Javier Vitoria. La pandemia y el estado de alarma han suspendido las eucaristías y celebraciones litúrgicas públicas de la Iglesia. Esta suspensión insólita ha coincidido con los tiempos litúrgicos más importantes de la Iglesia: Cuaresma y Pascua, incluida la celebración del Triduo Pascual. Las nuevas tecnologías, vía internet, nos han dado la oportunidad de “celebrar” telemáticamente la eucaristía. Yo mismo he “celebrado” el Triduo Pascual y las eucaristías de los domingos de Pascua en las celebraciones por Youtube que los jesuitas ofrecen diariamente.
En estas circunstancias muchos se han preguntado si en el futuro la Iglesia no debería convertir en habitual esta forma de celebración eucarística. En paralelo con lo que va a ocurrir con el teletrabajo y la telenseñanza.
Mi respuesta pasa por el tamiz de la experiencia personal. Soy un cura habituado a presidir eucaristías de comunidades parroquiales, integradas por mujeres y hombres con los que convivo diariamente en el trajín propio de un barrio de mi ciudad. Ni por lo más remoto se me ha ocurrido celebrar el Triduo Pascual y las eucaristías dominicales pascuales en mi casa, conmigo mismo, ya que este año, por primera vez en cincuenta y dos, no podía ni presidir, ni asistir a las celebraciones. Tampoco lo he hecho vía Skype con mi pequeña comunidad, aunque los días del Triduo Pascual y los domingos nos hayamos reunido para orar por ese medio.
He acudido a la oferta telemática de los jesuitas. Estoy muy agradecido a su servicio, en cuya realización han puesto calidad cristiana y calidez humana. Indudablemente sus eucaristías me han ayudado a vivir la pascua del Señor en tiempos de pandemia. Me parece singularmente destacable su liturgia de la palabra. No siempre quienes se sientan en los bancos de las celebraciones dominicales escuchan homilías tan fieles a la Palabra proclamada, tan bien contextualizadas en el hoy y tan entendibles desde la perspectiva de la comunicación.
Las celebraciones telemáticas me han parecido una ayuda espiritual importante y complementaria a la de nuestras reuniones comunitarias para orar. Sin embargo, he echado en falta la dimensión comunitaria sacramental de la celebración eucarística.
El vínculo comunitario que crea un sistema telemático no es materia suficiente para la eucaristía, el acontecimiento cumbre del encuentro con Dios de la comunidad cristiana en la memoria de Jesús de Nazaret (pan partido y compartido) por acción del Espíritu invocado.
Los actuales medios telemáticos ofrecen una posibilidad de comunicación entre las personas, impensable hasta hace muy poco tiempo. Todavía hace unos días unos buenos amigos, con un hijo casado en Australia, me contaban lo felices que eran porque podían ver a sus nietos y hablar con ellos por videoconferencia. Nos tenemos que felicitar porque esta posibilidad existe. No hace tanto tiempo que había que soportar horas de demora para poder hablar telefónicamente con un familiar que vivía en otro pueblo de tu propia provincia. Pero no podemos olvidar algo que nos ha enseñado este tiempo de confinamiento y distancia social: un abrazo y un beso tienen más calidad y calidez humana que una videoconferencia; tocarse más que verse en pantalla; beber y comer juntos más que wasapear juntos.
Así lo entendió Jesús. Nos invitó a sus discípulos y discípulas a compartir una Cena y no, una reunión en memoria suya. Todos lo sabemos: no es posible cenar telemáticamente. La presencia de la comunidad en el lugar donde se celebra la Cena del Señor me parece elemento fundamental o imprescindible para la plenitud de la dimensión sacramental de la eucaristía.
El término «sacramento» evoca el «encuentro» con Dios en la historia y no simplemente, su «Presencia» Trascendente. La Presencia de Dios en el mundo depende de su voluntad, cumplida en la efusión del Espíritu Santo sobre toda la creación, que también es el de Jesús resucitado. El «encuentro» de Dios con los hombres y las mujeres depende de la activación sinérgica de la Presencia con realidades humanas. En la tradición cristiana esta posibilidad ha acontecido en Jesucristo (sacramento originario del encuentro con Dios), en la Iglesia (sacramento fundamental) y en los sacramentos que son signos en los que la Iglesia decidió oficialmente hacerse presente como tal, explicitando su ser, reafirmando su fe y comprometiendo su misión.
Esta presencia eclesial debe sustanciarse en comunidad presente en la celebración de todos los sacramentos, incluido el de la penitencia por mucho que se empeñen en lo contrario algunas autoridades eclesiásticas. Pero se hace especialmente perentoria en la eucaristía donde celebramos la Cena del Señor. ¿Cómo puede tener lugar esa cena, si los comensales invitados no asisten? ¿Cómo se producirá el acontecimiento del encuentro con Dios en la memoria de Jesús y la efusión del Espíritu sin la experiencia humana de haber sido invitados a comer juntos por un anfitrión que es Dios? Quien preside la Cena lo hace en nombre de Cristo, Cabeza de la Iglesia, pero es el servidor en la mesa porque (se supone) lo es en la vida diaria de la comunidad. En ningún caso puede sustituir a los comensales en la celebración. Sin comensales no hay servicio.
Se me puede decir, con toda razón, que muchas veces –quizás demasiadas- también es escasa la entidad comunitaria de las eucaristías presenciales. No voy a entrar hora en la cuestión. Solamente añadiré una última reflexión para concluir.
Como justificación se suele utilizar el principio clásico «supplet ecclesia» (CIC 144), que expresa el poder de dispensa de la Iglesia cuando los sacramentos no son administrados según las normas del ordenamiento eclesiástico. Pero cuando se recurre a él de manera habitual, estamos poniendo disculpas para no abordar el gran reto pendiente de la reforma litúrgica propuesta por el concilio Vaticano II, que quedó empantanada, tras la aprobación del uso de las lenguas vernáculas en la celebración de la eucaristía.
Imagen de Marek Studzinski en Pixabay
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