Sin duda este año nuestra celebración del triduo pascual viene marcada por la realidad de la pandemia que hemos vivido personal y colectivamente. Una situación dolorosa que, con mayor o menor grado, a todos nos ha tocado y trastocado (en nuestros planes, proyectos, expectativas…) Una realidad concreta que tal vez ha hecho que seamos más conscientes de nuestro estar en “tránsito” (sin lugar donde reclinar la cabeza), en estado de permanente salida o “éxodo” (entre la añoranza de las ollas de Egipto y la promesa de una tierra nueva). Puede ser también que ello nos haya generado una dosis de “desconcierto», “desubicación”, “cansancio”, “convulsión”, “temor”… Me parece que, en medio de todo ello, se trataría en estos días de poder intuir que El Señor Resucitado nos sale al encuentro también en esa situación actual y concreta que nos ha tocado y nos toca vivir.
Hay quién ha leído esta situación pandémica como una especie de “catástrofe” de gran poder destructivo, del mismo modo que también ha quién ha creído comprender este tiempo como una oportunidad de crecimiento, de reconstrucción, de reconfiguración. Posiblemente lo más acertado sea una lectura que tenga en cuenta las dos dimensiones las cuales, a su vez, pueden alimentarse y fecundarse mutuamente.
En cualquier caso, al adentrarnos en la contemplación creyente de esta realidad, creo que no nos sirven esas lecturas unívocas, donde el blanco es claramente blanco y el negro totalmente negro. La experiencia del Espíritu nos muestra con frecuencia el carácter paradójico de la realidad, y es paradójicamente como el Señor se va abriendo paso en medio de nuestra realidad
“En medio de y entre”
a) El vivir cristiano no se instala ni a un lado de la realidad ni por encima de ella. Es un vivir “en medio de” y “entre la realidad, sea cuales sean sus concreciones. Es un vivir crucificado, en tensión esperanzada e integradora de las dimensiones aparentemente opuestas de lo real. Si abandona la posición crucificada alguno de los polos de lo real queda “suelto”, “desmembrado”, no integrado.
b) El vivir cristiano crucificado, no es pues un vivir extremista pero sí radical. Es un vivir desde una raíz integradora. Algo de esto quiere decir el evangelista Juan cuando Jesús –que es integradamente Señor y Siervo- se pone abajo, a los pies, en la raíz y lava los pies a los discípulos. O cuando nos explica que “el grano de trigo ha de ir hasta la raíz honda de la tierra, enterrarse ahí y así dar fruto”
c) El vivir cristiano crucificado deviene entonces un con-morir con el Señor Jesús que no es otra cosa que un con-vivir teologalmente –como Él– entre y para los demás.
Nos ha tocado vivir –y nos tocará vivir– “en medio de y entre”
a) El vacío y la plenitud. La vida nos brinda situaciones en las que la sensación de ser vaciados nos resulta acuciante. Sentimos que se nos quitan personas, cosas, posibilidades… hasta el punto de que aquello que veníamos realizando se nos presenta como carente de sentido. Pero a veces, entrando dentro nuestro y asomándonos a ese vacío puede asomar, como regalado, un nuevo espacio disponible donde poder acoger un nuevo sentido, una nueva perspectiva. Hay vacíos que matan y vacíos que posibilitan. Hay vacíos que matando posibilitan
b) La ausencia y la presencia. Tal vez en este tiempo pandémico, al no poder visitar a los enfermos ni despedir a los traspasados al Padre, la sensación de ausencia haya sido mayor. Ausencia de seres queridos. También ausencia de Dios a quién posiblemente le hayamos preguntado “¿dónde estás?”, “¿dónde te has ido?”. Y ausencia de nosotros mismos: “¿dónde hemos estado tanto tiempo ausentándonos de nuestros compromisos de cuidado y atención (económico, ecológico…), y sin darnos cuenta hasta que todo ha estallado? Entre tantas ausencias, algunas presencias tenazmente creadoras de vida habrán hecho su aparición recordándonos “lo de Jesús”: Dios no está lejos, está cerca, estamos en buena compañía. Tal vez en las ausencias uno se da más cuenta del Amor de la presencia, y en la presencia uno se siente estimulado a no ausentarse más.
