Xavier Badia i Cardús. Pertenezco a un grupo de personas voluntarias de Justícia i Pau que vamos a los centros penitenciarios y hacemos tareas de acompañamiento personal. Y con nuestra actividad nos sumamos a la de muchos voluntarios de otras entidades que también hacen este tipo de labor.
El objetivo de toda la red de voluntarios que vamos a los centros penitenciarios, hagamos la actividad que hagamos, es el de situarnos cerca de personas que, por diferentes motivos, están en una situación de una gran fragilidad y que tienen derecho a rehacer su vida, sea cual sea el motivo por el que están allí.
No debemos olvidar una cuestión esencial: a pesar de que en Cataluña hablamos ahora más que nunca de prisiones por la reclusión de líderes independentistas, y a pesar de que están aumentando en toda España las condenas de prisión por delitos relacionados con la corrupción, la realidad de las cárceles ha existido siempre y, en general, la sociedad no ha querido saber gran cosa de esa realidad. Es más, ha sido siempre un tema incómodo y molesto que ha sido silenciado y oculto.
En una sociedad estructuralmente desigual, las cárceles han sido, y son, en gran medida, un reflejo de esta misma sociedad, que viene marcada por una profunda desigualdad de oportunidades. Las cárceles, como tales, están pensadas principalmente para los pobres, y las personas encarceladas, en general, forman parte del grupo social más desfavorecido de nuestra sociedad. ¿Por qué digo esto? Creo que esa realidad tiene que ver con tres hechos que muchas veces se dan simultáneamente. En primer lugar, los condicionantes que conlleva la estancia en una prisión: la baja autoestima y la desconfianza en uno mismo, la crisis emocional, la falta de autonomía personal, el aislamiento y la soledad, un régimen disciplinario férreo, la agresividad del entorno. En segundo lugar, las dificultades con que se encuentran en el momento de la salida en libertad: el estigma, el recelo, los problemas de salud física y mental, las adicciones, las dificultades para encontrar trabajo, el rechazo del entorno familiar y social o la situación de extrema soledad, la insuficiencia de recursos públicos… Y en tercer lugar, la gran mayoría de personas que cumplen condenas de prisión provienen de sectores sociales de contextos de pobreza, de entornos de familias desestructuradas, con escasa formación, personas que abandonaron la escuela mucho antes de terminar los estudios obligatorios, procedentes de zonas o barrios con riesgo de exclusión, con una fuerte incidencia de consumos, de entornos violentos, o extranjeros con niveles de arraigo social muy bajo o nulo, o sin papeles.
La vida en un centro penitenciario viene marcada por las paredes y las rejas, el horario pautado y la rutina. Esta realidad es una pesada losa que condiciona, y mucho, a la persona encarcelada; en el caso del cumplimiento de largas condenas, constatamos un gran deterioro personal, tanto físico como mental, psicológico y emocional. La monotonía, el paso de los días y las horas vacías, son elementos omnipresentes en todas las personas que están en los centros penitenciarios. Asimismo, se trata de un mundo cerrado por definición, formado por personas que van todas con su pesada mochila, algunas han vivido situaciones extremas. Estamos hablando de un entorno muy hostil, jerárquico y forzosamente represor, en el que hay personas de todo tipo y con experiencias vitales muy diferentes, en el que la violencia y el individualismo se manifiestan abiertamente: conviven en un espacio reducido, y todas las horas del día, personas que intentan superar un momento crítico de su vida, personas agresivas, personas que reconocen o no el delito, o bien otras que se esfuerzan por dejar atrás múltiples adicciones.
Hagamos la actividad que hagamos, el objetivo de los voluntarios penitenciarios es el de acompañar y apoyar a las personas privadas de libertad. Nuestra tarea es contribuir a mejorar las condiciones para su rehabilitación y posterior reinserción en la sociedad. No las juzgamos ni podemos desentendernos del mal que han provocado; no nos podemos olvidar de las víctimas. Por eso están en prisión. Pero a partir de la situación en que están, tratamos de darles la mano. Nuestra actividad no es solucionarles la vida, sino ayudarles, y facilitarles herramientas para que ellos mismos salgan adelante. Nuestra mirada, nuestra acción, siempre debe tener el horizonte de la salida en libertad, por larga que sea la condena. No debemos dejar de considerar la situación de encarcelamiento como una situación provisional.
También queremos contribuir a sensibilizar a la población respecto a la responsabilidad de todos en la reinserción de las personas encarceladas. La sociedad debe entender que la persona que sale de la cárcel y que quiere rehacer su vida ha de cerrar un periodo, y que no lo podrá cerrar si entre todos reforzamos el estigma que lleva de ex-preso, si no encuentra trabajo, si no tiene donde vivir, o si no le facilitamos la creación de nuevas relaciones sociales. La reinserción parte de la voluntad personal, pero también necesariamente de la complicidad de todos nosotros, de toda la sociedad.
Dos últimas consideraciones.
La mejor y más auténtica política de prevención de la delincuencia no es la política penitenciaria, sino una política que tienda a la cohesión social y a la reducción de las desigualdades. Tener un buen sistema educativo, que preste una especial atención al período de 0 a 3 años, que reduzca el abandono escolar en los tramos de la enseñanza obligatoria, que facilite el acceso a los estudios más elevados a todas las capas de la sociedad. Unas políticas sociales y urbanísticas que faciliten la estructuración social. El apoyo efectivo a las familias en riesgo de exclusión social. Una política pública de vivienda, inexistente actualmente en nuestro país, como las que tenemos en educación, salud o servicios sociales. Una mayor atención a la salud mental.
El endurecimiento del código penal no lleva a ninguna parte. La solución no es aumentar los delitos que conllevan prisión. Hay que invertir esta tendencia. Muchos delitos deberían conllevar penas alternativas a la prisión, que reforzaran la dimensión colectiva de la rehabilitación y una mayor responsabilidad de la comunidad en esta función. La prisión debería reservarse para determinados delitos graves, y siempre debería pivotar más en la rehabilitación y en la reinserción que en el castigo. No tenemos que dejar de soñar en un mundo sin cárceles.
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