Josetxo Ordóñez Echeverría. El cómic «Astérix en Italia», publicado en 2017, gira alrededor de la celebración de la primera carrera transitálica de cuadrigas. Por supuesto, Astérix y Obélix participan en representación de la Galia. Y por parte de Roma, compite un misterioso auriga enmascarado de nombre Coronavirus, secundado por su fiel escudero Bacillus. Antes de la competición, una sibila predice a Obélix que será llevado a hombros, aclamado, consagrado como campeón.
Ahora también aparecen oráculos sobre el futuro. Anticipar el tiempo próximo se ha convertido casi en un lugar común. Recibo mensajes sobre los cambios que producirá la crisis del coronavirus. Y no puedo negar que me acude el escepticismo. Muchos anuncios sobre el vuelco que se dará en las sociedades posmodernas, en el capitalismo, en el consumo, en la producción energética. Alguien habla de un futuro verde, alineado con la emergencia climática y sensible a las heridas y necesidades de la Biosfera, nuestra Casa Común. Otro, de un redescubrimiento más profundo de las interrelaciones humanas, o de la justa valoración y reconocimiento de los cuidados. El eslogan más terrible de todos los oráculos es aquel que proclama ciegamente el «todo irá bien». O aquellos otros, tan inhumanos, que dicen: «saldremos más fuertes de esta», etc.
Debo reconocer que no soy capaz de distinguir los signos que justifiquen las revoluciones que anuncian esos cambios. Porque lo que se está planteando son, efectivamente, revoluciones. La historia de la humanidad parece enseñar que las crisis son superadas del mismo modo por las sociedades humanas, con independencia del lugar y de la época[1]. Además, el cambio de época -y no mera época de cambios- se ha caracterizado, en parte, por la involución histórica. El historiador Josep Fontana hace años escribió que «debemos revisar nuestra visión de la historia como un relato de progreso continuado para percatarnos de que estamos en un período de regresión»[2]. No veo con claridad porqué justo ahora está ocurriendo algo diferente en la dinámica de los últimos decenios.
Más bien al contrario. Lo que mi mirada sobre estos tiempos de confinamiento me muestra es que se agudizan los signos de desesperanza, de desconfianza y de egoísmo. Agudizar quiere decir volverse más afilados, más hirientes aquellos signos que ya estaban ahí, que no son nuevos, pero que se muestran más cruda, más escandalosamente, quizás.
Me dirán que veo el vaso medio vacío, que me muestro fatalista y que no adopto una postura positiva. Es posible y, sin embargo, creo que me considero a mí mismo como un optimista trágico, igual que se define a sí mismo Boaventura de Sousa Santos. En lo que sigue espero explicarme mejor. Intentaré desarrollar una descripción de algunos de los signos que creo reconocer. Procuraré evitar hablar del futuro y centrarme en el presente.
Ciudad confinada y fronteras
El lugar de partida de mi reflexión es doble. El primero es un lugar físico, geográfico. Es la ciudad en que vivo confinado. La ciudad es, sobre todo, un lugar. Como dice el diccionario, en la primera acepción de lugar: «porción de espacio». La tercera acepción es, precisamente, ciudad, villa o aldea. La ciudad es una porción en el espacio y, por eso, limítrofe con otros lugares. En los límites o en las fronteras se define la ciudad. En ellos, está la medida de la ciudad, «donde acaba o pierde el nombre»[3]. La misma palabra confinamiento remite a los confines, a las lindes o rayas que limitan los territorios «hasta donde alcanza la vista», afirma poéticamente el diccionario.
Ahora mismo, la frontera de la ciudad es la frontera de mi casa durante el confinamiento: la escala de la frontera se ha achicado, se me ha aproximado[4]. Mi ciudad es más pequeña. La metáfora de la frontera de la ciudad es ahora la barandilla de mi balcón. La barandilla es el lugar limítrofe entre mi hogar y las afueras. Esas afueras en las que no solo vivimos, sino que «somos capaces de vida»[5].
Las fronteras estatales se han cerrado drásticamente a la circulación de personas, bienes y servicios, por decreto. Se han restablecido los controles fronterizos en el Espacio Schengen, que era la quintaesencia de la libertad de circulación en Europa. Y las fronteras se han movido hasta la ciudad misma.
Se ha trastocado en este empequeñecimiento de las fronteras aquello que yo suponía hogar y afueras. Lo interior y lo exterior. El yo y los otros. En pocos días, se han levantado límites y confines visibles en la ciudad. En cierta forma, estos ya estaban implícitos en ella y los conocíamos: las desigualdades sociales, los procesos de gentrificación, los sinhogar, los simpapeles, los desahuciados, los refugiados, los solos, los dependientes, las brechas de todo tipo. Pero eran invisibles a la mayoría. Ahora, sin embargo, las fronteras en la ciudad son más que evidentes y se han multiplicado.
Así que los límites, las «líneas rojas» se han exacerbado en menos de un mes y muchos de mis convecinos se han sentido autorizados a vigilar y castigar a quienes se atreven a cruzarlas.
