con otros las alegrías y las penas descentrándonos de nosotros mismos y en la maternidad «esclavizante» falta el repartir responsabilidades y fomentar la autonomía de las personas. En ambas situaciones hay un riesgo de establecer relaciones insanas con nuestros seres queridos, que dificulta la convivencia y el cuidado de los otros y otras. La cuestión no está en reproducirse biológicamente, sino en la capacidad de vivir una relación sanadora familiar, sea cual sea la propia elección sobre la maternidad. La maternidad es el ejemplo de que la experiencia de gratuidad es una experiencia compleja de responsabilidad y diálogo. Nunca es totalmente translucida y está llena de contradicciones. Tener hijos es, como todo en la vida, una mezcla de gozo y frustración, de responsabilidad y de improvisación. Dada la gran diversidad de familias y situaciones en las que hoy se encuentran las mujeres, la fe nos pide acompañar y respetar las respuestas y soluciones intermedias que las mujeres dan a la maternidad para que sean tomadas desde la libertad y la gratuidad y no desde la imposición y los prejuicios. La maternidad no es sencilla, requiere de un proyecto compartido con otros. Se vive mejor en la tribu. La comunidad cristiana puede, con la práctica del hermanamiento del Reino, sostener maternidades (y paternidades) que quieren vivir la donación en libertad y así, ser ejemplo sanador para la sociedad de los extremos que nos esclaviza.