Alfons CalderónLos Estados Unidos, aunque también una parte significativa del resto del mundo, están expectantes, y acaso esperanzados, ante el cambio presidencial formalmente producido esta semana, después de que Joseph Robinette Biden ganara las elecciones del pasado 3 de noviembre con una participación récord, en términos absolutos, en esos comicios.

Biden es el segundo presidente católico de la todavía primera superpotencia después del emblemático John F. Kennedy, hace sesenta años, en un país donde la visibilidad de la confesión religiosa de los líderes es mayor que en Europa y a la que se le concede una importancia más destacable que en nuestro viejo continente.

El nuevo presidente, antiguo profesor de derecho, posee una vasta experiencia legislativa y de gobierno, pues no en vano ha sido uno de los senadores más longevos en la Cámara Alta, tras un gran número de victorias electorales a lo largo de sus 36 años de función senatorial. Conoce asimismo los entresijos de la Casa Blanca, por haber ejercido como vicepresidente durante 8 años, bajo la batuta de Barack Obama. Su avanzada edad, 78 años, es innegable. ¿Será un mandatario de transición? Contrasta con los 56 de Kamala Harris, también jurista acreditada, la nueva vicepresidenta. Es una primicia, ya que es el mayor rango ocupado por una mujer en la historia estadounidense hasta la fecha, que en este caso lleva inherente la presidencia del Senado. Además, Harris es hija de emigrantes y pertenece a una minoría étnica en Norteamérica. Sus credenciales permitirían intuir una determinada sensibilidad hacia colectivos vulnerables, esperando que la labor del nuevo gobierno sea realmente inclusiva al respecto.

La inauguración de esta presidencia suscita un interés máximo, por cuanto la salida del predecesor en el cargo ha sido agitada, coronada por un inédito asalto al Capitolio por una turba amenazadora que manifestándose a su favor, invocaba su nombre, bajo su mirada complaciente. Unas escenas bochornosas que se cobraron la vida de cinco personas. Inimaginable hasta ahora en una de las democracias teóricamente más consolidadas.

Donald Trump deja tras de sí un país polarizado, caldo de cultivo para que grupos extremistas fomenten el enfrentamiento con quien no piensa igual. Últimamente, las alternancias entre un presidente republicano y otro demócrata respetaban las formas e incluso en varias ocasiones han sido exquisitas. No así esta vez, al no reconocer Trump de inmediato su clara aunque no aplastante derrota. Los recursos que ha presentado alegando supuesto fraude no han prosperado en los tribunales estadounidenses. Su mandato se ha caracterizado por cambios erráticos de opinión, provocaciones, información manipulada, abandono de varias personalidades de su entorno inmediato que inicialmente le apoyaban o escándalos. Sin embargo, su estilo directo, arrogante y simplista le ha granjeado no pocos seguidores y aún más votantes, apelando a emociones básicas de corte maniqueo y excluyente. Otra cosa es la verdad de numerosas de sus afirmaciones, dudosa por la falta de evidencia, pero que de entrada hacen mella en una porción de la población temerosa por su futuro y ávida de remedios raudos a problemas complejos. Da la impresión de que durante su mandato, la imagen que él podía proyectar en un tuit de pocos caracteres, sin demasiados miramientos, o en un slogan de campaña, primara sobre el ejercicio reflexivo y aglutinador que requiere la buena gobernanza.

No obstante, esta voracidad de noticias impactantes, fruto de un consumismo insaciable a escala general, no es exclusiva de las autoridades salientes y desgraciadamente abunda en todas partes. Ahí radica una cuestión profunda que cualquier gobierno se debería plantear si realmente quiere alentar la amistad civil para allanar el camino a determinadas reformas, en definitiva, hacia el bienestar del conjunto de la ciudadanía. O si meramente persigue su interés particular o gremial, que tarde o temprano acarrea el descarte del prójimo y se vuelve contra sí mismo.

