Josetxo Ordóñez Echeverría. Uno de los fenómenos más extendidos en nuestra aún joven democracia es el creciente protagonismo social y político de los tribunales. Los ejemplos son múltiples y vienen a nuestra memoria resoluciones judiciales de cualquier jurisdicción que han puesto en el debate público el papel de los jueces y tribunales en los conflictos sociales y políticos. Por citar algunos: la peripecia del Pleno de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de noviembre de 2018, que dio marcha atrás en su primera jurisprudencia sobre el pago del impuesto de actos jurídicos documentados en la constitución de las hipotecas, rectificándola en favor de la banca. Los casos judiciales del 3% (Cataluña), Gürtel (Madrid) o ERE (Andalucía) que contaminan gravemente la honorabilidad de partidos “de gobierno” y su capacidad de gestionar los bienes comunes. La sentencia condenatoria -con matices llamativos según el cónyuge- en el caso Nóos o la instrucción por delitos de fraude presuntamente cometidos en Suiza por Su Majestad el Rey Juan Carlos levantan nubes de polvo mediático a favor y en contra de la Corona y de la forma monárquica del Estado, nada menos. La resolución del conflicto entre las instituciones centrales y catalanas a través de la condena por sedición y otros delitos de la mayor parte del Govern y de miembros de la Mesa del Parlament o a través de la inhabilitación política por desobediencia del último President de la Generalitat catalana. Las sentencias judiciales que enmiendan la plana a ejecutivos central y autonómicos sobre medidas de confinamiento y restricción de libertades fundamentales en el contexto de la pandemia por coronavirus. Cada lectora puede quitar o añadir ejemplos a su gusto.
Aunque no es un fenómeno completamente nuevo, ni en España ni en el resto del mundo, sí que parece nueva la intensidad con la que el activismo judicial se está reivindicando en la democracia española. Frente al protagonismo judicial del que somos testigos, cabe preguntarse: ¿son los jueces agentes políticos en la democracia? Si, para Aristóteles, el hombre es zoón politikón, ¿son también los jueces animales políticos?
Judicialización de la política y politización de la justicia
Si hay quien defiende que la justicia se ha convertido en un bien de consumo y que esta es la causa de la enorme judicialización actual de las relaciones sociales, las recesiones económicas parecen desmentir el presunto desahogo económico de los ciudadanos para litigar. Más bien, las desigualdades socioeconómicas que producen las reincidentes crisis del capitalismo globalizado se reflejan en una exponencial desigualdad en el acceso a la Justicia por parte de los ciudadanos. Parafraseando a Marx: “El Derecho es fuerte para defender a los ricos y débil para defender a los pobres”[1].
En cambio, la judicialización de los conflictos de la que se trata ahora es la de los conflictos de carácter colectivo, social o político. Aquí se incluyen los conflictos que son consecuencia de la lucha de partidos, de conflictos sociales estructurales y de conflictos entre los diferentes niveles del poder descentralizado del Estado: ejecutivos y legislativos locales, autonómicos y central. Lo que el ágora democrática niega puede conseguirse a través de una resolución judicial. El foro judicial se ha llenado de cuestiones inequívocamente políticas que nunca deberían haber llegado a él. En el mundo anglosajón se ha acuñado la expresión lawfare para designar esta clase de guerra jurídica, en la que se abusa del Derecho y de los tribunales para debilitar o deslegitimar ideas y oponentes políticos. España se ha revelado como terreno fértil de lawfare.
Y es comprensible que así sea, porque los jueces tienen un extraño poder: dicen la última palabra. Los jueces son en nuestra democracia los arúspices de la justicia: escudriñan las entrañas de los hechos para dictar una decisión segura, cierta y ajustada a Derecho. Cuando un tribunal dirime un conflicto o disputa, con firmeza -o sea, sin posibilidad de ulterior recurso, inapelable-, ya está todo dicho, no hay más discusión. Ante la volatilidad de las opiniones y del discurso políticos, la sentencia judicial posee una capacidad ya casi insólita en el resto de la sociedad: certidumbre y seguridad. El lenguaje judicial tiene una cualidad performativa, realizativa: lo que declara una sentencia fija ya la realidad. Un político condenado por corrupción pasa a ser un político corrupto que cometió hechos claros y detallados en la sentencia y que no dan lugar a dudas al tribunal sobre su realidad.
