Albert Florensa. La pandemia nos ha sorprendido con tres hechos: a) no lo podemos todo; b) todos estamos relacionados entre nosotros y con la naturaleza; c) hay gente que se entrega a los demás más allá de lo exigible.
a) No lo podemos todo
Desde el Renacimiento, pero definitivamente a partir de mediados del siglo XVIII, nuestra sociedad ha creído que la ciencia y la técnica nos librarían de todos los apremios de la naturaleza, solo era una cuestión de tiempo. Tanto es así, que muchos han comenzado a calificar la vejez de enfermedad y ya se prueban medicamentos contra esta nueva afección. Más aún, fortunas de Silicon Valley están dedicando grandes cantidades de dinero para conseguir la inmortalidad. Se habla de superar los límites biológicos, incluso los cognitivos que caracterizan al hombre, y de esta manera iniciar una nueva era para la humanidad: la del transhumanismo.
Pero resulta que la cosa no es tan evidente y un virus lo ha puesto de manifiesto crudamente: no lo podemos todo. Cuando parecía que la aproximación heideggeriana al ser humano como «ser para la muerte» devenía obsoleta, ha resultado que sigue siendo sugerente. Sí, teníamos enfermedades incurables, pero no pandemias, y sin estas se puede disfrazar mejor la muerte. Ahora es muy difícil disimular nuestra impotencia, porque incluso nos vemos obligados a transformar los espacios de ocio en tanatorios.
Claro que tenemos que seguir investigando, ideando y construyendo, todas ellas son características antropológicas, pero a la vez debemos ser conscientes de nuestras limitaciones. Precisamente esta conciencia nos ayuda a ser profundamente humanos. La vulnerabilidad hace que nos preguntemos por nuestra existencia y, a la vez, nos hace más libres a la hora de responder a esta cuestión esencial. Sabernos limitados también impide que nos autoexplotemos -muy propio de nuestros tiempos, como nos señala Byung-Chul Han- y muy posiblemente nos abrirá el camino para no explotar a los demás.
b) Todos estamos relacionados entre nosotros y con la naturaleza
Desde los años ochenta del siglo pasado, en nuestras sociedades nos han hecho repetir dos mantras: «no hay sociedad, solo individuos», y «no hay alternativa» [al modelo de sociedad en que vivimos]. El sociólogo Zygmunt Bauman afirma que en estas sociedades se ha producido el fenómeno de la privatización de la vida: tú y solo tú tienes que sacarte las castañas de fuego; nadie se preocupará de ti; no hay que perder el tiempo ni con el altruismo, porque estarás perdiendo oportunidades, ni pensando, ni mucho menos proponiendo otros modelos de sociedad, porque también estarás perdiendo el tiempo además de las energías y el prestigio.
Otro hecho, la irrupción masiva de las pantallas en nuestras vidas está provocando que la mirada de los demás haya perdido en buena parte la capacidad de convertirse en la fuente de la ética, de la que nos hablaba Emmanuel Lévinas.
Y ahora, en medio de la pandemia, nos damos cuenta de que tenemos que velar los unos por los otros, que nos necesitamos más que nunca. Por eso no salimos, nos ponemos mascarillas y renunciamos con dolor a acompañar a nuestros seres queridos, incluso a la hora de su muerte: todo ello para protegernos mutuamente.
Dada la fragilidad del sistema complejo que conforma nuestras economías, éstas se derrumban. Además, ya hace mucho tiempo que el mercado, que es una buena herramienta si está controlada por unas buenas manos, lo hemos pervertido y ha devenido un dios implacable. Ahora el ídolo incluso dicta justicia: el pobre lo es porque quiere, porque quien trabaja y se esfuerza siempre tiene premio. Por eso el dios mercado nos hace sospechar de los pobres y odiarlos, como denuncia Adela Cortina. El dios mercado es cínico: te han echado del trabajo con 55 años, qué gran oportunidad para reinventarte. Y también es bobo, porque no se da cuenta de que las cartas están marcadas antes de la partida, que al llegar al mundo, no todos reciben el mismo premio en las loterías social y genética.
La pandemia nos obliga, si no queremos sufrir una catástrofe mayor que la de la propia pandemia, a desobedecer las restrictivas leyes del mercado y a cuestionar los dogmas que de ellas se derivan: tendremos que compartir la riqueza y dar a los que no tengan ni para habitar ni para vivir.