Por eso, Biden afronta una tarea ingente: restañar las heridas de una nación que aparece dividida, donde recientemente se han alentado fantasmas del pasado de manera partidista, profundizando si cabe la división que había ido paulatinamente socavando los cimientos sociales desde hacía bastante tiempo. La reconciliación y la cohesión nacional deberían ser, por lo tanto, una de sus principales misiones, lo que requerirá tender algún tipo de puente con la oposición más moderada. Y con ellas, el restablecimiento de la autoridad y la calidad moral que debería ir asociada a la jefatura del Estado. En el ejemplo estadounidense, a diferencia del sistema parlamentario propio del paradigma europeo, lleva pareja la responsabilidad inmediata sobre el ejecutivo, lo que confiere un poder todavía más prominente al presidente. A menudo se olvida que sin esa coherencia ética, es difícil atraer la libre adhesión de los conciudadanos, especialmente en la adversidad, cuando la necesidad es más acuciante. Máxime, considerando que la alta exposición pública del cargo en una democracia sana pone al descubierto el mínimo desliz del dirigente.

Paralelamente, la primera prioridad será mitigar los gravísimos efectos de la pandemia, en el país más castigado del planeta, en cifras de diagnosticados y fallecidos. El nuevo equipo presidencial ya ha avanzado un plan, que supondrá un enorme y extraordinario gasto público para hacer frente a los estragos del virus, tanto en el terreno sanitario, como en el social y económico. También ha prometido una reforma migratoria de calado que regularizaría la precaria situación de multitud de inmigrantes en suelo norteamericano y que no se había acometido en varios lustros.

Y en lo que a política internacional se refiere, Biden tendrá otro reto mayúsculo, pues en diplomacia, como en diversas esferas, los hechos y actitudes pasadas sientan precedente. Tanto el servicio exterior, como la imagen proyectada por el país, han sufrido una gran merma en el pasado cuatrienio. Dicha circunstancia ha sido aprovechada por otros poderes, como China, para ocupar ese vacío con una influencia creciente, no vista hasta hoy, en distintos lugares del globo. Para empezar, Biden ha prometido que los Estados Unidos volverán pronto al acuerdo de París sobre cambio climático, lo cual es una buena noticia para la salud medioambiental del planeta. Y también, que regresará a la Organización Mundial de la Salud, decisión acertada, cuando más se requiere la concertación frente a este enemigo común para todos que es la COVID-19. Por lo que a Europa respecta, a lo mejor por la sangre de los antepasados irlandeses que corre por sus venas, Joe Biden ya ha demostrado una sensibilidad más amigable que la de su antecesor. Le permitirá una mayor sintonía con la UE, con la que comparte no pocos valores, tan necesaria siempre, pero más después del Brexit. Las relaciones con una China (de partido único) en expansión, una Rusia tendente a la autocracia (aunque no la única), un Oriente Medio alarmante, una Asia pujante, una África lamentablemente olvidada, una América Latina muy dispar y unas Naciones Unidas y organismos multilaterales desprestigiados en lo político, fundamentalmente por el rol de las principales potencias, están sobre la mesa… Casi nada. Esperemos que en las alianzas que toda nación precisa, no abuse de posición dominante. Experiencia en cuestiones internacionales no le falta, por haber presidido la comisión de asuntos exteriores del Senado, desde la que abordó varios asuntos espinosos a lo largo de su dilatada carrera. Ello no significa la eliminación ipso facto de  inconvenientes en lo diferendos sucesivos: sería iluso pensarlo. Pero al menos se podría esperar que encarrile su solución con mayor ecuanimidad, no exenta de transacciones laboriosas.

Joe Biden, a tenor de la encíclica Frattelli Tutti comentó que “el papa Francisco ha hecho preguntas que cualquier persona que busque liderar esta gran nación debería responder”, añadiendo que “la política es algo más noble que el postureo, el marketing y el giro de los medios”. Convendrá seguir la evolución en estos tiempos de prueba en los que se ha propuesto liderar con el poder del ejemplo, como indicó en el discurso de toma de posesión.

Por todo y también por la influencia que las políticas de los Estados Unidos siguen ejerciendo más allá de sus fronteras, queramos o no, cabe desear al nuevo inquilino de la Casa Blanca sentido de justicia, amplitud de miras y criterio puesto en el bien común para sus acciones con impacto directo o indirecto sobre millones de personas, también a este lado del Atlántico y allende el Pacífico.

Imagen extraída de: Wikimedia Commons

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