Tere Iribarren. Ya no se oyen las voces de los desarraigados de la tierra. Ellos siguen hablando pero la voz no llega porque falta espacio, falta tiempo. Aún hay personas de buena voluntad que multiplican estas voces, les dan intensidad, pero los medios de comunicación les bajan el tono atrapados por tantos intereses económicos. Les quitan la voz los anuncios de comidas suntuosas y de viajes paradisíacos.
Ya no se oye la voz de Dolores que tiene 65 años y vive sola y no puede ni tiene fuerza para llevar el carro. Cada mañana la veo en la puerta del supermercado del barrio buscando las sobras. Pocas fuerzas le quedan para vivir. No tiene prisa, su reloj está parado.
Ya no se oye la voz de María que vive en un quito piso sin ascensor y no se fía de dejar sola la casa porque una vez entraron a destrozar lo poco que tenía. Al venir al banco de alimentos cuenta que no sabe cómo acabará esta situación.
Se oye poco la voz de Viviana que el día que salía de la clínica de dar a luz una bella niña se encontró a la policía que la desahuciaba por no pagar el gas. Varios amigos que habían vivido experiencias parecidas estaban para impedir el atropello. Ella se mareó del susto.
Ya no se oye la voz de Hisham, porque es difícil entender su habla porque después de una enfermedad importante no tiene quien le explique lo que dice el informe que el médico con dedicación y profesionalidad le ha entregado.
No se oye la voz de Abdul que vino de Marruecos, que hizo muchos cursos, que ha trabajado en parques y jardines, pero ya está sin trabajo. Han sacado del piso a toda la familia, lo mandan a varios lugares y separan a la mujer en un antro con la niña y a él con sus 4 hijos hasta que se encuentre solución. No sabe hablar de lo que le pasa, sus ojos brillantes son expresión de la tragedia que lleva en el alma.
No se oye la voz de Mohamed que después de dar vueltas y más vueltas por el mercado, un amigo al fin del día le da 12 euros por un trabajo de cargar y descargar.
Ya no se oyen las voces de Josep e importan poco sus sentimientos, sus desilusiones, sus desánimos y su pequeña esperanza.
Ya no se oyen las voces de Abdul que nació en una aldea de Rif y anda con un pasaporte falso vendiendo lo que recoge de contenedores y con el pañuelo lleno de material corre cuando ve que llega la policía.
El que quiera oír las voces que se pare a escuchar, que entre en los barrios de Barcelona, que mire, huela, toque… y que no se deje convencer por los discursos oficiales.
En medio de esa mirada que deja el alma desarbolada me vienen las palabras del profeta que dice que el Señor reclama de ti que practiques la justicia, que ames al hermano con ternura y camines humilde con tu Dios.
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