Sonia Herrera. [Estris] Diferencia, diversidad, minorías. ¿A qué nos referimos cuando ponemos sobre la mesa estos conceptos? ¿Es suficiente reconocer y respetar la identidad del otro para construir comunidad? ¿Basta con «gestionar» la diversidad?
El Centro Virtual de Conocimientos para eliminar la violencia contra las mujeres y las niñas de Naciones Unidas, en base a las aportaciones clásicas de Francesco Capotorti (1977) y Jules Deschênes (1985), recoge un concepto de minorías que incluye: los grupos que por razones nacionales, étnicas o raciales, culturales, lingüísticas y religiosas «son menos numerosos que el resto de la población de un estado; no están en una posición dominante; residen en el estado, ya sea siendo ciudadanos o un grupo con vínculos estrechos y de larga duración con el estado; poseen características étnicas, religiosas o lingüísticas que difieren de aquellas del resto de la población, y muestran un sentido de solidaridad, por lo menos implícito, dirigido hacia la conservación de su identidad colectiva distintiva».
Pero a punto de agotar la segunda década del siglo XXI, esta definición puede parecer, por lo menos, superficial y escasa. Y es que la circunscripción de lo que es o no una minoría se ha ido ensanchando incluyendo otros ejes de discriminación, exclusión y persecución eminentemente vigentes en nuestro mundo como, por ejemplo, la clase social y la identidad de género.
A menudo, cuando se habla de respetar las diferencias y reconocer a las minorías, de entrada se cae en una profunda incongruencia: la falta de horizontalidad y la desigualdad de poder incluso en el discurso que enuncia este respeto y reconocimiento. Un discurso vertical y jerárquico, que se emite de arriba abajo, desde la posición de dominio del sujeto privilegiado (blanco, burgués, hombre, adulto…), desde el modelo eurocéntrico, neocolonial, neoliberal y patriarcal hegemónico. El resto, aquellos y aquellas que no encajan en este molde, están fuera de la norma, son la alteridad, lo extraño que hace aflorar miedos y violencias de diferentes tipos y que se traducen, a su vez, en discriminación y exclusión.
Con frecuencia desde los medios y las instituciones se habla de integración, de pactos sociales, de cohesión, cuando en realidad lo que se impulsa son políticas y discursos de asimilación al más puro estilo norteamericano. Políticas que buscan que las minorías disimulen, asumiendo el común denominador y abandonando todo lo que les caracteriza y que les hace diferentes respecto a la «mayoría». Pasar de la negación al reconocimiento y el respeto es un paso. Pero hablar de minorías debería implicar un «ir más allá», cambiar el foco y el prisma desde donde miramos y actuamos sobre la realidad. Debería comportar hablar de derechos, de igualdad, de mestizaje, de cuidado; hablar desde el tú y no desde el yo, desde un nosotros que reúna a toda la sociedad y no sólo a esta supuesta mayoría (si es que podemos considerar la existencia de mayorías homogéneas…); desde el reconocimiento de las violencias ejercidas; desde la renuncia a los privilegios y la denuncia de los mismos…
Hay que revisar el concepto de «minoría» y hay también que iniciar la deconstrucción y transformación de los discursos preponderantes, para construir relaciones verdaderamente horizontales, solidarias y fraternas, liberadas de paternalismos y prejuicios, y buscando, como diría Angela Davis, la interseccionalidad de las luchas con inteligencia colectiva. Porque a las minorías no les hacen falta personas que les hagan de altavoces. Tienen voz propia y bastaría con extender la mano, dar un paso atrás, ceder el espacio y pasar el micrófono. Así, sólo así, podremos construir sociedades donde la diversidad no se aborde como un problema sino como un valor en sí misma y una cuestión de justicia.
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