Además, los jueces, aunque orgánicamente sean funcionarios del Estado, dictan sus resoluciones a título estrictamente personal. Esto significa que su relación con el Derecho es muy diferente de la de los legisladores o de los gobernantes. El art. 103.1 de la Constitución Española establece que la Administración pública actúa “con pleno sometimiento a la ley y al Derecho”, pero también “sirve con objetividad los intereses generales”. Al contrario, el art. 117.1 de la misma Constitución dice que los jueces están “sometidos únicamente al imperio de la ley”, sin aludir a los intereses generales. Este matiz no es despreciable y pretendería delimitar y restringir alguna posible tentación creadora de Derecho por parte de jueces y magistrados demasiado progresistas u osados.
A pesar de la Constitución, el sometimiento a la legalidad no significa que los jueces repitan en un eco las disposiciones legales. El Derecho es un dato, el más importante para construir una decisión judicial, pero no el único. Como dice el profesor Alejandro Nieto: “No es que el juez esté en manos del Legislador […] es la ley la que está en manos del juez”. Y, ¿qué es la Ley? Pues “para un juez solamente es ley la interpretación que él mismo hace de ella”, afirmación esta del influyente jurista alemán del s. XIX Karl Binding. Así que en las democracias constitucionales se ha aceptado la innovación jurídica judicial y en las facultades de Derecho se estudia un Derecho Judicial, diferente del Derecho emanado de los poderes legislativo y ejecutivo. En España, la jurisprudencia constitucional, las sentencias de casación del Tribunal Supremo y de los Tribunales Superiores de Justicia de las CC.AA. son ejemplos canónicos de este Derecho Judicial.
La judicialización de los conflictos políticos conlleva la politización de los conflictos judiciales. Esto es un hecho y admitirlo no debería molestar a los jueces y magistrados. En cada caso concreto llevado a juicio, el ejercicio del poder judicial es, en principio, apolítico. La primera función, y la más intuitiva, del Poder Judicial es simplemente la resolución de conflictos particulares. Y ahí sí que se puede decir que la acción judicial es apolítica. Pero los tribunales cumplen con otras funciones.
La primera consecuencia de la judicialización-politización es el manifiesto enfrentamiento que el Poder Judicial tiene con el Poder Ejecutivo. Ahí, los jueces y magistrados cumplen con una función de neutralización política. Su labor debe ayudar a superar dialécticamente la contradicción entre justicia formal y justicia material. Es decir, componer las contradicciones entre la igualdad formal (“todos son iguales ante la ley”) y las desigualdades sociales (“algunos son más iguales que otros”). A menudo, los jueces han usado la aplicación directa de los derechos humanos fundamentales (contenidos en tratados y convenciones internacionales o en la constitución) para poner en su sitio la justicia social dentro del ordenamiento jurídico. Es lo que técnicamente se llama “control de constitucionalidad de la legislación ordinaria”.
Sin embargo, los tribunales tienen otra función, instrumental, que es la de control social. Las sentencias firmes en los casos particulares tienen efectos extrajudiciales, pues pueden afectar a grupos sociales en controversia con el Poder Ejecutivo. Este control social es el efecto político más importante.
Legitimidad, capacidad e independencia del Poder Judicial
Aceptar la politización del quehacer judicial es verdad que produce resistencias entre la judicatura española. Es así porque cuestiona profundamente los tres pilares del Poder Judicial: la legitimidad, la capacidad y la independencia.
El intervencionismo judicial que se enfrenta con los Poderes Legislativo y Ejecutivo cuestiona su legitimidad, ya que los jueces no son elegidos democráticamente. Cuanto más politizados están los jueces y más politizadas sus decisiones, más evidentes son las dudas sobre su legitimidad.
La capacidad significa tanto el marco procesal que fija cómo se “dicta justicia”, como los recursos para llevar a cabo las funciones judiciales. La politización de los jueces también cuestiona la capacidad, no solamente para juzgar (o sea, la formación y la preparación técnica de los mismos jueces) sino “para hacer ejecutar lo juzgado” (o sea, los recursos humanos y materiales de la administración de justicia). Los grandes procesos de corrupción política (fraude fiscal, malversación de fondos públicos, tráfico de influencias, cohecho, prevaricación, blanqueo de capitales, asociación ilícita, etc.) son ejemplos históricos que ponen a prueba la capacidad de los tribunales, en España procesos solo a veces resueltos satisfactoriamente (lo que cuestiona no solo la capacidad, sino también la voluntad política de los tribunales).
