Eloi Aran. [Catalunya Religió] En una sociedad del espectáculo como la nuestra, la caída de la aguja central de la Catedral de Notre-Dame de París mientras es devorada por las llamas forma parte del consumo mediático, pero, al mismo tiempo, despierta en el espectador una serie de interrogantes sobre la trascendencia que quedaban adormecidos en el inconsciente de la Europa secularizada. Las comparaciones siempre son insuficientes e injustas, es decir, que tampoco se acaban de ajustar, pero los habitantes del pueblo de Rosellón deberían sentir algo parecido a los parisinos cuando se derrumbó su campanario en 2016. Cuando el patrimonio sacro desaparece siempre hay una doble lectura, la de la comunidad creyente, y la de la sociedad civil como obra que representa el paisaje anímico de la colectividad.

La palabra monumento proviene del latín monumentum, y este del verbo monere, que significa avisar o recordar. Se trata de un objeto que interpela a la memoria y, de rebote, a nuestra propia identidad. Es algo más que la transmisión de una información. Es un dedo que señala el recuerdo de un pasado para hacer vibrar «el diapasón del presente»[1]. Es un pasado seleccionado y ligado a un lugar que quiere preservar la identidad de una comunidad, de forma que transmite tranquilidad en un tiempo fugaz y cambiante. Por ello, como recuerda el teólogo José Laguna en el reciente cuaderno de Cristianismo y Justicia «Acogerse a sagrado«, el espacio sacro es, ya desde el derecho romano, un lugar extra commercium, libre de comercio o de valoración patrimonial a pesar de la etiqueta de patrimonio sacro.

La catedral, ‘la casa de todos’

El incendio en Notre-Dame de París, sin embargo, tiene un añadido de connotaciones que cabe mencionar. De entrada, se trata de una catedral, y una catedral gótica. Según el historiador del arte Juan Plazaola sj[2], en el paso del románico al gótico hay otra «clarificación» que no es sólo estructural o constructiva-racional, sino de carácter sensible: el cristiano del s. XIII necesita «ver» sensitivamente las cosas de la fe. La «Casa de Dios» se transforma sensiblemente, mediante la luz, en la Morada Celeste del Altísimo. La luz desmaterializa el edificio y su arquitectura y causa impacto emocional en la comunidad cristiana congregada en su interior, independientemente de las doctrinas teológico-simbólicas desarrolladas por los teólogos. La vidriera y su luminosidad era perfecta para mostrar el concepto de «analogía» de la escolástica. Suger, Abad de Saint-Denís, es quien desarrolla toda la estética de la luz, y que llama «porta coeli» a la fachada de su catedral en consonancia con los escritos de San Dionisio Aeropagita.

No se trata de una ventana, sino de un muro convertido en luz (Ap 21). «La catedral es la iglesia de la ciudad medieval, y su centro es la cátedra del obispo que gobierna la ciudad cristiana. Cuando empiezan a formarse las ciudades de la Baja Edad Media, la iglesia abacial deja paso a la catedral» (pág. 463). La catedral era una empresa colectiva, ¡en un siglo se hacen más de 80 catedrales y 500 abadías en Francia! Las vidrieras dan testimonio de la participación colectiva, a menudo incorporan escenas del trabajo de los gremios que lo pagaban. Todos los estamentos están representados en el mismo nivel y sólo hay una autoridad que todo el mundo venera: la Virgen María. La catedral era sentida como «casa de todos», donde cabían todos y había actividad civil y religiosa.

Esta tarea de la colectividad y de esfuerzo de superación racional y constructiva queda también muy bien representada por el autor de la cubierta incendiada de la Catedral de París, el arquitecto Viollet-le-Duc, cuya figura también estaba representada dentro del conjunto de los doce apóstoles que había en la aguja y que ha quedado totalmente incinerada. Viollet-le-Duc fue uno de los grandes estudiosos y restauradores del siglo XIX en Francia y cuenta con infinidad de intervenciones de reconstrucción del patrimonio medieval en todo el territorio. Muy cerca podemos ver actuaciones suyas en el sur de Francia, como Carcasona o Foix.

Para que nos hagamos una idea, Viollet-le-Duc aparece en todos los libros de historia de la arquitectura y ha merecido este honor por haber fusionado el interés constructivo y estructural del gótico con la modernidad de los nuevos elementos de construcción que se presentaban en la incipiente modernidad, como el acero, y una visión intervencionista, en la que la restauración es invención y restitución de un ideal que realmente no existió. La restauración no es una nostalgia del pasado, sino más bien de un futuro que anhela una nueva arquitectura. La aguja de Notre-Dame de París responde, paradójicamente, al anhelo de visibilidad urbana de la cristiandad perdida, expresada por autores del siglo XIX como el inglés Norbert Pugin, al tiempo que es una demostración del espíritu racionalista del gótico retomado como reto constructivo por la modernidad para arquitectos que ya no son cristianos, como Viollet-le-Duc.

El hilo que une fe y razón

También en Cataluña las teorías de restauración provenientes del autor francés tuvieron acogida en lo que era la incipiente Escuela de Arquitectura iniciada bajo el liderazgo de Elías Rogent. No es casualidad que uno de los primeros arquitectos que obtienen el título en Barcelona, ​​Joan Martorell, se caracterice por buscar también la verticalidad y el diseño de agujas en sus diseños de edificios religiosos, como el convento de las Salesas (1885), el Colegio de los Maristas en el Passeig de Sant Joan, o el convento de las Adoratrices (1875), en la esquina entre Consell de Cent y Casanova.

La influencia de Viollet-le-Duc en la Catedral de Barcelona quedó patente en la propuesta de reforma de la fachada del 1882, dibujada entonces por un joven colaborador y estudiante de arquitectura llamado Antoni Gaudí, donde destaca un gran cimborrio a modo de aguja de tales dimensiones que, a pesar de recibir el apoyo del público, fue desestimado porque se consideraba desproporcionado respecto la altura de las naves de la catedral. De la aguja quemada de Notre-Dame de París a las torres de la Basílica de la Sagrada Familia hay un hilo que une la fe y la razón, la Jerusalén celestial y la cotidianidad de la ciudad de los hombres.

Resta ahora la pregunta sobre la afectación del incendio respecto al resto de la edificación. Ciertamente, el peso de los restos quemados sobre las vueltas incineradas y mojadas abre muchas dudas, aunque también ha habido otros casos similares y se han resuelto satisfactoriamente. Personalmente, uno de los temas que me preocupan es como ha quedado la reciente intervención que hizo el arquitecto Jean-Marie Duthilleul al presbiterio.

Lo considero relevante porque el arquitecto, caracterizado por diseñar estaciones ferroviarias en todo el territorio francés, es el máximo exponente de lo que podríamos llamar «ingeniería litúrgica francesa» y ha contado con intervenciones destacables como Saint Françoise de Molitor y la iglesia de Saint Ignace, ambas en París, o la reforma de los presbiterios de las catedrales de Estrasburgo o Nantes. Quizás sea este autor uno de los mejores situados para responder al reto de la reconstrucción de Notre-Dame de París.

***

[1] Françoise Choay, Alegoría del patrimonio. Gustavo Gili, 2007.

[2] Juan Plazaola sj, Historia y sentido del arte sacro. BAC, 1996.

Imagen extraída de: Pixabay

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