Josetxo Ordóñez Echeverría. En los últimos años, somos testigos del uso del derecho penal para perseguir conductas cercanas a la disidencia ideológica o política, la protesta social, la libertad de expresión; testigos de la interpretación expansiva de tipos penales que quedaban reservados a comportamientos excepcionalísimos y especialmente graves o violentos, como el terrorismo, la rebelión, el odio hacia grupos vulnerables. Testigos de la equiparación de circunstancias agravantes, como el odio a un grupo, con colectivos que no eran protegidos inicialmente por ese supuesto legal, como los agentes policiales.
También somos testigos del aumento del número de delitos que conllevan penas privativas de libertad. Es constante el recurso a un aumento de la penalidad que ha situado hace tiempo a España en el primer
lugar de la Unión Europea en índices de encarcelamiento. Las reformas de los últimos años del Código penal y de legislación procesal (la de 2015, que introdujo la prisión perpetua revisable), reformas de la legislación penitenciaria, de extranjería (la pretendida legalización de las devoluciones en caliente es un ejemplo), policial (la nueva ley de Seguridad Ciudadana, conocida por Ley Mordaza) y judicial. Numerosos informes nacionales e internacionales dan
cuenta de ello en los últimos años, como los de Amnistía Internacional, Human Rights Watch, el Comité para la prevención de la tortura del Consejo de Europa, entre otros.
Hace más de diez años que se habla en España en los entornos académicos y especializados del populismo punitivo, del renacimiento del derecho penal del enemigo, de la expansión del derecho penal de excepción. Por ejemplo, en 2007, el Consejo General del Poder Judicial publicaba una monografía de uso en la Escuela Judicial titulada precisamente «La generalización del Derecho penal de excepción: tendencias legislativas».
Los ejemplos de esta deriva son múltiples y variados, y, en ocasiones difícilmente equiparables o comparables. No se pueden meter en el mismo saco, sin más, los delitos de odio, el terrorismo, la desobediencia, los delitos contra los sentimientos religiosos…, es cierto. Sin embargo, tienen tres elementos basales en común.
Atribuir violencia a los fines
El primero de ellos es la discusión sobre la violencia que legitime el uso del derecho penal. La violencia es un medio de ejercicio de un poder. La violencia no es un fin, sino un medio: tiene una función, no se justifica a sí misma sin un fin al que servir. Los casos de violencia gratuita o inútil son muy extremos, difíciles de encontrar; quizá el ejemplo histórico más claro fue el de la violencia sobre los prisioneros en los campos nazis de exterminio, antes de ser gaseados. Lo explica bien Hannah Arendt en su ensayo Sobre la violencia.
Pues bien, la violencia para que sea legítima debe provenir de un poder legítimo, dice la teoría política mayoritaria. Así, el poder estatal ejerce legítimamente la violencia a través del derecho, en general, y
del derecho penal, en particular.
Walter Benjamin, en su libro Para una crítica de la violencia, también encuentra la violencia en el derecho: la relación fundamental y más elemental de todo ordenamiento jurídico es la de fin y medio; y la violencia, para comenzar, solo puede ser buscada en el reino de los medios y no en el de los fines.
Para el iusnaturalismo, la teoría tradicional de justificación racional del derecho, los medios son legítimos si se emplean al servicio de fines justos. Lo importante es la justicia de los fines. Por tanto, la violencia, que es medio, solo podría ser legítima si el fin es justo. ¿Cuál es un fin justo? ¿El bien común, la seguridad ciudadana, la democracia, la constitución política, la legalidad, la protección de los cuerpos y fuerzas de seguridad?
Para el positivismo, moderna teoría jurídica antagonista del iusnaturalismo, los fines son justos si y solo si son legítimos los medios para conseguirlos. Lo importante es la justicia de los medios. Por tanto, la única violencia legítima aceptada por el derecho, es la ejercida legalmente por el Estado. Por eso, el derecho puede responder legítimamente a la violencia con violencia. Benjamin examina en este contexto el caso de la represión de una huelga obrera. La tesis de Benjamin es que la distinción iuspositivista
no sirve para hacer crítica de la violencia. La distinción que propone está en la violencia que es capaz de fundar o modificar relaciones de forma estable o no. Por lo tanto, la función de la violencia no es casual o aislada. La primera función de la violencia es la de instauradora del derecho. La segunda función de la violencia es la de mantenedora del derecho. Aquí, Benjamin examina los fenómenos del militarismo, la pena de muerte y la violencia policial.
«Toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos dos atributos, renuncia por sí misma a toda validez», dice Benjamin. La regulación jurídica de los conflictos es esencialmente violenta, se basa o en la violencia que funda o en la violencia que conserva. De este modo se puede comprender incluso un contrato entre dos partes.
La reflexión benjaminiana, a cuyos detalles solamente nos podemos remitir aquí, se puede extrapolar a la situación actual en que vivimos. Podemos preguntarnos sobre el (ab)uso del derecho penal para juzgar la supuesta violencia de los fines (políticos sobre todo: la disidencia, la ideología diferente, el ateísmo, la protesta, la indignación, la inmigración, la independencia de un territorio) en vez de juzgar la violencia explícita de los medios (el terrorismo, el odio, la exclusión, la marginación). Solo la violencia
válida se expresa en los medios. Y solo los medios pueden ser violentos. Atribuir violencia a los fines es ideológico y tendencioso. Es inválido, según Benjamin. Afirmar que defender «otro mundo posible y futuro» es violencia contra el mundo presente es absurdo, una infantilización de la política. Y usar el derecho penal para supuestamente castigar esa violencia, un fraude.
La deriva actual condena las ideas contrahegemónicas atribuyéndoles que son violentas en abstracto, a través de conceptos jurídicos indeterminados, tales como que «fuerzan la constitución», «ponen en
peligro la convivencia y la paz social», «ponen en riesgo la seguridad», «afectan a los mercados, a la estabilidad presupuestaria», «van contra el sistema», «ofenden los sentimientos de la mayoría», en vez de condenar única y exclusivamente los medios violentos concretos que usan, como por ejemplo la agresión, el uso de armas, la muerte o las lesiones sobre las personas, los daños a la propiedad y la violación de las libertades personales. Independientemente de las ideas o los fines que persiguen.
Se persiguen por el poder ideas, intenciones o proyectos sociales, económicos, ideológicos o políticos por ser contrarios (en la lógica del poder, porque violentan) a las ideas, intenciones o proyectos hegemónicos, en vez de perseguir exclusivamente las concretas violencias de las cuales aquellos se valgan contra personas y bienes.
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Imagen extraída de: Pixabay
La cuestión no es el supuesto populismo a ultranza enarbolado por el político de turno para arrogarse unas prerrogativas fruto de su afán de lucro -en definitiva-; sino más bien el ‘pathos’ de aquél que se convierte de la noche a la mañana en un terrorista o secesionista – alta traición, con todo lo que conlleva-, que inflinge un daño irreparable a las personas, en general -a la sociedad pacífica- y que después, a toro pasado, desea en sus carnes la aplicación de un código penal lo más ‘laxo’ y humanitario posible.
La parcialidad del artículo es manifiesta.
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[…] las soluciones fáciles, tentaciones populistas, juicios simplistas, maniqueos y […]
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