Armando González Meneses. Me ha parecido importante reflexionar brevemente sobre la identidad del estudiante de teología. Lo hago como palabra de alguien que encontró su identidad en el quehacer teológico y para quienes se preguntan sobre la pertinencia del estudio de la teología en un mundo de contradicciones.
En primer lugar me gustaría hundir las raíces en algo que es más profundo que la ya de por sí imprescindible circunstancia histórica que nos ubica en un tiempo (el de la formación académica), en un espacio, y en un lugar (la realidad multicultural). Resulta profundamente fundamental reconocernos como buscadores de sentido, y así, la teología, lejos de quedarse en la apariencia de una disciplina puramente intelectual, nos adentrará en la experiencia de aventurarnos a pensar con rigor y con fe aquello que decimos creer. Lo hará unas veces como mapa, otras como brújula, otras tantas como salvavidas, y muchas más en la necesaria confrontación entre nuestras puras percepciones (nuestras creencias casi siempre impuestas por los demás) y la radicalidad de la experiencia de la Revelación de Dios que hunde, ella también, sus raíces en la fe que nos ha sido heredada.
No basta simplemente con estudiar teología, es necesario apropiarse de la situación que la evoca: la experiencia de Dios, y en este sentido, del Dios de Jesús como aquel en el que se ubica la meta de nuestro deseos.
Esta comprensión requiere, a mi modo de ver, de compromisos específicos que unan el dinamismo de la fe propia y comunitaria con la realidad en que se vive. En última instancia, la pertinencia de la teología está esbozada en el ideal de comprender el mundo a la luz del plan de Dios.
En primer lugar, la exigencia urgente y necesaria de pensar, pensar que no es tarea ociosa, antes creo, es exigencia para esa opción concreta en la que nos hemos inmiscuido, marcada por una experiencia honesta de Jesús y de su evangelio. Experiencia a la que se le exige una mirada crítica, intelectual, en el sentido más profundo de su expresión, es decir, inteligida desde una postura capaz de revisar con criticismo los anhelos y los intereses que están a la base de la vocación cristiana.
Por intelectual, en este sentido, creo estarme refiriendo a aquel personaje que pone su esfuerzo en la revisión crítica de la realidad con un horizonte de sentido, y no habremos de entender lo mismo de aquel que bajo la apariencia de instruido en la disciplina, se desentiende de esa realidad encarnada en la historia de la humanidad.
Quién puede refutar que incluso la vuelta a ese primer amor en el que nos encontramos con Jesús no necesita una re-significación ya no solo como pura experiencia acontecida (hecho del pasado), sino ahora como símbolo siempre dispuesto para nuestro acceso en profundidad (para orientar el presente y el futuro), ahí el «creo para comprender y el comprendo para creer».
Si la teología no lleva a madurar en la fe, no sirve para nada, pero la maduración no es cosa sencilla, lleva su tiempo y su contratiempo, por ello habrá de reconocer que la fe es un don que nos sobrepasa y, por ello, una tarea fundamental es su reflexión. Y no una reflexión solo académica incapaz de relacionar fe y vida, aquí la propuesta es ubicar el acceso teológico como síntesis entre nuestra comprensión de la realidad y su lectura en clave de fe.
El estudiante de teología, entiendo, debe ser ante todo un sujeto profundo, libre y abierto a la exigencia que tiene delante de sí, sujeto capaz de estructurar las preguntas fundamentales y consciente de que no hay respuestas totales ni definitivas. La teología en su carácter de reflexión crítica pondrá delante del estudiante una tensión que requiere de la humildad para comprender lo insuficiente de nuestras propias respuestas aún con el gran tesoro de siglos de profundidad. Pero también el estudiante de teología deberá ser un sujeto capaz de llenarse de lodo, de caminar y de interiorizar el drama del mundo para estructurarlo como paso de Dios por la historia.
Tendrá que discernir la pertinencia de las reflexiones teológicas y el modo concreto que se revela en la cultura en donde es arrojado a vivir y convivir.
Por último, quisiera intentar una incursión audaz en esta reflexión. Evocando aquella parábola de Carlos Mesters «La casa del Pueblo», hemos de asumir el ejercicio del estudio teológico no como un acceso a la fe de la comunidad desde una puerta lateral, reservada a la línea del conocimiento profesional de la fe sin afectar la vida cristiana. Crear esa puerta significa negar o evadir la principal, la de la experiencia situada, la de las opciones concretas, y esto hay que entenderlo bien, porque no quiere decir que los que desprecian el ejercicio de pensar y creen entrar por esa puerta principal ya sean todo lo cristianos que se les exige. El estudio de la teología no ha de hacerse en orden a sobresalir por los conocimientos, sino que su valor profundo es ayudarse y ayudar a otros a comprender la fe y una vez se da ese proceso de comprensión a comprometerse en la transformación evangélica de la realidad de acuerdo a los principios adquiridos mediante el estudio.
“No podemos vivir sin amor y sin conocimiento. El conocimiento, sin amor, engendra odio, y el amor, sin conocimiento, sentimentalismo”. Así decía Raimon Panikkar. Por eso creo, en síntesis, que el estudiante debe ser un hombre o mujer de enorme corazón y de mente abierta.
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