Darío Mollá«Crucificaron a dos malhechores… uno a la derecha y otro a la izquierda» (Lc 23,33) 

En esta mañana de Viernes Santo les propongo que, en nuestra oración, nos acerquemos al Calvario, ese lugar fuera de la ciudad en el que Jesús es crucificado, aplicándole, tras el proceso civil y religioso, la muerte de los esclavos. El gesto de Jesús como esclavo que lava los pies de sus discípulos, gesto que
contemplábamos ayer, no era, pues un gesto vacío, una comedia, un gesto para la galería, o una pose para una fotografía virtual o para los pintores de épocas posteriores. El lavar los pies de Jesús a sus discípulos es la expresión de una dinámica de vida que comienza con la Encarnación y culmina con la muerte: «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo… y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,6-8). Toma la condición de esclavo y muere como un esclavo.

Les propongo, además, que contemplemos al Crucificado no desde una cierta lejanía o desde una medida y cómoda distancia, sino que nos situemos en nuestra contemplación con María y con las otras mujeres, junto a la Cruz (Jn 19,25), al pie de ella, en esa distancia corta en la que es posible el encuentro cara a cara, el mirar y dejamos mirar, y en la que es posible también la escucha. Escucha de las palabras, si las hay; palabras que pronuncia un hombre exhausto, y que por tanto apenas son audibles para los cercanos e imposibles de captar por quienes se ponen a distancia. Y escucha también del sufrimiento: de la respiración fatigosa y del quejido doloroso de quien sufre. Contemplar es acercarse, contemplar es no perder detalle, contemplar es permanecer a la escucha con unos sentidos abiertos que sirven de cauce para que transite la gracia hacia un corazón receptivo. Cercanía y no lejanía, vivir en cercanía y no en lejanía es la primera invitación de este Viernes Santo. Cercanía a Jesús y a los hombres y mujeres de este mundo; cercanía al Crucificado y a tantos que sufren. Ser cristiano es acercarse, no dar rodeos cuando se hacen presentes en nuestra vida quienes sufren (Lc 10,29-37).

Acercarse a la cruz de Jesús en aquel día de Viernes Santo era físicamente peligroso para los seguidores de Jesús: por eso los más escaparon, y algún otro intentó seguirle a una calculada distancia, aunque acabó negándole y marchándose apenas fue reconocido, después de afirmar por tres veces que no le conocía. Hoy, para nosotros, ese acercamiento al Crucificado ya no es físicamente peligroso, pero sigue sin ser fácil ni cómodo ni indiferente. Ya nos va bien la distancia y, sobre todo, la prisa. Ver de lejos, pasar apresuradamente: toda una filosofía de la vida: la filosofía de nuestro modo de vida. Una filosofía que nos mantiene en lo más superficial de la existencia humana y que, al impedirnos o limitarnos la solidaridad con quien sufre, nos limita como personas y nos incapacita como cristianos. Porque la solidaridad casi siempre pide un rodeo en el camino prefijado y una pérdida de nuestro «precioso» tiempo.

En la cercanía vemos y escuchamos, y quizá también nos sorprendemos, que la cruz de Jesús no es la única que hay esa tarde en el Calvario. «Le crucificaron a Él y a dos malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda» (Lc 23,33). Esa izquierda y esa derecha que en su día pidieron los hijos del Zebedeo (Mc 10,37) son ocupadas hoy por dos malhechores; bien es verdad que Santiago y Juan pensaban en otras circunstancias bien distintas, en otra gloria y en otro trono. Jesús no ha querido morir en solitario, ser el único centro de mirada y atención. Aquel que quiso ser, desde el principio, «uno de tantos» (Fil 2,7) no ha querido que contemplemos su cruz aisladamente de otras cruces, sino enmarcado por ellas, situado entre ellas. Ya lo había profetizado Isaías en su Canto del Siervo «fue contado con los rebeldes» (Is 53,12) y Jesús recordó expresamente este versículo del profeta en su sermón de la Cena (Lc 22,37). El Jesús que muere, y su misma muerte, no es, pues, el héroe excepcional, medio Dios medio hombre protagonista de esas epopeyas del mundo clásico que busca ser admirado o cantado por las generaciones futuras; el Jesús que muere es el que ha unido su destino al de la humanidad, especialmente al de los pobres y sufrientes. El Jesús que, como formuló un teólogo, vivió con «malas compañías», muere también en mala compañía. Su muerte no es la muerte heroica del héroe, sino la muerte oscura del esclavo. No muere para ser admirado, sino para con su muerte dar la vida (Jn 3,14-17). Jesús uno de tantos, su cruz junto a otras: porque, en el Calvario y en nuestra vida de cada día, si nuestro propio dolor copa la escena, ¿qué nos va a quedar para tener compasión del mundo?

Y todo este misterio de Viernes Santo, este Crucificado entre crucificados y esta cruz entre cruces, también nos cuestiona mucho sobre nuestras búsquedas, nuestras imágenes, nuestras expectativas de Dios.

¿Dónde buscamos a Dios? Dios se hace presente y visible en unos lugares muy peculiares de la historia humana, fuera de los circuitos habituales o previstos, paradójicamente en medio de sufrientes y excluidos. Está en la historia humana, claro que está: pero no lo encontraremos si no es la cruz de Jesús la que nos hace de indicador, de hoja de ruta de nuestras búsquedas de Dios.

¿Cómo buscamos a Dios? Algo nos dirá sobre la búsqueda de Dios el diálogo entre los malhechores y Jesús que escucharemos y meditaremos en los puntos siguientes, pero de entrada ya podemos afirmar que si no hay cercanía y permanencia «junto a la Cruz de Jesús», se hace difícil escuchar no ya su palabra, sino algo aún más importante y decisivo: el latido de un corazón que en su amor incondicional por nosotros se entrega «hasta el extremo» (Jn 13,1).

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Imagen extraída de: Pixabay

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Darío Mollá Llácer
Jesuita, teólogo y especialista en espiritualidad ignaciana. Ha publicado en la colección EIDES: "Encontrar a Dios en la vida" (n º 9, marzo 1993), "Cristianos en la intemperie" (n º 47, octubre 2006), "Acompañar la tentación" (n º 50, noviembre 2007), "Horizontes de vida (Vivir a la ignaciana)" (n º 54, marzo 2009), “La espiritualidad ignaciana como ayuda ante la dificultad” (nº 67 septiembre 2012), “El ‘más’ ignaciano: tópicos, sospechas, deformaciones y verdad” (nº78, diciembre 2015) y “Pedro Arrupe, carisma de Ignacio: preguntas y respuestas” (nº 82, mayo 2017).
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