Más aún, la pandemia nos hace patente de forma evidente que la humanidad está conectada con el resto del planeta. El propio origen del virus, un llamado «mercado húmedo», donde los animales domésticos y salvajes se amontonan unos sobre otros en condiciones deplorables, donde excrementos, sangre y todo tipo de vísceras se mezclan, es mucho más que un símbolo del poco respeto y del poco cuidado que tenemos los seres humanos con los animales y el planeta en general. Habrá que repensar nuestras relaciones con la naturaleza y nuestra necesaria conexión con ella. Tendremos que revisar críticamente, entre otros, ciertos modelos industriales de agricultura, de ganadería y de pesca; nuestros hábitos alimenticios, y nuestra avidez de energía y de recursos. El cambio climático, la contaminación y el agotamiento de materias primas son ejemplos de los problemas que reclaman una nueva relación de los seres humanos con la naturaleza.
c) Hay gente que se entrega a los demás más allá de lo exigible
En el punto más álgido de la pandemia, cuando los hospitales estaban sobresaturados, cuando faltaba personal, cuando no había equipos de protección, la mayoría de sus profesionales fueron más allá de lo que les obligaba la ley, incluso de lo que les exigía la ética. Algunas y algunos pusieron en peligro sus vidas cuando nada más que sus conciencias podían obligarles a hacerlo. Tanto nos impresionó su entrega que empezamos a aplaudirles y, actualmente, les seguimos aplaudiendo.
Preferiríamos que nadie tuviera que llegar a estos extremos y deberíamos velar para que estas circunstancias terribles no se volvieran a dar. Sabemos, sin embargo, que existe la probabilidad de que, en un momento dado, la realidad nos plantee la opción de renunciar a aquello que tenemos todo el derecho de conservar. Estos que han renunciado han sido esenciales para su trabajo concreto, obviamente, pero también por su ejemplaridad, la que ha provocado que otros al verlos también renunciaran.
Y no solo me refiero a los médicos y las médicas, y a las enfermeras y los enfermeros. También al resto del personal que hace posible el funcionamiento de un hospital o de una residencia geriátrica, o de aquellas instituciones que acogen a personas que necesitan del cuidado y de la supervisión de otros. También a muchos científicos entregados de forma entusiasta a la investigación a pesar de su incertidumbre laboral y económica. Sin olvidarnos de los que han llevado a cabo los llamados «trabajos esenciales». Tampoco quiero dejarme a todos los que por su situación socioeconómica se han tenido que poner a trabajar en tareas de riesgo que nadie preferiría hacer, como, por ejemplo, los repartidores a domicilio.
Dejando de lado los más cualificados y reconocidos, buena parte de los que forman los colectivos que acabo de señalar quedan normalmente invisibles, no reconocidos y mal pagados, es decir, forman parte de los que nuestra sociedad califica de «pringados» y «pringadas», un término que define bien a aquellos que, en palabras de Ignacio Ellacuría, son capaces de «hacerse cargo de la realidad», «cargar la realidad» y «encargarse de la realidad»; en definitiva, los que son capaces de meter las manos en la realidad y, obviamente, acaban «pringándose».
Resulta que un colectivo formado por muchos «pringados» y todavía más «pringadas» se ha convertido en clave para defendernos de la pandemia. Sin ellos el desastre hubiera sido mucho mayor.
Cuando revisamos la Historia descubrimos que, cuando las cosas van mal, suelen ser los «pringados» y las «pringadas» los que trabajan, dan la cara y, a veces, mueren para que el resto salgamos adelante. Cosa curiosa en una sociedad que alaba el éxito y el reconocimiento, y que a menudo se burla de los que se entregan gratuita y anónimamente.
Se dice que la filosofía es fruto de la sorpresa y de la palabra. Sorpresa no falta. La pandemia ha manifestado lo erróneo de algunas concepciones del mundo que nuestra sociedad predicaba como indudables: que lo podíamos todo; que no necesitábamos a nadie más que a nosotros mismos, y que en ninguna circunstancia teníamos que renunciar voluntariamente a nada de aquello a lo que teníamos derecho, ni mucho menos, entregarnos gratuitamente a nadie. También tenemos la palabra. Estos días son muchos los que expresan diáfanamente estas sorpresas. Esto nos hace hacernos cargo de la realidad.
En los días que seguirán tendremos que evitar caer en la trampa de la distracción y habrá que estar atentos a los gritos de auxilio de los que quedarán afectados económicamente -los mismos de siempre y unos cuantos más-, de este modo cargaremos la realidad sobre nuestros hombros.
Y habrá que encargarnos de la realidad, que no es otra cosa que, al sabernos vulnerables y estar cuestionados por el rostro de los demás, sentirnos llamados inexcusablemente a la acción concreta.
Finalmente, tal vez algunas y algunos se entregarán a los demás incondicionalmente. Tendremos que apoyarles.
Imagen de Ajay kumar Singh en Pixabay
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