Felipe García. En diciembre de 2019 China alertó de la aparición de tipo de neumonía del que no se sabía la causa infecciosa. En pocos días se aisló el agente causante de este proceso, el coronavirus SARS-CoV-2. Este es el tercer brote epidémico de coronavirus desde el año 2000, después de las epidemias provocadas por el SARS-CoV (síndrome respiratorio agudo y grave) y el MERS-CoV (síndrome respiratorio de Oriente Medio). Desde la detección del nuevo brote hasta el 24 de febrero de 2020 se han contabilizado 2.628 muertos y casi 80.000 infectados en todo el mundo. Un 97% han ocurrido en China y el resto en 37 países, con brotes más destacados en Corea del Sur, Irán e Italia. La situación es muy inestable en estos días, por lo que el riesgo de una pandemia global es una posibilidad ante la que deberíamos estar preparados.
El paso de microorganismos de animales a humanos (lo que se denomina zoonosis) y las epidemias han ocurrido con frecuencia desde el neolítico, cuando comenzó la convivencia con animales domésticos y la vida en comunidades extensas. A veces, han supuesto no solo un problema sanitario, sino que han provocado cambios en las estructuras socioeconómicas. Solo hay que recordar la peste bubónica que asoló Europa en la Edad Media, o más recientemente, las epidemias de gripe española o de sida a principio y finales del siglo XX.
No es el objetivo de este artículo hacer un comentario técnico sobre esta epidemia. Tampoco quiero hacer una crítica o dar una opinión más como las que continuamente aparecen en redes sociales o distintos medios de comunicación por “expertos”. Normalmente crean confusión y perjudican más que ayudan a conseguir el objetivo final, que no es aumentar nuestros egos, sino intentar acabar con este brote. Sí me gustaría hacer una reflexión sobre el miedo/pánico que ha provocado y como afecta a nuestras prioridades.
A modo de ejercicio, y con limitaciones, podríamos comparar una epidemia con la aparición de una infección grave en una persona. Cuando ocurre de forma brusca en alguien previamente sano, la enfermedad nos pone frente a un espejo. Surge nuestra vulnerabilidad, fragilidad, miedo y algunas reacciones mágicas incluso en aquellos que son puramente racionales. Esto suele cambiar nuestras prioridades, aunque sea de forma temporal o ni siquiera lo reconozcamos. De seres autónomos e independientes, pasamos a ser “cuidados” por otras personas y ponemos nuestra vida en sus manos incluso sin conocerlas. En fin, aparece la muerte como un hecho ineludible del que huimos toda nuestra vida.
Nuestra reacción como sociedad ante un brote epidémico como el del coronavirus SARS-CoV-2, se parece a esta reacción individual. De pronto, todo lo que el capitalismo salvaje nos propone como modelo de vida se derrumba. La paradoja de que algo tan pequeño como un virus pueda afectar de forma tan profunda a “verdades irrefutables” como la preeminencia del mercado sobre las personas es una metáfora que deberíamos meditar como sociedad.
En una rueda de prensa (12-2-2020) sobre el brote de SARS-CoV-2, el Director General de la Organización Mundial de la Salud (OMS) dijo que los brotes pueden sacar lo mejor y lo peor de las personas. Insistió en que estigmatizar a personas o a países enteros lo único que hace es perjudicar la respuesta y que debemos centrar nuestros esfuerzos en la solidaridad y el conocimiento científico.
Si lo pensamos bien, lo que acaba con las epidemias es el trabajo silencioso, no reconocido y arriesgado que realizan aquellas personas que cuidan de los enfermos en el sentido más amplio del término. Este trabajo no sería suficiente sin la solidaridad económica y sin los avances en el conocimiento de la enfermedad realizados mediante el método científico. Los estudios sobre cómo se transmite, la tasa de transmisión, el periodo de incubación, los medios diagnósticos, la prevención, los tratamientos, las vacunas y cómo abordar la infodemia son de hecho la mejor ayuda que se puede prestar a los que están en primera línea y el mejor “tratamiento” contra el miedo, la desinformación y el estigma. Por otro lado, agravan el problema y ayudan a extender la epidemia las actitudes individualistas, la corrupción, utilizar el dinero como un fin en vez de como un medio, la prensa sensacionalista, las curas milagrosas (plantas medicinales, el clorito sódico), el miedo y el estigma.
Piketty en su libro Capital e ideología habla de que las desigualdades sociales no son un hecho inamovible propio de la condición humana, sino que es una alternativa ideológica que se puede paliar con éxito mediante cambios en las estructuras. Si seguimos este argumento, si una enfermedad grave que nadie desea puede hacernos mejores personas, una epidemia puede servir para repensarnos y convertirnos en una sociedad más humana. Las medidas que son importantes para el control de la epidemia nos enseñan qué cosas pueden “curar” y cuáles “agravar” al enfermo. Como indica una reciente editorial de la revista Nature (13-2-2020), si la epidemia alcanza África, la fragilidad de los sistemas sanitarios hace que la posibilidad de control sea remota. Debemos aprovechar esta oportunidad para fortalecer los sistemas sanitarios de estos países a largo plazo y, como propone la editorial, se deberían tomar medidas a largo plazo como “por ejemplo, se podría asegurar que el personal sanitario entrenado para cuidar pacientes sospechosos de tener el coronavirus continúe en sus empleos cinco años después”. La mejor forma de responder a la próxima pandemia es ahora y no prestar atención a las epidemias solo cuando una infección está a las puertas. Por el contrario, siempre existe el peligro de que algunos puedan utilizar la crisis para profundizar en el libre mercado (escuela de Chicago) y el “paciente” se muera.
No querría terminar sin recordar a las otras grandes epidemias del siglo XXI, la pobreza extrema, la desigualdad, la falta de acceso a la vivienda, la crisis migratoria, el sexismo y el daño medioambiental. Como buenas enfermedades crónicas (como la diabetes, hipertensión, malaria, tuberculosis y sida), hemos aprendidos a convivir con ellas. Ya no reaccionamos porque no nos dan miedo y han descendido de forma alarmante en nuestras prioridades. ¿Cómo pueden ser más importantes que el resultado del último partido del Barça o el Madrid?
Por último, como cristiano, mi última palabra tiene que ser de esperanza y petición a Aquel que nos envuelve con su gracia. Si una enfermedad grave puede cambiarle a alguien la vida para bien o para mal, intentemos que la epidemia de coronavirus nos cambie la sociedad para bien.
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Felipe García es médico internista del Servicio de Infecciones del Hospital Clínic de Barcelona, profesor de Medicina en la Universidad de Barcelona y miembro del área social de Cristianisme i Justícia.
Imagen extraída de Reuters