Mª Dolores Simarro. Empecé a visitar el CIE casi sin darme cuenta: un amigo te da a conocer un proyecto y, como llevas los ojos abiertos y el corazón dispuesto, te vas involucrando poco a poco.
Doy gracias a este amigo que me contagió su entusiasmo. Ahora está en primera fila, en Marruecos, con las personas que esperan su oportunidad de entrar en España.
De los tres verbos imprescindibles para el voluntariado –mirar, escuchar, ayudar–, creo que el principal para nosotros es escuchar, tanto para acompañar a las personas internas como para transmitir su voz afuera.
El papel de denunciar vendrá después, si llega el caso.
Escuchar, estar atento a sus palabras, a sus silencios, a su forma de mirar. Son personas que han padecido mucho, han sufrido mientras dudaban si tomar una decisión tan grave como la de abandonar casa y familia, quizá para siempre, y emprender un camino desconocido sin la menor garantía de éxito. Muchas han tardado años en llegar, atravesando países a pie, en camión, en motocicleta, en cualquier medio que pudiera acercarles a lo que imaginaban un paraíso. Han pasado meses ocultas en el bosque, soportando robos, maltrato, agresiones y, siempre, siempre, la más absoluta soledad. Si al final se deciden por pasar en patera tienen que pagar una cantidad para ellas astronómica. A ello se añade, en el caso de las mujeres, el ser frecuentemente objeto de agresión o de explotación sexual.
Toda persona que llega al CIE sabe que tiene una orden de expulsión. Quizá haya oído que dicha orden no se cumple siempre, lo cual le da una pequeña esperanza de quedar libre al cabo de unas semanas. Incluso cuando la estancia no alcanza los 60 días permitidos en los CIE de España, la angustia e incertidumbre ante lo que va a pasar, a lo que se añade muchas veces la incapacidad de comunicarse, convierte cada día en un tormento.
El tiempo que pasan en el Centro es inútil, pues están sin hacer nada. Solo temiendo que les llegue la notificación de salida hacia su país.
Pueden recibir visitas de ONGs, de sus abogados o de la familia, si la tienen. Aunque el reglamento lo permite todo el día, la organización interna lo limita bastante.
Como solo hay una sala de visitas, si otra ONG ha llegado antes, o coincidimos con el juez de vigilancia, un abogado o un representante de alguna institución oficial, tenemos que esperar o marcharnos.
Lo mismo ocurre cuando la policía nos dice no disponer de ningún agente que pueda ir a por la persona cuya visita hemos solicitado. Tampoco es raro que nos hagan esperar por estar practicando un control de cualquier tipo.
Solo podemos ver a personas que hayan solicitado vernos, pero muchas ignoran ese derecho. Lo normal es que se enteren a través de otros internos.
Las primeras veces se muestran reservados y algo desconfiados. ¡Hay tanta gente que les pregunta desde que fueron detenidos! Nosotros no podemos ofrecerles lo que desean, que es salir de allí. Lo que sí podemos es darles cariño y, quizá, ponerles en contacto con algún familiar, hablar con los abogados del SOJ-CIE, o con Villa Teresita si tememos que sean víctimas de trata. La relación mejora con el tiempo, te cuentan más cosas, pero los ves cada vez más decaídos y desanimados.
El principal problema, salvo con los hispanoamericanos y los que llevan años aquí, es la lengua, pues hay muchos idiomas que no conocemos. Si algún interno puede traducirlos, pedimos a la policía que nos haga de intérprete, pero unas veces se autoriza y otras no. La verdad es que cuando les hablas en su lengua ves cómo les cambia la cara.
Nosotros no podemos llevarles nada. Ni una tableta de chocolate. A veces nos piden ropa o calzado, cosa que no entendemos ya que, estando a cargo del Estado, éste debe ocuparse de todo. Las mujeres suelen pedirnos jabón, champú o crema para la piel.
