Si la habéis visto, sabéis de qué os hablo. Difícilmente habréis conseguido olvidarla. La grabación de la madre desesperada en el bote salvavidas buscando su bebé de 6 meses que se hunde en el mar es de las imágenes más impactantes y descarnadas que he visto en los últimos años. Encontrártela durante 48 horas de forma repetida, compartida o comentada en el timeline de Twitter, te obliga a silenciar el volumen del móvil cada vez. Para alguien que es padre de tres criaturas, una de ellas de 4 meses, es un visionado de una violencia inigualable. Solo de pensar en ello, el pánico se apodera de ti. Un bebé de seis meses no es un angelito que flota en el mar, sino un peso muerto incapaz de sostenerse, con mínima fuerza en los brazos y piernas y que dentro del agua se hunde como el plomo sin poder ni reaccionar.

El contenido vulnera cualquier código ético de comunicación. Mostrar el sufrimiento en directo de las personas es pornográfico y deshumanizador. Pero no podemos negar que es real. Y así como es auténticamente real para la persona que lo vive, cada vez se hace más inverosímil para nosotros. No es que seamos insensibles. Es que nos es muy barato desconectar de la realidad. Tan solo hay que pulsar un botón y seguir friendo las croquetas de la cena de esta noche. La pantallización de nuestras vidas también era esto, la puerta a la irrelevancia más profunda de todo lo que nos rodea a más de cinco metros. Cuando una pantalla se interpone entre yo y la realidad, la distancia se vuelve infinita y la respuesta imposible.

Ahora bien, el grito te persigue. No por grandilocuente deja de ser verdad que en nuestra vida todo se decide por la respuesta que damos al grito. No es la imagen lo que pide respuesta. En parte la imagen, si inmuniza, es porque en su saturación contribuye a aumentar el ruido. El ruido ensordecedor hace desaparecer todo silencio y por tanto elimina todo contraste. Desaparece el grito. Y sin grito no hay respuesta. Que hoy nos cueste más de entender la presencia o ausencia de Dios, es también en parte porque Dios, si se manifiesta, lo hace como una voz y no como una imagen. Así lo relata toda la tradición monoteísta. «Si oyerais hoy su voz …», decía aquel.

Pero no es solo el ruido el que esconde el grito. Tiene que haber algo más. En una sociedad donde nacen tan pocos niños, se nos hace más difícil entender el grito desesperado de una madre. Nada puede hacer aumentar más el rango de nuestra sensibilidad hacia el Otro que la paternidad/maternidad. No hay demanda más infinita que la del grito de un niño a medianoche desesperado de hambre -o lleno de angustia existencial-. Nunca sabremos si nuestra sociedad es estéril y por lo tanto no tiene hijos, o no tiene hijos y eso la ha vuelto estéril. Estamos enfermos. Hemos dado la espalda a la vida. Ciertamente cuesta imaginar un futuro para nuestra civilización. Pero siempre hay una puerta abierta a la esperanza. ¿Cómo liberarnos de toda esta indiferencia que nos atenaza? Yo tengo una respuesta que me ha servido, pero que no tiene billete de vuelta. Si no has escuchado nunca el grito a medianoche, si no has llorado de verdad, y quieres aprender a hacerlo, sé padre.

[Imagen de Samuele Schirò en Pixabay]

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Licenciado en matemáticas y master en filosofía. Profesor adjunto en la Cátedra de Ética y Pensamiento Cristiano del IQS-Universitat Ramon Llull. Ha sido director del centro de estudios Cristianisme i Justícia y es autor del cuaderno CJ Fiscalidad justa, una lucha global.
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2 Comentarios

  1. […] Cuadern. Hace unos días se publicaba en este blog una acertada y emocionante reflexión alrededor de la imagen terrorífica de una madre que lloraba la desaparición de su bebé de seis […]

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