Han legitimado las fronteras, pues piensan que les protegen del virus, de la enfermedad, de la muerte. Nada muy distinto de aquellos que llevan décadas defendiendo férreamente las diversas hipóstasis de la frontera en Ceuta y Melilla, en Libia, en Turquía, en Grecia: los muros, las vallas, las concertinas, los campos de concentración de personas refugiadas, las patrulleras guardacostas, los CIE. Nada distinto de los fenómenos de populismo punitivo y de hipertrofia sancionadora en que vivimos desde mucho antes del coronavirus[6].
Como es habitual, las normas legales dan carta de naturaleza a las conductas sancionadoras y de vigilancia que procura el poder. Tampoco es nuevo que las leyes articulen jurídicamente el discurso del saber-poder científico. Más aún, en la actual crisis pandémica, el discurso de la ciencia médica vuelve a convertirse en oracular. Y este discurso ha mostrado su prestigio social y su poder político: si no, no puedo explicar la facilidad con la que la sociedad ha llegado tan rápidamente al consenso para el «no a la libertad»; apenas he descubierto voces críticas al confinamiento. Pero también sabemos que la ciencia no es infalible. Y aunque muchos científicos siguen creyendo en el orden, el cálculo y el control científico del progreso, la medicina demuestra en esta crisis que sigue siendo esclava de la muerte y de la finitud. El confinamiento no sirve primariamente para salvar vidas sino para evitar el contagio en masa que colapsará los hospitales. El contagio y extensión de la pandemia se dan por inevitables y el confinamiento tan solo ralentiza -o racionaliza- el ritmo de los mismos.
Por otro lado, algunos discursos defienden que el coronavirus ha producido la supresión de fronteras reales y simbólicas entre nosotros; es una falacia afirmar que el virus iguala a todas las personas, que no distingue entre nosotros. No es cierto, pues aunque hay un principio biológico indiscriminado en el contagio del virus, a partir de ahí los hechos muestran las abundantes diferencias: que la posibilidad y la capacidad de resistencia, de tratamiento médico, de acompañamiento, de curación, de duelo, son desiguales. Tampoco es cierto porque la privación y la pobreza, como la salud o la enfermedad y la vida o la muerte, son acontecimientos tan genuinos en cada persona que nos individualizan y nos distinguen según la forma de enfrentarlos.
Parece que las fronteras que han modificado los límites en la ciudad confinada aumentan una realidad y estrechan otra. En mi caso, el límite de mi casa es, hoy, la barandilla del balcón. Permanecer apoyado en la barandilla es para mí un lugar-límite durante el confinamiento. Apoyado en ella, recreo una imagen del mirar y (no) ver, que es lo que, en sustancia, producen las fronteras: segregan y protegen el más acá del más allá y permiten mirar los dos costados -hacia dentro y hacia fuera- de la frontera.
La metáfora del balcón me ayuda a confrontar mis propias contradicciones: el límite permite ver en detalle los barrotes de la barandilla pero impide ver con nitidez el exterior de la ciudad, que doy por descontado. A la inversa: permite ver la ciudad, aquello que ya no alcanzo y que se me hace consciente, pero no distingo bien el interior.
Así que las fronteras han venido a mí, hasta mi hogar y han traído junto a mi balcón las realidades que esas fronteras separan. Vivir en la barandilla me inspira una cercanía a una cultura propia de la frontera, que sería la de la acogida, la de la hospitalidad. Creo que la hospitalidad solamente es posible sostenida en las manos de aquellas personas que se instalan en las fronteras, que viven vidas-puente, vidas-gozne. Personas que van al encuentro de las fronteras y hacen de engarce entre el dentro y el fuera. Personas que viven como en los zaguanes de la sociedad, en esos lugares en que se encuentran el centro y las periferias. Creo que un ejemplo de personas que representan este gozne, esta bisagra necesaria, son las migrantes, las refugiadas. En ellas está la esperanza de una frontera más humana. La construcción jurídica y política de la hospitalidad dependerá de que las personas migrantes y las refugiadas sean reconocidas como sujetos políticos, como interlocutoras, como seres dignos de tomar la palabra política e influir en la regulación legal. Todos aquellos que viven en la frontera o en tránsito en las fronteras, tienen esta misión de gozne, de ser espacios-zaguán. Esta actitud ante la frontera se hace más perentoria y más necesaria ahora. Y, además, todo esto es posible en esa porción del espacio llamado ciudad.
La frontera móvil, que se ha colocado en mi balcón, que me ha confinado, se dice que es «excepcional», que responde a una «excepcionalidad». Echar mano del mecanismo constitucional del estado de alarma se ha justificado en estos términos. Impugno el calificativo «excepcional». Sostengo que la excepcionalidad ya estaba entre nosotros antes del coronavirus. No solamente me puedo referir a la emergencia climática, declarada por el gobierno de España el pasado 20 de enero, hace tres meses, y cuya declaración no generó ninguna medida proporcional a la emergencia más grave y desafiante de nuestro tiempo. Me refiero a otra realidad global, la de los derechos confinados.
