Mercedes Pagonabarraga. Si en el anterior escrito me centré en exponer el conocimiento que de la realidad de Frontera Sur he tenido a través de mi viaje a Melilla, ahora me gustaría hacerlo en las vivencias y sentimientos que a nivel de grupo y personalmente experimenté, por cuanto son éstas, en definitiva, las que nos van conformando y transformando.
Y lo haré a través de cuatro aspectos o sentimientos: el de la claustrofobia, el de la esperanza, el de la unicidad humana y el de la colectividad humana.
El ser testigo directo de las graves vulneraciones de derechos humanos que se producen a diario en Melilla, hacia los colectivos más vulnerables, como los niños y niñas, mujeres víctimas de redes de trata o de semiesclavitud, de los inmigrantes que te muestran las cicatrices de las concertinas o de jóvenes viviendo en la calle y esnifando cola, hace inevitable que lo que están viendo tus ojos vaya entrando hacia tu interior. Cuando a la vez estás viendo cómo buena parte de la sociedad de Melilla pasea por la ciudad como si nada de ello ocurriera, y de la orquestada actuación institucional, se despiertan en tus entrañas sentimientos más viscerales.
Recuerdo por ejemplo, cómo ante el CETI, sentados en el suelo, una familia de sirios comía -ya que dentro del centro separan a los hombres de las mujeres y niños-, mientras que a no más de 6 metros podía verse a dos hombres jugando a golf, aunque obviamente éste estaba vallado, protegiendo su privacidad y voluntaria separación de una realidad poco amigable. Visitando la valla, ya cerca de las afueras de la ciudad, fuimos testigos de un aviso de “salto” que resultó ser infructuoso. En pocos segundos pasamos de un silencio absoluto, a ver cómo llegaba al lado marroquí de la valla, un coche de la policía, salían de la casa donde residen los policías marroquíes varios de ellos, uno incluso calzando “chanclas” y con un palo en la mano, otro policía hablaba a través de un Walkie-Talkie, pero no oíamos bien el diálogo, aunque parecía que se trataba de un salto de 40 personas. A los pocos minutos, el silencio volvió y los policías desparecieron, pero un sentimiento de intensa angustia había calado en nosotros. Sentimiento del todo dispar, al que debía albergar a unos “runners” que vimos a escasos metros que paraban en un punto de avituallamiento de una carrera popular de aquel sábado por la mañana. Luego supimos, por personal que trabaja en una ONG en Nador, que habían interceptado a los inmigrantes en la zona marroquí y trasladado, en autocar, a una zona del interior del país.
No pude menos que sentir una gran impotencia ante la impunidad de prácticas tan discriminatorias e inhumanas y una gran claustrofobia, ya que no se pueden denunciar. Gran parte de la sociedad de la ciudad está de acuerdo o se muestra impasible con ellas, y la mayoría de los activistas que denuncian tales injusticias ante las instituciones se han visto amenazados y en peligro, porque ni España ni Europa quieren que se conozca la realidad de Frontera Sur.
No obstante, a pesar de tal hostilidad, hay personas que siguen luchando por revertir tales injusticias y por dignificar la vida de los colectivos más castigados de Melilla. Una de las personas que trabaja con y por los inmigrantes, y que nos guió en la visita a la valla, nos proporcionó una vasta información de cómo se ha ido configurando, pero no perdió en ningún momento de vista los dramas humanitarios que en ella y de su construcción se viven. Sus ojos destellaban luz cuando hablaba de las personas inmigrantes. Luz que es sin duda atisbo de esperanza para cada una de esas personas que sufren en Frontera Sur. Y luz que nos ha de ayudar a ver y conocer esa realidad, sin que el “yo no sabia” valga ya.
Otro momento a resaltar como vivencia realmente sanadora, fue un encuentro que hicimos con algunos internos del CETI. Se trató de un espacio muy informal en el que se quería intercambiar con ellos realidades de esos dos mundos que muchos no quieren que se toquen, pero que al poco se convirtió en una fiesta donde no faltaron la música y los bailes. Un chasquido de manos ante una broma fácil, dio paso a la complicidad de la sonrisa y de una mirada sincera. Es entonces, cuando el sentimiento visceral de mis entrañas pudo pasar por el corazón y transformarse en confianza pacificadora. Esos segundos en el cruce de miradas despertaron el sentimiento de unicidad universal de la humanidad, que a menudo nos empeñamos en tapar con el individualismo que las prisas del mundo occidental nos van imponiendo sin pedir permiso, y sin proporcionarnos a menudo la felicidad.
Pero ese sentimiento de unicidad con la condición humana le devuelve todo el sentido a tu existencia y te empuja a andar. Un andar que es sin duda más rico y efectivo si se hace en colectividad. A Melilla fuimos un grupo de diez personas que no nos habíamos visto previamente, pero que rápidamente nos sentimos unidos en la necesidad de alzar la voz para crear una conciencia social que devuelva la dignidad de todas las personas, también la de los inmigrantes a los que se les priva de los derechos más fundamentales. A través de una ciudadanía responsable se puede construir un pensamiento crítico que nos permita llevar a la acción el sueño de que un mundo más justo es posible si todos nos implicamos.
Ilustración de Pau Valls.
Muchas gracias por este duro y esperanzador testimonio. Ojalá seamos más las personas concienciadas y movidas a actuar.