[La victoria de Jair Bolsonaro amenaza con llevar al país de vuelta a uno de los capítulos más sombríos de su historia. Él tendrá cuatro años para probar su verdadero compromiso con valores democráticos, opina Francis França, editora jefe de DW Brasil en un artículo publicado por Deutsche Welle que reproducimos a continuación].
Lo inconcebible ocurrió. El candidato de la derecha autoritaria y ultraconservadora Jair Bolsonaro fue elegido presidente de Brasil. Después de cinco años de crisis política, económica, escándalos de corrupción y un clima político tóxico, 57 millones de brasileños depositaron su voto en el capitán reformado del Ejército por el deseo de cambio. Cualquier cambio, a cualquier precio.
El gran rechazo al PT, que gobernó el país entre 2003 y 2016, mezclado con miedos infundados de una amenaza comunista -la fórmula infalible que ya había garantizado el apoyo popular a dos dictaduras en Brasil en las décadas del 30 y 60- y la desinformación perpetrada por una ola avasalladora de noticias falsas aseguraron la victoria de Bolsonaro con amplia ventaja.
Al final de cuentas, #PTno (#PTnão) fue más fuerte que #élno (#elenão). Decenas de millones de personas están celebrando la derrota de Fernando Haddad y, por extensión, del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, que está preso desde hace seis meses por corrupción y lavado de dinero y al que la justicia prohibió presentarse a las elecciones o participar en la campaña electoral.
La victoria de los votantes de Bolsonaro, sin embargo, comienza y termina con el resultado de la elección. De aquí en adelante, Brasil navega en la oscuridad. No hay como saber lo que realmente hará Bolsonaro, porque él se negó a ir a debates, concedió entrevistas sólo a periodistas amigos y construyó su plan de gobierno -tosco, en parte inconstitucional y a veces delirante- basado en premisas sencillamente falsas. Hasta ahora, todo lo que el presidente electo hizo fue diseminar odio contra sus oponentes y decir que va a cambiar «tudo isso aí”.
Lo que se sabe de Bolsonaro es lo que él ha demostrado a lo largo de sus casi 30 años de vida pública: glorificación del régimen militar brasileño y de los crímenes de tortura cometidos por el Estado, admiración por dictadores y desprecio por minorías y valores democráticos como derechos humanos, libertad de prensa e independencia de la justicia. El presidente electo no confía en el sistema electoral y menoscaba el valor del voto.
También se sabe que Bolsonaro no está en buena compañía. Entre sus partidarios están el ex estratega de Trump, Steve Bannon y David Duke, exlíder del Ku Klux Klan – sin embargo Marine Le Pen considera las declaraciones de Bolsonaro «desagradables».
A lo largo de la campaña, Bolsonaro atacó a indígenas, afrodescendientes, LGBTs, feministas y a la prensa. Días antes de la segunda vuelta, amenazó con arrestar, prohibir y hasta asesinar a opositores, prometió una «limpieza nunca antes vista» en el país y declaró que «el ser humano sólo respeta lo que teme». Después de recibir críticas de organizaciones internacionales y del sector productivo, frenó aquí y allí el discurso: dijo que ya no quiere abandonar el Acuerdo de París ni someter el Ministerio de Medio Ambiente al de Agricultura; que va a respetar la oposición y no hará nada al margen de la ley. Veremos.
Lo que se anuncia, concretamente, es un gobierno autoritario, militarista y apoyado por fuerzas religiosas ultraconservadoras que salieron fortalecidas de la elección al Congreso. Un gobierno que condena el aborto, pero aprueba grupos de exterminio.
Este será el gobierno encargado de sacar al país de la crisis. Y no es poca crisis. Brasil tiene un déficit presupuestario alarmante, 13 millones de desempleados y un sistema de pensiones fallido. El nuevo presidente, que declaradamente no entiende nada de economía, va a dejar la solución a esos problemas en manos de su gurú Paulo Guedes, economista ultraliberal doctorado por la escuela de Chicago, el cual, a su vez, demuestra poco aprecio por la política.
Guedes pretende privatizar todo lo que pueda, reducir la carga tributaria -música para los oídos de los más ricos- y «desburocratizar» las relaciones de trabajo. El mercado financiero está feliz, porque debe ganar a corto plazo. Las agencias de clasificación de riesgo, sin embargo, manifiestan preocupación con el gobierno del militar a largo plazo. La propia escuela de Chicago tiene miedo de estar asociada a los excesos del presidente electo.
Porque impedir los excesos de su gobierno es el deber, a partir de ahora, de todas las fuerzas moderadas, de centro izquierda y centro derecha, que, por acción u omisión, permitieron que él llegase al puesto más alto de la República. La defensa intransigente de los principios democráticos debe ser la misión del Legislativo, del Poder Judicial, de la prensa y de cada ciudadano. Brasil no puede normalizar la tiranía -ni en el Planalto[1], ni en las calles-. Es necesario tolerancia cero con declaraciones y actitudes que afrontan la Constitución. De la comunidad internacional y, principalmente, de socios comerciales y diplomáticos de peso, como la Unión Europea, se espera la debida presión para que Brasil no abandone los principios democráticos.
El propio Bolsonaro admite que puede no ser un buen presidente, y todo indica que Brasil camina hacia una década perdida. Ante el escenario actual, los brasileños pueden darse por satisfechos si tienen elecciones libres en 2022. El cambio a cualquier precio puede salir caro.
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[1] El Palácio do Planalto es la sede del poder ejecutivo del Gobierno Federal brasileño.
[Artículo publicado originalmente en Instituto Humanitas Unisinos/Imagen extraída de Pixabay]