Derechos confinados y atalayas
El segundo lugar de partida de mi reflexión son los derechos. El lugar de los derechos es un lugar simbólico, un espacio que dice Pepe Laguna es «toda construcción social que reconoce, acoge y posibilita el desarrollo de identidades individuales y colectivas»[7]. Antes, Hannah Arendt ya había descrito esta cartografía de los derechos humanos al afirmar que la privación fundamental de los derechos humanos se manifiesta primero y sobre todo «en la privación de un lugar en el mundo en que se haga significativas a las opiniones y efectivas a las acciones»[8].
Un lugar fundamental de reconocimiento, en suma. El reconocimiento es sinónimo de apreciación social. La apreciación social tiene doble y simultánea definición: es tanto un reconocimiento de identidad «tú eres, vosotros sois» como un reconocimiento político y jurídico: «tú estás, vosotros estáis entre nosotros».
Afirmo que es indiscutible que ni el reconocimiento ni la redistribución de los derechos es universal. Los derechos humanos no son universales. Si, con anterioridad al coronavirus plantearse la cuestión de la universalidad de los derechos humanos ya era una cuestión cultural occidental, la pandemia cotidiana de hoy hace la pregunta todavía más fútil. Se puede afirmar que la cuestión es radicalmente diferente: de derechos universales a derechos más confinados aún. El espacio seguro de los derechos que todavía podía quedar se ha empequeñecido.
Reconozco que los derechos humanos habían dejado de ser un lugar seguro, habían perdido su estatuto de referencia en la defensa de la vida humana. La COVID-19 ha llegado para proclamarlo más y más claramente que hace unos meses. Solamente unas minorías poseen derechos confinados: los que viven en el centro, en el interior o en el más acá que las fronteras preservan.
El reconocimiento y la redistribución de los derechos se puede mostrar en estos días a través de la pandemia, de los cuerpos. He oído voces que apelan a la posesión de un «DNI vírico» que facilite la libertad, el desconfinamiento, la normalidad[9]. Es un ejemplo inquietante de cómo la inmunidad vírica del cuerpo se transformaría en pasaporte para la adjudicación del ejercicio efectivo de derechos.
Lo que actualiza la crisis del coronavirus es, de nuevo, que el sufrimiento de los débiles y sus saberes interpela a los derechos humanos. Una constatación del momento actual es que la pasión de los redundantes, de los superfluos, de los excluidos es la pasión de los derechos humanos.
Para que los derechos no queden confinados dentro de las fronteras para una minoría de seres humanos, no se me ocurre otra que fijar mi residencia en la(s) frontera(s), allí donde acuden y son repelidas las mayorías de excluidas de los derechos, las excluidas de la política (la acción humana por excelencia, afirmaba Hannah Arendt). Las fronteras tienen de zaguán y de gozne tanto como tienen de atalaya. Desde mi balcón-frontera he instalado metafóricamente una atalaya. Antiguamente, las atalayas eran aquellos parajes o construcciones donde observar el terreno o el mar, pero también desde los cuales defender una población o lugar habitado. Esta doble connotación de espacio de observación y defensa constituye una poderosa llamada para el presente y me reafirma en el lugar fronterizo en que quiero establecer mi vida.
Como afirma el Dr. Rieux, protagonista de La peste, la novela de Albert Camus, «ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes desprevenidas». Quiero creer que hay en la ciudad confinada atalayas vigilantes de los derechos que pueden ayudar a construir hospitalidad a los desprevenidos, a los apestados. Y quiero creer que muchos doctores Rieux están en ellas.
***
[1]La plaga de peste del año 541, durante el gobierno de Justiniano, es un ejemplo interesante, aquí.
[2]Josep Fontana, El futuro es un país extraño. Una reflexión sobre la crisis social de comienzos del siglo XXI. Ed. Pasado y presente, pág. 19.
[3]Entrevista a Marina Garcés, en la publicación El Crític
[4]La traslación de la frontera hasta el rellano de casa es una imagen utilizada por Paul B. Preciado, en Aprendiendo del virus
[5]Josep Maria Esquirol, La penúltima bondad. Ensayo sobre la vida humana, Ed. Acantilado.
[6]En septiembre de 2018, ya escribí sobre los peligros del populismo punitivo y la deriva del derecho penal. Mis reflexiones están publicadas aquí.
[7]Pepe Laguna, Acogerse a sagrado. La construcción política de lugares habitables, Cuaderno CJ 210, pág. 5
[8]Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Alianza Editorial, pág. 375.
[9]Este DNI vírico lo defiende, por ejemplo, el epidemiólogo Oriol Mitjà, aquí.
[…] cocina o en la ventana de nuestras casas. Cada una de las personas que nos hemos encontrado en el confinamiento desde el 14 de marzo, podemos poner un ejemplo de estos […]