En los últimos meses el mundo ha mirado a los Estados Unidos con creciente horror y desilusión. El país que siempre ha sido el ejemplo y modelo de la democracia, la estrella brillante, ha descendido a un caos anárquico, terminando en el asalto insurreccionista al Capitolio el 6 de enero, que parecía más lo que se encontraría en un lugar donde golpes de estado son frecuentes. Faltaba poco para eso. El propósito expresado por los partidarios de Trump era secuestrar a los miembros del Congreso, ahorcar a los líderes y cambiar los resultados de la elección presidencial. Fue el mismo presidente quien los incitó. Tal vez sería útil reflexionar sobre cómo llegamos a este punto. Las raíces son profundas.
No pretendo resumir toda la historia estadounidense contemporánea. Es suficiente con decir que el problema fundamental, el que existe en la mayoría de los países del mundo, es la desigualdad económica. Los EEUU siempre alardeaban que eran el faro de la libertad y la igualdad, donde todo el mundo podía alzarse y crear una vida buena si trabajaba para ganarla. La verdad es que esta promesa jamás se realizó. Al principio, los que sufrían más eran los inmigrantes y la gente de color; empezando con la revolución tecnológica del último siglo, los de abajo han sido los que tenían menos educación, quienes veían cómo sus trabajos iban huyendo para el extranjero. Por supuesto, echaban la culpa a los inmigrantes y la gente de color que se habían adaptado al cambio de circunstancias. Fue precisamente a este grupo desafectado que atraía Donald Trump, en su gran mayoría gente blanca, de poca educación y cultura. Le aplaudían a Trump cuando prometía levantarlos, echando a los que no eran americanos verdaderos, cuando les mentía diciendo que iba a devolver los trabajos desaparecidos y cuando se burlaba de los políticos. Lo que pasó fue que ellos y el mismo Trump creían en los engaños y las mentiras se convirtieron en la realidad. Otros miembros de su partido pensaban que la única manera en la que podían mantenerse en el poder era tragar las mentiras y seguir el camino trumpista. Los que no hacían lo que él demandaba fueron despedidos, generalmente por Twitter. Se creó un ambiente de miedo en la Casa Blanca y en el Congreso.
Por casi tres años todo iba viento en popa. La economía iba bien y Trump parecía invencible. Hubo unos cuantos escándalos, pero sus críticos aceptaban el hecho de que no era posible quitarle del mandato hasta la próxima elección. Y luego llegó el COVID y el escenario cambió completamente. Desde el principio era obvio que para Donald Trump admitir la existencia del virus y tomar las medidas necesarias para proteger a los ciudadanos significaba algo personal, un fallo que él no podía aceptar. Y seguía mintiendo. Nunca llevaba una mascarilla y demandaba lo mismo a sus seguidores. La economía era más importante que la salud del pueblo y por eso luchaba contra las restricciones e insistía en que los lugares públicos permanecieran abiertos. ¿Y por qué? Una economía buena era la clave para mantenerse en el mando. Sin embargo, iba en la dirección opuesta, de mal en peor. Millones de trabajadores se quedaron desempleados. En junio se añadieron las protestas y manifestaciones contra el racismo y la violencia policial contra gente de color. Otra vez, el presidente negó su existencia, echó la culpa a “los anarquistas” y usó la milicia para controlar la violencia. En lugar de curar las divisiones raciales, las fomentaba. En vez de unir, dividía. Nunca denunció a los racistas y supremacistas blancos que formaban la espina dorsal de su “movimiento” (llamado así por el mismo Trump).
Llegado a la elección, el abismo que se había creado entre las dos mitades del país era peor que nunca, imposible de superar. Fue entonces que Trump dio luz a lo que se llama ahora “the big lie”, la gran mentira. Anunció que la única manera en que perdería la elección sería si se la robaran los anarco-socialistas del Partido Demócrata. EEUU experimentó la votación más grande de su historia: unos 160 millones de votos. Trump perdió por más de 7 millones. Inmediatamente empezó a acusar a los demócratas de fraude, de contar votos de personas muertas o que no se habían registrado para votar. Atacó especialmente a los estados donde habían votado mucha gente de color. Llevó más de 60 casos a los tribunales de varios estados y los perdió todos. Hasta la Corte Suprema rechazó un par de casos. Trump hasta hoy nunca ha concedido la victoria a Joe Biden ni sus seguidores más fanáticos tampoco. Se inventaron un montón de conspiraciones y complots para explicar la pérdida.
Así llegamos al 6 de enero. Ese día el Congreso se había reunido para cumplir con uno de los requisitos más arcanos de nuestra Constitución. Cada estado tiene cierto número de votos electorales según el número de escaños que tiene en el Congreso; los votos se dan al candidato que gana la mayoría en la votación popular del Estado. La única función del Congreso es contar los votos electorales y declarar el ganador. Donald Trump estaba convencido de que era una oportunidad para cambiar los resultados de la elección y convocó a sus partidarios. Los arengó para que asaltaran al Capitolio y se apoderaran del Congreso. Realmente fue un intento de golpe de estado. Afirmando que lo hacían bajo la dirección del presidente, la turba abrumó a la policía, rompió puertas y ventanas, destruyó muebles, invadió los salones y forzó a los congresistas, incluyendo al vicepresidente, a esconderse. Al final la policía pudo controlar la situación y los echó. La única otra vez que se saqueó el Capitolio fue en el 1814 cuando lo quemó un ejército inglés.
He escrito este artículo en parte para explicar a una audiencia no-americana los acontecimientos de los últimos meses para que entiendan mejor la locura que ha supuesto. Pero por otra parte, quisiera llamar la atención sobre el peligro de ignorar la desigualdad en nuestras sociedades y la importancia de las consecuencias de hacerlo. Durante la pandemia la desigualdad ha aumentado. Ganaron los que podían hacer el teletrabajo, la Bolsa llegó a unas alturas inauditas, y los de arriba han mejorado su estado de lujo; mientras, los de abajo se encontraron sin trabajo, forzados a salir de sus alojamientos, y ni siquiera podían mandar a sus hijos a la escuela. Los “trabajadores esenciales” tuvieron que seguir en sus menesteres y cayeron víctimas de la pandemia, juntos con los negros, latinos e indígenas. Los gobiernos no sabían cómo reaccionar rápidamente y las medidas finalmente tomadas aliviaron unas necesidades, pero dejaron muchas otras sin resolver.
No es de extrañarse, entonces, que los desventajados protestaran o que se sintieran sin voz. Lo extraño es que una persona como Donald Trump, quien, desde luego, no es uno de ellos, se proponga como su salvador. Él descubrió la manera de expresar en público los sentimientos de la muchedumbre más rudos, más viles, que ellos mismos solamente expresaban en privado. Les dio su voz. Lo malo es que luego torció su lealtad para aventajarse a sí mismo, para mantenerse en el poder. Nunca supo simpatizar o empatizar con los que sufrían, culpaba a la gente de color para todos los males y despreciaba a las mujeres en particular. Y al final, como todos los que pretenden ser dictadores, no quiso salir de la presidencia.
¡Ojo! El ejemplo que da Estados Unidos es que la democracia es frágil, muy frágil. Si no se cuida, si no tomamos en serio los deseos y necesidades de los desventajados, los marginados, las minorías, nos ponemos en peligro de perder nuestra democracia a la política de extremos, de izquierda o derecha, que encuentre un líder, un jefe, o un caudillo.
[Imagen de Gerd Altmann en Pixabay]