c) La luz y la oscuridad. Muchas veces la realidad parece empecinarse en mostrarnos su lado oscuro como algo también real, que también nos habita y nos dice para nuestra sorpresa lo que llegamos a ser capaces de hacer. Cuando esa oscuridad se cierne sobre nosotros pasamos períodos de abatimiento, como viviendo en un túnel sin salida. Acaba poniéndonos frente a la turbiedad de nuestro corazón, frente a nuestro vivir auto centrado o indiferente. Y aún más allá, a veces acaba por despertarnos agitándonos en nuestra ceguera como diciéndonos que en medio de la oscuridad una luz mayor nos habita y pugna por salir e irradiar. Si así acontece la luz que irradia en nosotros es más humilde que la que presuntuosamente creemos que es nuestra.
d) La vocación y la tentación. A veces de manera consciente, a veces de manera rutinaria, sabemos a dónde vamos y a qué; vivimos nuestra vocación de comunión en Dios como una corriente de fondo que sustenta nuestras vidas. Y, con todo, en medio de la dispersión cotidiana otras voces nos despistan y descentran, de tal manera que aquella paradójica manera de vivir y amar a Dios en todo y a todo en Dios, en la práctica nos resulta compleja y nos hace sentir “eternamente aprendices de un peregrinaje sin fondo”
e) La pobreza y la esperanza. Sentimos el peso de muchas pobrezas –no sólo materiales– que a veces vivimos como un constreñimiento y a veces también nos traen la sabia riqueza de poner límites a nuestras pretensiones –¿ingenuas?, ¿inconscientes?– de omnipotencia. Recientemente ha bastado un virus microscópico para poner en evidencia la falsedad de tal pretensión, para hacernos ver que por nosotros mismos no somos generadores de esperanza alguna sino simples testigos de un potencial que llega desde más allá de nosotros, que nos pone en pie y que nos dice “toma tu camilla y sigue”
f) El límite y el horizonte. En estos tiempos en los que no vamos sobrados de horizontes y de utopías, sólo los faltaba la llegada –tan amenazadora y paralizante– del coronavirus. Llegada que nos hace “tocar con los pies en el suelo”: convivimos día a día con la realidad del límite. Como reza una canción del canto autor Raimon: “límites: conozco muy bien tantos y tantos límites”; límites en las estructuras, en las relaciones, en los temperamentos, en los proyectos y deseos… Bien encarados nos llevan, como dice el mismo canto autor a “intentar ser útiles con canciones de amor, con canciones de lucha”, esto es, a proseguir parcial y “limitadamente” nuestra personal aportación al proyecto del Reino que siempre nos depasa.
g) El dolor y el gozo. Sentimos a menudo que no nos queda más remedio que aceptar el componente de dolor que acompaña nuestras vidas. A veces nos rebelamos, otras veces expresamos nuestra incomprensión con victimismos. En ocasiones también experimentamos el gozo de compartir el dolor con otros, de aliviarlo y de dejarnos aliviar. Sin rehuir del dolor se nos abre la vía de ejercer “el oficio de consolar”. Entonces percibimos también que hay un dolor que nos llega por la pérdida de lo conquistado y otro que nos llega del gozo de lo entregado. Y solemos navegar entre estas dos aguas buscando la alegría verdadera.
h) La comunión y la soledad. Vivimos entre la soledad y la comunión, porque nuestro vivir es también un “con-vivir”. Y hemos de reconocer que el con-vivir cotidiano nos resulta problemático: conlleva sus roces, incomprensiones, cesiones… Muchas veces en medio de esa con-vivencia nos sentimos y sentiremos profundamente solos. Y tal sea entonces cuando esta soledad más “psicológica” nos ayude a caer en la cuenta, entrando dentro de nosotros, de una Fidelidad inquebrantable que nos acompaña desde siempre y nos empuja a seguir insistiendo en la búsqueda y construcción de esa comunión fraterna en Dios que llamamos “Reino”, sin claudicar aún a pesar de las ambigüedades, sabiendo endurecer la piel y ablandar el corazón
i) La fragilidad y la fortaleza. Somos menos fuertes de lo que pensamos y más frágiles de lo que nos gustaría. Por eso no es extraño que nos sorprendamos de hecho ocultando nuestras fragilidades (personales y colectivas). Por más que a veces vivimos rotos y escindidos por dentro, por fuera “ponemos buena cara” como si nada pasara. Más propensos somos a mostrar nuestras fortalezas, tan reales como peligrosas. Y algunas veces sentimos la alegría regalada de descubrir la fortaleza que hay en nuestra fragilidad (“El Señor es dentro nuestro como un guerrero victorioso) y la fragilidad que hay en nuestra fortaleza (porque sólo Él nos hace fuertes)
j) La impotencia y la gracia. Tantas veces vivimos con la real sensación de “no poder hacer nada”! De hallarnos ante los acontecimientos de la vida sin palabras de consuelo, sin caminos alternativos, sin posibles acciones transformadoras. Esta impotencia puede herir nuestro orgullo pero también puede llevarnos a sentirnos de tal manera desarmados que empecemos a confiar en la gracia/amor de Dios –que un día nos conquistó y enamoró– que incomprensiblemente llega donde nosotros no llegamos. Entonces, en el seno mismo de la impotencia hay libertad.
