Sanja Rahim y Núria RomayHay un colectivo de jóvenes que no se ajusta al modelo de juventud heroica, de juventud invencible y fuerte, de juventud inmersa en la ‘flor de la vida’, en un tiempo de ser inagotable. Es una minoría que ni puede, ni lo quiere todo. Nos referimos, concretamente, a jóvenes que oscilan entre la mayoría de edad y la treintena, con una salud que ha dejado de ser de hierro, vidas tocadas por un diagnóstico de enfermedad (del tipo que sea) o de dolencia crónica. Y sucede que, como todo lo que no es de anuncio, es un grupo que fácilmente queda camuflado, avergonzado, invalidado, mudo.

El coraje que queremos sacar a la luz con este escrito, ahora que parece (parece) que hay indicios de una humanidad que empieza a mirar de frente la finitud del cuerpo y reivindicar la humanización de los cuidados, es la fortaleza que se esconde tras escenas cotidianas, a menudo invisibilizadas. Son rutinas que no conducen a ningún éxito porque ni siquiera son atractivas para las redes sociales y, además, se disuelven cuando dejan de ser novedad en los encuentros entre iguales. Imágenes que no hablan de ganancias ni de poderes adquiridos, tampoco de riquezas ni de triunfos que amplían experiencia curricular. Más bien hacen referencia a superaciones dolorosas, a fracasos impuestos, a cambios constantes de expectativas vitales y a aquellos avances minúsculos, íntimos, intangibles. Son recortes de hábitos que podrían ser, por ejemplo, propios de aquella joven a quien en ese momento le estarán detectando un Crohn o un tumor cancerígeno o una enfermedad minoritaria sin curación ni recursos económicos para investigarla. Pacientes noveles que, debido a la rotura accidentada de una vida que les parecía que disfrutaban, relatan ahora su historia con un antes-de o después-de. Y que, posiblemente, acabarán necesitando un archivador para el papeleo hospitalario, un espacio exclusivo para las altas, bajas, recetas, avisos de citación y recomendaciones para las secuelas.

Nos hemos hecho un poco más valientes a golpe de diagnósticos, de rayos, de imágenes y pronósticos. Ha sido sin ningún mérito propio. Sin quererlo. Sin esperarlo. Un 2 de enero. Un 23 de agosto. Quizás se nos ha entrelazado una madurez forzada antes de tiempo (hecha de pérdidas-ganancias que ni imaginábamos) con dudas sobre qué estudiaré, hacia dónde reenfocaré la carrera profesional, si sabré emocionalmente integrar que la vida ha cambiado mientras me empeño en negociar con aquella-joven-sana-y-fuerte que fui durante un tiempo. Nos hemos hecho un poco más adultas al tomar según qué decisiones médicas en solitario: aceptar un tratamiento a regañadientes, asumir el riesgo que supone un ensayo y error, no rehuir de poner palabras a una maternidad que se prevé orgánicamente complicada. Nos hemos hecho un poco más privilegiadas reconociendo que, también en sanidad, solo es cuestión de suerte haber nacido en un parte del mundo que permite, en la medida de lo posible, ir ofreciéndonos alternativas terapéuticas que preparan el terreno para un futuro con (aún más) mejor calidad de vida.

Convivir con la cronicidad de un diagnóstico es un desgaste sutil y continuado. Va cuajando, gota a gota, como una lluvia fina que humedece, casi en silencio, la propia tierra y la de al lado. Es habituarse a las mañanas que sostienen un dolor físico, a un mal que aprendes a afinar entre el 0 y el 10 de la escala visual analógica. Es poner la mano sobre el abdomen, a escondidas, tras la mesa, porque vas intuyendo que será difícil digerir aquella comida y quieres evitar a toda costa, ante el grupo, la pregunta de si te encuentras bien o si hay algo que te haya sentado mal. Es dominar el argot de las incapacidades y de la técnica hospitalaria. Es no perderse en la secuencia de los protocolos que ya llevas bien integrados, tampoco entre los tecnicismos que llenan cada uno de los informes de alta que tienes acumulados. Es saberte el número de paciente de memoria y la extensión de la centralita de los especialistas que te atienden en el hospital. Es tejer un vínculo cercano, casi especial, con el personal de la farmacia y que, tan solo al entrar por la puerta, como quien sabe que siempre pides un cortado descafeinado para llevar, reconozcan la medicación que te falta. Es no tener un manual de actuación el día que la angustia y el miedo entran decididas, sin llamar a la puerta de casa. Te preguntas si alguna pieza de dentro del cuerpo estará fallando y te sorprende cómo salen a la luz mecanismos de supervivencia que llevabas guardados bajo la manga. Es negociar qué espacio le cedes a la rabia, la desesperanza o la culpa de estar preocupando a los padres, a quienes amas, a quienes están más cerca cuando te fallan las ganas. Es hacerte la raya en los ojos, ponerte aparentemente bonita para la fiesta del viernes noche, tras una gincana por consultas externas, bajo un TAC o recogiendo resultados de una analítica que te ha hecho llorar por aquellas cifras no acaban de estabilizarse. Es el equilibrio entre aprender a pedir ayuda profesional o callar y, entonces, con el orgullo acompañado de una sonrisa fingida en la cara, creerte que esta vez podrás sola. Y tropezar una vez más, porque sola no vas a ninguna parte. Es también, hoy, la vergüenza conjugada en femenino que se presenta en la intimidad física compartida. Encontrarte buscando, dentro de ti, con lupa, donde debe esconderse la belleza camuflada entre centímetros y centímetros de piel cicatrizada.

Estamos a años luz de la juventud idílica, de una vitalidad de eslogan. Y vemos muchos rostros asustados en las salas de espera del Clínic o del Vall d’Hebron. Cruzarnos con sus miradas nos remueve porque nos confirma que existe una juventud físicamente incapaz de estar en condiciones para ir de una parte a otra, que clama por poder no-poder-con-todo, que tiene necesidad de parar a hacer una pausa forzada a media mañana y a media tarde. Tan sencillo como eso. Estamos del lado de los que ahora mismo se preguntarán si podrán, algún día, recuperar una agenda vacía de citas médicas y controles de medicación, o volver a salir a bailar sin tener que sostener ningún mal. Hemos probado, entre los veinte y los treinta, lo que supone empezar a reconocer que una enfermedad o un accidente nos descubren otra versión de lo que somos. La versión que integra de lleno, queramos o no, el misterio que es la vida (delicada y resiliente por todos lados). La versión que nos presenta preocupaciones que asociamos a otra edad. La versión que nos reordena a diario la escala de prioridades. Y nos hemos encontrado, ambas, compartiendo este presente, expresando el deseo de hacernos conscientes de que la vida es aquí y ahora, reconociendo entre vivencias un anhelo que nos mueve a gastar la vida amando (sobre todo) cada una de nuestras partes vulnerables. Para acoger, cerca de las grietas físicas, brotes de nuevas posibilidades.

Imagen propia de Sanja Rahim

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