Internada, en una cama que no es la suya, yace una mujer que acaba de cumplir ochenta y dos años que no representa, por su rostro y manos sin arrugas. Hasta hace diez días era “la señora de la casa” que cocinaba para toda la familia, aunque confiesa que se sentía un poco cansada y “desanimada”, con poca voluntad para hacer algo más allá de la rutina doméstica.

De “profesión labores”, como figuraba antes hasta en los documentos oficiales, o “ama de casa” que se ocupa de los oficios del hogar…, esas acciones tan fundamentales como invisibles que han desempeñado tantas mujeres a lo largo de la historia. Aunque de esta “profesión” quizá la más difícil e invisible ha sido la de responsabilizarse de administrar las existencias, es decir de “la economía doméstica” en los días de abundancia y en los de escasez. Sin que se note, sobre todo en ellos.

Rosa supo llevar esa vida de esposa durante sesenta años, de madre de tres varones –además de un hijo que perdió y nunca olvidó- y de abuela después. Supo de algunos grandes dolores que compartía en voz baja, o callaba y tan sólo translucía en algunos suspiros. Pero casi siempre levantaba la cabeza con una sonrisa luminosa y supo disfrutar mucho de las risas, paseos, juegos, así como cultivar relaciones y solidaridades. Su atención a las necesidades y su generosidad iban más allá de la casa, se extendían a hermanos, primas, sobrinos… hasta pocos días antes de esta internación.

Ahora está ahí, en su lecho de enferma terminal y toda la familia tratando de asimilar el golpe inesperado. El deterioro es visible día a día, el diagnóstico es inapelable, además su color lo delata, así como las muchas horas que pasa durmiendo.

Cuando está despierta está totalmente lúcida, ubica los días, sabe quién ha ido a visitarla, dialoga con total claridad mental, sus ojos y su sonrisa permiten reconocerla más allá del color de la piel y el adelgazamiento. La vida, las relaciones, el mundo, le interesan y pregunta por unos y otros, hace comentarios pertinentes y mantiene su coquetería.

– Perfúmame –me pidió uno de los primeros días-.

– Tía, qué buen perfume trajiste, perfume francés: ¡Poéme de Lancome, nada menos!

Ella se ríe, y comenta que le costó caro, pero le gusta ese. En estos días se ha convertido en un rito perfumarla y/o recordarle a los hijos que la perfumen cuando se despierta. Eso la hace sonreír y estar plenamente en el mundo de los vivos.

Cuando se le caen los párpados y se duerme profundamente, aunque un instante antes estaba hablando, la muerte deja ver ostentosamente su trabajo eficaz y rápido.

Impresiona ver a este “segador esforzado”, en expresión de León Felipe, hacer su labor descaradamente a la vista de quien quiera verlo; se mueve con celeridad: hunde los ojos, frunce la boca, hace temblar las manos como en espasmos. Seguramente trabaja todo el tiempo, pero aprovecha el sueño para avanzar y parece tomarse solo un breve descanso –ella, la muerte- cuando la paciente despierta, sonríe y habla.

Tantas veces hemos visto esto, sin embargo siempre es nuevo e inquietante. Conmueve ver esa labor del segador, el fin de una vida, el tránsito de la vida a la muerte.

Pero también otros trabajan: “el enanito”, “el reparador de sueños” al que le canta Silvio Rodríguez, parece competir en esfuerzo y eficacia con la muerte. Aunque en realidad Eros y Thanatos no compiten, cooperan a su modo como en la naturaleza toda. “Vivimos de muerte, morimos de vida”, retoma Edgar Morin ese aforismo de Heráclito.

Danza así la fuerza de la vida junto a la cama de la enferma dulcemente perfumada, como en vuelo de mariposas o en aletear juguetón de colibríes en torno a las flores o al agua.

Así, si impresiona la labor de la muerte socavando el cuerpo, también asombra y maravilla la capacidad de las fuerzas de la vida, haciendo “su tarea mejor”: acercando a los distantes, poniendo el diálogo a personas que no se ven hace años o que nunca traspasaron el nivel de relación superficial y ahora pueden abrazarse, mirarse a los ojos o hablarse desde la hondura de su experiencia vital, con apertura y autenticidad inusitadas.

Ante la expuesta fragilidad de la vida a merced del rápido trabajo de la muerte, caen las máscaras, los egos y los prejuicios, caen las defensas que en otros momentos imponen distancias absurdas. El “segador esforzado” trabaja rápido, pero también en forma diligente y hasta traviesa “llega el enanito y hace su tarea mejor”, “el reparador de sueños”: tejiendo, zurciendo “enmendando lo roto” en la familia que estaba dispersa –por diferencias o por negligencias- y ahora se congrega en estos instantes supremos.

Rosa ya no se levanta, ya no ingiere alimentos, pero allí está cerrando su vida y congregando a su alrededor. Todos quieren acompañarla, estar allí junto a ella, pero también cuidarse y sostenerse unos a otros.

Cuando las enfermeras arreglan la cama y la higienizan, el familiar que está en ese momento a su lado debe recordar la consigna: abrir el cajón de la mesa de luz, tomar el perfume francés y perfumarla. Recibe a cambio la sonrisa agradecida y pícara. Quizá ella lo compró “caro” intuitivamente para estas unciones de pasaje, ya que el frasco estaba lleno, no tenía uso.

[Imagen de randomhh en Pixabay]

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Uruguaya, laica, docente y escritora. Formada en Filosofía y Teología. Autora de los libros ¿Espiritualidad uruguaya? Una mirada desde la teología posconciliar (2013), Espiritualidad nazarena, una mirada laical (2015); Historias mínimas. Rendijas al misterio humano (Rebeca Linke, 2019; Grupo Loyola, 2020). Miembro de Amerindia, del consejo directivo de Cáritas Uruguay y del Equipo de Formación y Espiritualidad a nivel latinoamericano.
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