El CIE de Zapadores tiene una capacidad de 90 plazas y suele estar al completo. En un espacio muy pequeño se juntan personas de diferente lengua, cultura y religión. Todas asustadas. Algunas ignorando dónde se encuentran, ya que al desembarcar los reparten por los diversos CIE. Les dan escritos que no entienden si no están en su lengua. Nada fácil de gestionar. Los agentes de policía que los atienden no están entrenados para ello.
He visto gente muy diversa, pero todos tienen una cosa en común: en su país no pueden vivir. Nadie abandona todo lo que tiene si no fuera porque no ve otra salida.
Vienen con la esperanza de una vida digna y no la encuentran porque, para trabajar, la ley exige tener permiso de residencia, el cual solo se puede pedir cuando has demostrado llevar más de tres años en España, entre otras condiciones. Eso obliga a que todas estas personas estén invisibilizadas durante tres años. Como no se les puede contratar legalmente, solamente trabajan de forma precaria y sin ningún tipo de protección.
También hemos visto –y es de lo más doloroso– personas que llevan muchos años en España y que, después de haber conseguido permiso temporal de residencia y de trabajo, al perder éste con la crisis, no han podido renovar dicho permiso a tiempo, con lo cual están en la misma situación que si acabaran de llegar a España. Tienen aquí amistades, familia, quizá hijos, y han contribuido con su trabajo a la economía española, pero no les vale de nada. Sin un nuevo contrato que les permita renovar el permiso, pasan a ser inmigrantes irregulares.
Deberíamos pensar qué podemos hacer en tales casos. Estamos siempre quejosos de los políticos, la policía, los jueces… Pero nosotros, ¿estamos dispuestos a ayudar a alguna de esas personas haciéndoles un pre-contrato? Por lo que veo en mi entorno, la mayor parte de las empleadas de hogar no están dadas de alta en la Seguridad Social. La excusa suele ser que se trata de unas pocas horas por semana, pero la ley que regula la relación laboral de Servicio del Hogar Familiar obliga incluso en esos casos, y el procedimiento es sencillo.
Una de las historias que más me ha impactado es la de un chico argelino que vivió en Almenara casi diez años. Tenía permiso de residencia y trabajo. Cumplió condena por un delito, y, al salir, como no había podido renovar el permiso, lo llevaron al CIE. Hablamos con él varias veces. La mujer con quien convive estaba embarazada de siete meses, llevaba gemelos, estaba sola y no hablaba bien español. Esperábamos que, después de haber estado retenido casi 40 días, lo dejaran en libertad, pero cuando tienes antecedentes penales eso es casi imposible.
Fuimos un viernes a verlo, y al siguiente lunes, de madrugada, lo expulsaron sin el previo aviso que exige el reglamento. Como tenía nuestro número de teléfono llamó para que nos pusiéramos en contacto con su mujer, cosa que hicimos, avisando también a Cáritas de Almenara.
Comprendo que, para dirigir un país, una ciudad, un CIE, tenga que haber leyes y normas. Pero en el CIE vemos personas, y personas que, en su inmensa mayoría, no han cometido ningún delito y esperan ingenuamente que se les va a ayudar.
Me pregunto el porqué de los CIE. Muchos piensan que sirven para que quien se plantee venir a Europa, huyendo del hambre o el miedo, sepa que aquí lo va a pasar mal y tendrá que regresar. Pero dos datos desmienten la eficacia de esa política disuasoria:
- El 62% de las personas que salieron de los CIE en 2017 fue puesta en libertad, es decir, no fue expulsada.
- En 2006, en plena “crisis de los cayucos”, llegaron a nuestras costas 39.180 personas; en 2018, solo hasta el 15 de octubre, ya eran 43.467.
Esto nos dice que ni el sufrimiento causado ni el gasto público en CIE y expulsiones ayudan a contener lo que, evidentemente, es un enorme problema social, humano y político.
Imagen extraída de: CIEs No València