Bernardo Pérez Andreo. La crisis energética que se avecina, de la que hablamos no hace mucho, tiene como corolario la exigencia de que todo aquello que requiere petróleo para su producción y distribución también llegue a su fin. No se trata solo de la aplicación inmisericorde de la segunda ley de la termodinámica, que rige los destinos de todo sistema productivo aplicada como ley de rendimientos decrecientes. Esto lo sabemos desde hace mucho tiempo: es imposible, en un sistema termodinámico cerrado, como es el planeta Tierra, que exista un orden durante un tiempo ilimitado. Es justo lo que sucede con el clima. Durante los últimos 250 años, tras la Revolución industrial, hemos estado externalizando el desorden termodinámico producido por el modelo productivista hacia el clima. El sistema climático en su conjunto lo ha estado asumiendo, produciendo de forma imperceptible para nosotros una modificación de los patrones climáticos cuyas consecuencias empezamos a barruntar ahora que vemos palpablemente sus efectos.
El efecto climático de la externalización del sistema productivo, basado en la quema de combustibles fósiles, es el más evidente y ya empezamos a verle las orejas al lobo. Lo que es aún poco evidente para la inmensa mayoría es que el sistema productivo actual tiene su base absoluta en el uso de la energía fósil que la Tierra ha almacenado durante millones de años, convirtiendo la energía solar en carbón, gas o petróleo. Según algunos autores, vivimos en el antropoceno, pero es más apropiado llamarlo oleoceno, pues es el petróleo, el oleo, el que rige esta era. Nuestra civilización es posible gracias a este líquido maravilloso que concentra una enorme energía en muy poca cantidad de materia y además es muy versátil. Con él se producen los combustibles insustituibles que mueven la industria, la maquinaria pesada y el transporte. Se producen los plásticos, de los que están hechos la mayoría de productos que tenemos a nuestro alrededor, incluyendo la ropa. Se producen pinturas, disolventes, jabones y detergentes. También, y más importante, se producen fertilizantes y plaguicidas. En todos estos casos, el petróleo es sustituible, pero no en las cantidades que la sociedad requiere. Es más, sin petróleo, la civilización actual desaparecería en unos pocos años; solo podría subsistir la quinta parte de la población actual.
El petróleo está presente en todo lo que hace que esta civilización progrese de manera infinita. Sin él, el sistema productivo que sostiene a más de 7.500 millones de seres humanos (aunque casi un tercio apenas se benefician o pasan), se hundiría irremediablemente. En primer lugar, porque la única agricultura que puede asegurar alimento para tanta gente es la intensiva. Los experimentos agrarios sin uso de abonos químicos y plaguicidas, amén de que siguen utilizando combustibles fósiles para su mecanización, son escasamente productivos y su rentabilidad depende de las subvenciones o de la conciencia de los consumidores. Un terreno que se explote como hace 200 años, sin abonos químicos, en pocos años deja de ser rentable, una vez que las plantaciones han extraído el nitrógeno que naturalmente está en la tierra o el que se pueda aportar con abonos naturales. Si no se utilizan plaguicidas, que son químicos en su inmensa mayoría, la concentración de muchas plantas llevará a la proliferación de plagas y estas acabarán con la producción. No es posible una gran producción si no se concentran grandes cantidades de plantas, y si se hace, habrá plagas, se trata de una ley biológica. Reducir la concentración de las plantaciones es solución si se reduce a su vez la población que depende de esas plantaciones.
Una solución que se puede dar a este problema es el decrecimiento económico y poblacional. Si reducimos la cantidad de producto consumido sería posible llegar a un equilibrio entre lo que el planeta puede aportar y lo que la civilización necesita. Se trata, en primer lugar, de eliminar la producción de todo lo que no sea necesario para evitar detraer recursos imprescindibles. Si hablamos de alimentación, es forzoso eliminar, por ejemplo, la producción de cereales en África que alimentan el vacuno americano procesado en hamburguesas de cadenas de comida basura. Hay que impedir la producción de todo lo que tenga una huella ecológica alta, especialmente los que generen una gran huella hídrica. La FAO estima que el 70% de la huella hídrica del planeta está asociada a la producción de alimentos. Producir un kilo de carne de vacuno, por ejemplo, implica el despilfarro de 15.400 litros de agua; no por lo que consuma directamente el animal, sino por el alimento que ingiere. Es más rentable, por tanto, alimentar a la población con los cereales que come el ganado que con el ganado mismo.
Ahora bien, no es suficiente con la reducción del consumo. La reducción de tierras cultivables, según la FAO, hará imposible en 30 años poder abastecer el incremento poblacional que se espera. Junto a esto, la pérdida de fertilidad del terreno cultivado es otro elemento que se suma a los males que nos aguardan. Ni podemos ampliar las tierras de cultivo, ni estas darán más recursos, al contrario, la tasa de explotación solo va a disminuir. Hemos llegado al pico máximo extractivo en casi todos los recursos y eso tiene un efecto generalizado.
La única solución viable es una reducción paulatina de la población, acompasada a la disponibilidad de recursos. Una civilización que consume el equivalente a 2.5 veces la capacidad de reposición del planeta, es una civilización condenada a la extinción. Hemos de reducir drásticamente nuestro consumo de recursos, y la contaminación asociada, y hemos de reducir el número de habitantes mediante una planificación ordenada. De lo contrario, la reducción vendrá impuesta por el modelo de mercado neoliberal: quienes tengan acceso a los recursos sobrevivirán, quienes hayan sido expulsados del acceso morirán.
La civilización capitalista neoliberal ha llegado a su cénit. Es imposible ir más allá. Deberá mutar para poder subsistir. Es imposible mantener el modelo civilizatorio más allá de unos años. Dos soluciones se atisban en el horizonte. La racional: reducir la vida a lo estrictamente necesario y planificar la población; y la irracional, propia del modelo neoliberal capitalista: dividir el mundo en dos, de un lado los que vivirán bien, del otro los que pelearán entre ellos por sobrevivir mientras siguen produciendo.
Imagen de Peggy und Marco Lachmann-Anke en Pixabay
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