Para rezar con todo esto
a) Una primera manera sería centrarse en un par de las tensiones indicadas y llenarlas de “chicha” y contenido personal. Esto es, preguntarse cómo las vivo, gozo o padezco en lo cotidiano de mi vida, cómo están presentes en mi modo de estar en el mundo, en mi seguimiento, en mis relaciones, en mi trabajo, en mis intenciones…
b) Una segunda manera sería repetir, a modo de mantra, algunas de las siguientes expresiones neotestamentarias, que reflejan muy bien nuestro vivir en la paradoja, “entre y en medio de”:
- 2Co 4,7: “llevamos un tesoro en vasijas de barro”
- 2Co 2,10: “cuando estoy débil es cuando soy fuerte”
- 2 Co 1,5: “abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo y la consolación de Cristo”
- 1Co 10,17: “siendo muchos somos un solo cuerpo”
- 1 Co 4,13: “Si nos persiguen o difaman respondemos con bondad”
- 1 Co 3,19; I Co 1,25.27; Mt 11,25: “la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios… esto lo entienden los sencillos no los sabiondos…
- Ro 14,8: “tanto si vivimos como si morimos somos del Señor”
- Ro 8,36: “somos tratados como ovejas llevadas al matadero, pero salimos vencedores gracias a Aquél que nos amó”
- Ro 8,23: “gemimos anhelando nuestra salvación… que es en esperanza”
- Jn 3,5: “Has de nacer otra vez. Has de nacer de nuevo”
- Lc 22,54: “Pedro le iba siguiendo… de lejos”
- Lc 22,26; Mc 10,45: “el más importante sea el más servidor”
- Lc 15,32: “este hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida”
- Lc 11,39: “por fuera purificáis… por dentro estáis llenos de rapiña”
- Mc 8,35: “el que pierda su vida por mí, la ganará”
- Mt 15,7: “me honran con los labios y su corazón está lejos de mí”
- Mt 5,45: “El Padre hace salir su sol sobre buenos y malos, justos e injustos”
Lo que andamos buscando
a) Después de constatar las tensiones crucificantes que a menudo atraviesan nuestras vidas, podríamos ahora acercarnos y ver cómo también atraviesan la vida de Jesús. Acercándonos a su modo de afrontarlas, tal vez podamos encontrar algo de luz y de inspiración para vivir las nuestras o, mejor aún, para vivirlas hoy “como Él, con Él y en Él”.
b) Se trataría en el fondo de pedir, desear y disponerse a vivir aquello que de una manera tan gráfica se expresa el nuestro refranero popular: “contigo pan y cebolla”. Es, en definitiva, el momento de la verdad de la comunión. Eso es lo que andamos buscando y que podemos expresar con aquella petición de la tercera semana de los Ejercicios: “sentir dolor con Cristo doloroso”. O bien con aquella gracia que Ignacio recibió cerca de Roma, en la capilla de la Storta, y que formulaba así: “ser puesto con el Hijo”, permanecer con Jesús también al pie de la cruz.
c) Esto es una gracia y por tanto hay que pedirla. Porque allá donde está ahora Jesús
– uno espontáneamente no se pone sino que pide humildemente –porque lo desea– ser puesto;
– uno espontáneamente no “va” sino que pide humildemente “ser llevado” –porque lo desea–
– uno espontáneamente no lo elige, sino que pide humildemente ser elegido para estar ahí porque lo desea.
d) En definitiva: la comunión que andamos buscando acontece en un despojo compartido!. Si realmente la andamos buscando, no es el momento de marcharse, de decir “hasta aquí hemos llegado” y no más, sino el momento de confirmar, concretar y visibilizar la comunión a la que hemos sido llamados:
– “Confirmar” o volver a oír esa “Voz” que tal vez desde hace ya tiempo se me viene diciendo personalmente. Indagar el sentido último de lo que dicha Voz me ha estado insinuando. Es el momento de “ponerle nombre concreto”, de presentársela al Señor en cruz para intentar intuir si también Él la confirma. Es el momento de irse respondiendo suavemente a la pregunta: “Señor, ¿a dónde me quieres llevar?”
