Alícia GuidonetEn oftalmología, el campo visual es una prueba que permite identificar la capacidad de la persona para ver unos diminutos destellos de luz que van apareciendo en una pantalla que tiene ante sus ojos. Durante unos minutos y para cada ojo, la atención debe detenerse en un punto central: mientras, van apareciendo las luces en diferentes lugares, más cercanas al centro o más periféricas. Se trata, en definitiva, de conocer la amplitud visual que tiene la persona. Cuanto más se acerca al centro la claridad, más fácilmente puede reconocerse. Cuanto más periférica, más difícil es. Además, cada uno de los focos aparece con diferente intensidad…

Se acaba un curso y parece un buen momento para volver a pasar ante la vista todo lo que me ha acontecido: las personas que he conocido, las que no he vuelto a ver, aquellos a quienes echo de menos, lo que ha sobrevenido sin buscarlo, lo que, por el contrario, no ha llegado a pasar… Palabras, imágenes, pero también silencios, que, como esos destellos de luz, han ido emergiendo ante mi vista durante todos estos meses. Una de las características del campo visual es que debe realizase en pocos minutos, con lo cual, después de la prueba puede quedar la sensación de que más de una luz se ha escapado. Pero, afortunadamente, los seres humanos tenemos la capacidad para repetir, repasar, revivir, repensar lo que nos ocurre. Y todo ello a fin de degustarlo y saborearlo, para conocerlo mejor. Reconocer, será, por lo tanto, un ejercicio de profundidad ante lo vivido. Un trabajo de sabiduría: recordemos que sabor y saber son dos términos que comparten raíz. Un conocimiento, por otro lado, que engloba todo mi ser, que incorporo, y que, de este modo, me permite ganar en coherencia ante la vida. Incorporando y reconociendo.

Por lo tanto, volver a pasar, a vivir, a pensar… es una oportunidad para acercarne de nuevo a lo que ha ocurrido. En este caso, lo que pretendo es ir un poco más allá, notando lo que cada momento vivido me indica. Procurando advertir cada uno de esos destellos, más o menos intensos, más o menos cercanos al centro. No dejándome engañar puesto que lo que aparentemente es central puede revelarse mentira, mientas que lo más sutil, en ocasiones, contiene una gran dosis de autenticidad.

Podría preguntarme cómo disponerme ante tal número de luces, cada día, durante tantos meses… Mi experiencia me habla de ciertas actitudes, relacionadas entre ellas, que orientan al (re)conocimiento. Veámoslas.

Si recuperamos la etimología del término respeto, veremos que nos habla de volver a mirar. Fijar de nuevo la atención en lo que ha sucedido permite acogerlo con mayor delicadeza, ayuda a comprenderlo mejor, puesto que facilita la pausa ante el detalle, la observación. La mirada apresurada ante la vida no es mirada: conduce a la apropiación o a la voracidad de lo vivido, pero nunca a la acogida atenta, lenta, cuidadosa. Respetar es parar para poder acoger. En segundo lugar, notemos que admirar algo es dejarse sorprender por ello. Ciertamente, la capacidad para admirarme ante lo que sucede me recuerda las luces que surgen ante mí sorprendiéndome: ni soy dueña de los acontecimientos, ni lo soy de las relaciones y del curso que toman. La sorpresa de Dios me habla del grado de libertad al que llego cuando me dejo sostener por Él. Por extrañas que puedan parecer las cosas en un momento dado, por sorprendentes, la confianza y la esperanza me mantienen en el camino. Por su parte, el silencio, más que un estado, es una actitud constante. Una no está en silencio porque, digámoslo coloquialmente, tenga la boca cerrada. Un silencio obligado o tenso no es silencio. Más bien, la disposición silente consiste en la capacidad para acallar los ruidos que llegan hasta mí, desde mi interior o del exterior, y que, en todo caso, no me permiten unificarme, elaborar lo que me pasa, tomar distancia. El silencio tiene mucho que ver con la contemplación, con la atención, con la escucha. El silencio se convierte en una caja de resonancia interna que permite interiorizar el doble movimiento de acoger para ofrecer. Y, ciertamente, la atención necesaria para vivir con actitud silente tiene mucho de vigilia. Para que exista vigilia es necesaria la noche. Y, en la noche, en la oscuridad, a veces absoluta, se impone la espera. Esperar, atenta, a ver emerger alguna luz, por pequeña que sea, por poco intensa, pero al fin y al cabo, luz que permitirá recibir la intuición para seguir en el camino. Vigilante entonces, atenta y dispuesta a cobijar luz. Si de lo que se trata es de acoger, de estar atenta para que, finalmente, se prenda alguna luz, va a ser necesario vaciarme. Pobreza en los modos, en las palabras y en los gestos. Pobreza también real, y que, en todo caso, se expresa con sencillez. Pérdida que es bienvenida, que es recibida como un regalo, puesto que libera espacios por los que se va a colar algún destello. Y, por último, el ayuno. Efectivamente, el ayuno es una práctica que me lleva a la frontera entre lo que es necesario y lo que es superfluo. Una actitud fronteriza, que, por serlo, puede aumentar la sensibilidad y la lucidez ante la vida.

El respeto, la admiración, el silencio, la vigilia y el ayuno son actitudes contraculturales, pero que, a mi modo de ver, facilitan el camino de la atención para encontrar mejor esa claridad que tanto deseo en mi vida y que me conduce a Dios. Son actitudes que, si no se incorporan, si no acaban formando parte de mí, no (me) transformarán. Gracias a ellas aprenderé a distinguir. Comprenderé más y mejor, entre esas luces, la comunicación de Dios, lo que me está indicando. Como Jacob en su sueño, me daré cuenta de que estaba allí, incluso en los momentos más oscuros, en los que no era capaz de vislumbrar nada. Poco a poco aprenderé que todo es gracia, que esos espacios de oscuridad eran necesarios para atender más, para afinar mejor, aguardar esperanzada al curso de los acontecimientos para recibir, de nuevo, otro resplandor. También me ayudarán a no dejarme deslumbrar por una luz que en realidad no lo es, que es únicamente apariencia, a pesar del brillo, a pesar de lo mucho que ocupa… Descubriré que otros y otras están en el camino, que podemos explorar juntos, y que esa búsqueda alcanza momentos de gran gozo.

Y así me dispongo a cerrar un curso. A cerrarlo para poder abrir otro espacio. Procuraré hacerlo desde el saber, porque intuyo que es importante saber cerrar, saber abrir… Iré descubriendo luces en ese inmenso campo visual que es mi historia de vida más inmediata. Reconoceré, agradecida, la presencia de Dios en ella. Continuaré construyendo, con el horizonte puesto en el todo, en todo amar, en todo servir…

Imagen de intographics en Pixabay 

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Antropóloga con formación en el ámbito de la teología y el acompañamiento. Se dedica a la educación y el acompañamiento. Coordina el proyecto Espacio Interreligioso de la Fundación Migra Studium.
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