«Me ahogo, me ahogo, me ahogo en este albañal
y me duele España en el cogollo del corazón».
(De una carta de Miguel de Unamuno a un profesor universitario español residente en Buenos Aires)
Al igual que el gran filósofo vasco, me duele Colombia, mi patria. Escribo estas páginas desde la distancia geográfica que acrecienta el dolor, desde el respeto que me merecen las víctimas que están dejando las actuales movilizaciones ciudadanas y desde el reconocimiento al trabajo de las personas que se están dejando la piel en la consecución de la paz social.
Colombia, uno de los países con mayor potencial de América Latina, vuelve a ser noticia de relevancia internacional por la situación generada como consecuencia del paro nacional convocado el pasado 28 de abril para protestar y exigir la derogatoria de la reforma fiscal presentada por el gobierno del presidente Iván Duque.
Una semana después, aunque el gobierno retiró el proyecto de la reforma fiscal, sigue habiendo manifestaciones en varias ciudades del país con los nefastos resultados que por la prensa vamos conociendo: más de 30 personas muertas en enfrentamientos con la fuerza pública, cerca de 800 personas heridas, daños cuantiosos en la infraestructura urbana y en el sistema de transporte masivo de ciudades como Cali y Bogotá, desabastecimiento de los mercados y encarecimiento de los productos básicos ocasionados por los cortes de las carreteras principales y, sobre todo, la desconfianza, el temor y la crispación que se van adueñando del alma de los colombianos que ya no resisten más.
La gota que rebosó la copa…
El paro nacional del pasado 28 de abril es la punta de un iceberg o la gota que rebosó la copa. Son ya tantas páginas de dolor y frustración las que va acumulando el pueblo colombiano que la reforma tributaria del presidente Duque fue solo un pretexto para decir “no más”.
En importantes sectores de la población se percibe una creciente frustración por el curso que ha tomado el proceso de paz con la guerrilla de las FARC. Del entusiasmo y la ilusión por ver el final de más de 60 años de enfrentamientos fratricidas, se ha pasado al estupor al ver cómo los índices de violencia no descienden y, por el contrario, aumentan sobre ciudades y campos los asesinatos de líderes sociales y de antiguos combatientes de la guerrilla.
La polarización política ha dividido familias, pueblos y comunidades. El discurso del odio y la confrontación no es inocuo. Sus palabras, lejos de llamar al diálogo y a la reconciliación, incendian y favorecen el clima de violencia que vemos con preocupación en las notas de prensa y a través de las redes sociales. Líderes políticos de uno y otro lado están detrás de este clima de crispación y, más temprano que tarde, habrán de reconocer su parte en lo que está sucediendo y ofrecer caminos alternativos de solución a los problemas acuciantes de la ciudadanía.
La pandemia ocasionada por la COVID-19 no puede dejarse al margen en este sucinto análisis pues ésta ha dejado en evidencia las enormes grietas que tiene el sistema de organización social de Colombia y de no pocos países más. Las personas fallecidas, el colapso de los servicios de salud en algunas ciudades del país, el abandono sistemático de las personas vulnerables y la falta de oportunidades para el acceso a una vida digna son solo unos cuantos indicadores de que la “normalidad” no era tan normal.
La lectura de algunos indicadores sociales puede ser útil a la hora de comprender las motivaciones para que los colombianos sigan expresando su malestar. En enero la tasa de paro ascendía al 17,3%, un 4,3% más que en diciembre de 2020.
Pero ahí no queda esta cifra. La informalidad en el país, de acuerdo con el último informe de Departamento Nacional de Estadísticas (DANE), el sistema estadístico del país latinoamericano, es del 49,2% y en marzo el desempleo ascendió al 14,2% (1,6 puntos porcentuales más comparado con el mismo mes del año pasado). Este es un indicador preocupante pues detrás de las cifras hay cientos de familias que no tienen para cubrir sus necesidades básicas.
Los indicadores de pobreza son, desafortunadamente, más dolorosos. Como resultado de la pandemia, se prevé un aumento de la pobreza de hasta el 42,5% y, de esa cifra, un 15,1% en situación de pobreza extrema. ¿Podemos imaginar que una familia pueda vivir con menos de 2€ por día?
El paro
Colombia necesita una reforma fiscal, eso no lo pongo en duda, pero no cualquier reforma y no en cualquier momento. Desde hace varios años las sucesivas reformas fiscales han dejado heridas las cuentas del Estado. Para nadie es desconocido que la reforma de 2019, que redujo las aportaciones de las grandes empresas, ha dejado en la quiebra al país lo cual ha implicado una disminución notable en la aportación presupuestal a las políticas sociales y de inclusión. Con el Estado al borde del colapso financiero, así lo expresaban los ministros del ramo poco antes del paro, el pueblo no ha visto muestras de austeridad y contención del gasto del gobierno. No han sido pocas las voces que se han levantado ante el excesivo gasto del ejecutivo y ante algunas compras previstas justo en este momento de crisis: ¿Hacen falta aviones de combate de última generación? ¿Hacen falta tantos coches blindados para los funcionaros del Estado? ¿Hace falta invertir tanto dinero en al mantenimiento de la imagen del presidente?
Con este escenario de fondo el gobierno envía a trámite parlamentario una reforma que gravaba con dureza a las personas de clase media. Dice un político colombiano que esta reforma gravaba los alimentos de los que tienen difícil acceso a ellos y los salarios de los que aún tienen trabajo. El malestar ciudadano es evidente y conduce a la convocatoria del paro del 28 de abril. Ciertamente la propuesta de reforma no pudo venir en un momento más inoportuno.
La jornada, en principio planteada como una propuesta pacífica y dentro del marco constitucional del derecho a la protesta, muy pronto cambia su deriva hacia la violencia, el vandalismo y la muerte.
La fuerza pública arremete contra los manifestantes en un exceso policial que ya ha sido denunciado por la Delegada de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y otras instituciones y Estados. Han sido particularmente dolorosos los hechos acaecidos en Cali, Bogotá y Pereira.
Pero también algunos manifestantes, quizá azuzados por personas cuya intención es sembrar el caos y la anarquía, han recurrido al vandalismo y la barbarie que aparta de su voz la legítima protesta y sus justos reclamos. Esto, con el saldo de vidas humanas perdidas que ya hemos apuntado.
Me parece injustificable el uso de la fuerza ante personas inermes, no obstante, y con la misma radicalidad, repudio a quienes, muy probablemente, desde intereses ajenos a las marchas, han incitado a los manifestantes a la violencia. Yo ejercí el ministerio sacerdotal en La Aurora, el barrio en el que unos manifestantes prenden fuego a un centro de atención de la policía con los uniformados dentro y, podría afirmar, que no me imagino a los jóvenes que conocí allá llevando a cabo un acto tan violento y falto de humanidad y consideración.
Ya va una semana de paro. Al parecer la cordura va ganando algunos puntos, pero aún es necesario desarmar los espíritus y seguir llamando a los actores políticos a la mesa del diálogo y la reconciliación. El recurso a la violencia no conduce sino a más violencia, más dolor y, en las actuales circunstancias, a debilitar la ya frágil economía del país.
Dice la letra del himno nacional de Colombia: “Cesó la horrible noche”. Pueda ser que Colombia, este pujante país de América Latina, resurja de las cenizas y ocupe el lugar que sus gentes se merecen y la historia le ha de dar.
[Imagen extraída de Wikimedia Commons]
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