– “Concretar”. Es decir, asumir sin amarguras la dimensión crucificante que pueda derivarse nuestro seguimiento y de nuestro deseo de una comunión siempre mayor con el Señor.
– “Visibilizar”. Es decir, expresar la identificación con Jesús en la comunión con la suerte de tantas personas de nuestro mundo de hoy. Se trata de disponerse como Jesús a perdonar y a amar –de una manera siempre más pura y desinteresada- en medio de las limitaciones y conflictos propios de las realidades humanas en las que vivimos.
También esto lo pedimos al desear “dolor con Cristo doloroso”: poder seguir siendo sensibles y compasivos con el dolor de tantos crucificados de hoy, querer que nos siga afectando y que nos siga movilizando; anhelar poder pertenecer a la comunidad de Jesús, “la comunidad compasiva del llanto”. No es ésta una petición de una emotividad facilona sino de ser realmente configurado con el Compasivo.
La pasión como fondo de la vida toda de Jesús
a) Esta comunión que andamos buscando naturalmente, no se improvisa. De hecho, en nosotros no empieza ahora sino que es fruto de un proceso de acompañamiento del Señor Jesús, que con mayor o menor inteligencia y lucidez, con mayor o menor grado de apasionamiento hemos venido realizando.
b) Del mismo modo, Jesús tampoco improvisa su plena comunión con el Padre en la pasión. Ahí la concreta de manera sublime, pero la ha ido elaborando a lo largo de toda su vida. Por eso convendría acercarse al misterio de Jesús en su pasión, no simplemente como algo que acontece al final de su vida, sino como el fondo desde el cual vivió toda su vida.
c) En otras palabras: Jesús vivió “con pasión” toda su vida. Esta es su paradójica realidad: todo lo vivió apasionadamente y dolorosamente. “Entre y en medio de” el gozo del sueño de Dios, a veces comprendido por los “pequeños” y el sufrimiento al verse incomprendido por los “sabios de este mundo”. Sería bueno dejar que ésta su “pasión” (en el doble sentido) penetrara por todos los poros de nuestra piel y fuera siendo también “nuestra” pasión vivida en comunión con la suya: pasión de Reino dolorosamente sostenida
Apasionamiento y sufrimiento “al final de su vida”
Algunas escenas del relato del misterio de Jesús en la pasión ponen en evidencia esa paradójica vivencia interna hecha de apasionamiento y sufrimiento:
a) La soledad vivida por Aquél que toda su vida procuró la comunión (Mc 14,66-72)
Toda la vida de Jesús fue un constante trabajo por significar el Reino del Padre como un ámbito de comunión donde nadie quedaba excluido por ninguna razón. Y ahora es Él mismo quién se verá excluido, incomprendido y abandonado incluso por los más íntimos: lo congregado se dispersa!. Desde lo hondo de su perplejidad (“que pase este cáliz”) seguirá creyendo en la verdad de ese deseo inclusivo (“hágase su voluntad”).
Y lo sostendrá a pesar de las burlas excluyentes de los grandes sacerdotes (Mc 15,29-32) confirmando y concretando su fe en el Padre del Reino en sus palabras dirigidas a Juan (“incluye a María en la comunidad” (Jn 19,25-27) o al buen ladrón (“Hoy estarás conmigo en el paraíso” Lc 23,39-43)
b) La envidia soportada por Aquél que vivió toda su vida ofreciéndose (Mc 14,53-65)
Jesús acaba siendo víctima de la ceguera humana. Los humanos no somos capaces de soportar tanta luz expresada en medio de nuestras oscuridades. Nos acaba molestando y la desdeñamos. Nos empeñamos en permanecer en nuestras oscuridades aparentemente “provechosas”: seguridades, puestos importantes, privilegios, fama, éxito… Todo eso que Jesús deja de lado, suelta, ofrece para poder ofrecer algo mucho mayor.