Existe una interesada confusión: la independencia judicial no es una característica exclusiva de las democracias. Es decir, aunque sea una condición necesaria, no es suficiente para definir un sistema de organización judicial democrático. Es conocido el caso de muchas dictaduras en la historia que preservaron la independencia judicial. Por ejemplo, el franquismo arrebató a los tribunales ordinarios la jurisdicción sobre la persecución de los crímenes políticos, mantuvo así su neutralidad política y creó tribunales ad hoc con jueces fieles al régimen[2].
Esta paradoja de la independencia judicial y dictadura/democracia tiene que ver con una mala interpretación de la independencia judicial. El conservadurismo corporativista de una gran parte de la judicatura española ha hecho menos énfasis en la independencia como salvaguarda de los derechos fundamentales de los ciudadanos y más énfasis en la independencia como conjunto de sus privilegios profesionales y como irresponsabilidad. Los jueces son irresponsables por sus resoluciones, por erróneas o “contrarias a Derecho” que sean. A nadie se le ocurre demandar a un magistrado porque su sentencia haya sido totalmente revocada por un tribunal superior o se atreva a reclamarle daños y perjuicios.
La independencia judicial es un problema que salta al debate público cuando se sobrepasan los límites de la falta de independencia que se consideran tolerables por la sociedad. Es decir, cuando los jueces abrazan sumisamente el control político de su tarea o cuando el corporativismo y la indiferencia judicial por la salvaguarda de los derechos fundamentales son demasiado evidentes.
Activismo judicial o jueces contra el abuso de poder
Finalmente, otra función del Poder Judicial es el control del abuso de poder. Para que la lucha contra el abuso de poder sea creíble y digna de una democracia, debe ser sistemática. En cambio, si esta función se ejerce de manera puntual, selectiva y alegando razones de política o de oportunidad judicial, degrada la democracia. Por ejemplo, si la persecución judicial de la corrupción política no es sistemática, sino puntual y selectiva, como ocurre con demasiada frecuencia, no es de extrañar que amplios segmentos de la sociedad desconfíen del Poder Judicial. El doble rasero siempre erosiona la credibilidad del Poder Judicial. La violencia de la derecha no se ha perseguido con igual contundencia que la violencia de la izquierda; realidad que no solamente es española: el ejemplo de los tribunales alemanes de la República de Weimar es el primero que se puede mencionar.
La politización de la justicia es síntoma de la orientación política de los jueces. Es una cuestión de ideología jurídica. Hay muchos casos de activismo judicial que son conservadores políticamente, cuando no reaccionarios. El filósofo del Derecho Boaventura de Sousa Santos defiende la idea de que así como el actual Estado de Derecho “transforma los problemas sociales en derechos individuales”, los tribunales transforman los conflictos sociales en disputas individuales. Es decir, “tienden a desalentar la acción y la organización colectivas”. El actual intervencionismo judicial en España puede tener como objetivo este “desarme social”. Una mirada crítica para medir la bondad del activismo judicial sería la recuperación de la politización de las disputas individuales y no su desactivación colectiva. El Poder Judicial no siempre habrá de actuar como mecanismo de solución de conflictos (individuales); también tendrá que actuar como mecanismo de creación de conflictos (estructurales): para conceder derechos a comunidades políticamente excluidas, por ejemplo.
Al principio de esta reflexión, se ha citado un fragmento del artículo 117.1 de la Constitución Española. Ahora, se vuelve a este artículo para hacer notar que el lenguaje constitucional es más significativo de lo que sus redactores imaginaron. Cuando la Constitución declara que “la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados” escribe justicia y pueblo con minúscula y Rey y Jueces con mayúscula. El mundo al revés.
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[1] La frase atribuida a Karl Marx es: “El Derecho es fuerte con los débiles y débil con los fuertes”.
[2] El Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, y el posterior Tribunal de Orden Público, antecedente inmediato de la actual Audiencia Nacional.
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