Ahora en la cruz, lo que le queda por ofrecer antes de morir es el perdón: “no saben lo que hacen”; en su aparente claridad están ciegos, y la ceguera del prepotente genera muerte a su alrededor.
c) El despojo culminado justo ante quién sólo pretende retener (Jn 18,28-40)
La vida es vida cuando se ofrece. El seguimiento es seguimiento cuando se renuncia a controlar. Quién da vive con mayor plenitud que quien retiene… Todo esto Jesús lo había comunicado apasionadamente, como intuyendo por ahí caminos de comunión. Ahora se encuentra frente a un egoísta que tiene el poder de decidir sobre su vida y que no tiene la más mínima intención de salvársela si eso le acarrea conflictos, amenazas, pérdida de poder. Curiosamente es Jesús quién hace ver a Pilato la fragilidad que hay en su aparente fortaleza de estar en condiciones de decidir. Porque de hecho quién ya ha decidido es Jesús: el gozo verdadero –aunque comporte sufrimiento– está en el ejercicio de una libertad que ha vivido entregada y se entrega hasta el final. Así lo confirma en la cruz: “todo se ha cumplido”
d) La frivolidad que acucia sobre Aquél que se ha tomado su vida en serio (Lc 23,8-12)
Jesús se ha tomado toda su vida muy en serio. La ha tomado del Padre en sus manos. Eso lo ha expresado de modo sublime en la Última Cena: “tomó el pan en sus manos, lo bendijo, dio gracias”. Su vida es una bendición de Dios para los demás. Debe doler mucho cuando uno vive así la vida (desde el agradecimiento y la entrega) toparse ante una persona frívola como Herodes. Se tiene la sensación que quieren jugar con uno, que quieren divertirse a costa de uno, que a uno no se lo toman en serio, que todo parece haber caído en terreno pedregoso. Que su vida ha sido apasionadamente acción de gracias y apasionadamente entrega servicial, es causa que aquí sólo se puede defender callando. La frivolidad es demasiado superficial para entenderlo!
La misma frivolidad que Jesús tendrá que soportar al pie de la cruz cuando exhausto percibe que los soldados se dedican a jugar a los dados para quedarse con su túnica. Nuevamente no queda más que callar y esperar. Tan sólo pide agua. Ante tanta frivolidad la sed de Dios se hace más acuciante, como si se dijese a sí mismo: “me he vaciado del todo para ser colmado del todo por Él”
e) El rechazo de la ingratitud golpea a Aquél que se entregó en sobreabundancia (Jn 19,12-16)
Jesús padeció esa experiencia –a menudo también muy nuestra– de ser olvidado, de dejar de interesar a nadie. La masa popular, indiferente y olvidadiza, ahora que no puede sacar ningún provecho de Jesús, ahora que no les puede ayudar en nada pues le intuyen fracasado, pasa de largo ante Él como si nada. Atrás queda, en el olvido, aquella vida apasionada que se había dejado la piel atendiendo, abrazando, sanando, levantando tantas y tantas vidas del polvo. La ingratitud es muy cruel y más cuando uno anda necesitado de algún gesto amigo de cercanía. Una vez más su apasionamiento ha dado con la otra cara de la moneda: el sufrimiento. Dio en sobreabundancia y recibe mezquindad.
Y se cuestiona: “qué ha pasado Padre?, me habré equivocado?, he hecho mal las cosas?”. Fuera no hay respuesta a estas preguntas; dentro, la apuesta confiada es la manera vital y concreta de afrontar la paradoja: “me siento abandonado pero pongo en tus manos mi vida”… ahora ya del todo y definitivamente.
Para rezar
a) Una primera manera sería volver a releer este texto, quedándose en aquellas expresiones que uno intuye que “le hablan a él”, o bien yendo a las escenas evangélicas referidas y quedarse en alguna de ellas calladamente, expectantemente, “como si presente me hallare”.
b) Una segunda manera sería repetir, a modo de mantra, alguna de las pocas palabras que Jesús pronuncia desde la cruz. Se trataría de escucharlas, acogerlas e incorporarlas a la propia vida en cuanto que la queremos vivir en comunión con Él.
- «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34)
- «Mujer, aquí tienes a tu hijo. Hijo ahí tienes a tu madre» (Jo 19,26-27)
- «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43)
- «Tengo sed» (Jo 19,28)
- «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46)
- «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Lc 23,46)
- «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30)
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