Juan Pablo Espinosa Arce. El Misterio Pascual constituye el centro, el núcleo del año litúrgico. La fe de la Iglesia toma su sentido último en la pasión, muerte y resurrección de Jesús. San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, nos dice que si Cristo no hubiese resucitado nuestra fe carecería de fundamento (Cf. 1 Cor 15,14). Esta semana es de días fuertes. Liturgias cargadas de símbolos, de expresiones de fe popular, de esperanzas, de tristezas, de muerte y resurrección. Es casi como si esta semana que “cuenta el tiempo al revés” se nos presentara un resumen de nuestra propia vida, personal, familiar y eclesial.
¿Cuántas veces hemos sentido la angustia del Jueves Santo?
¿En qué momentos hemos sentido el abandono de Dios?
¿Cuántas traiciones nos han hecho y cuántas hemos cometido nosotros?
¿A quiénes hemos vendido por treinta monedas de plata?
¿Cuáles son mis cruces?
¿Cuáles las de mi comunidad parroquial?
¿Cuáles son los silencios del sepulcro, cuando todo parece haber fracasado?
¿Cuáles son las mañanas de resurrección?
¿Cuántas veces hemos encontrado el sepulcro vacío y a los ángeles que nos anuncian que el Señor ha resucitado y nos precede en Galilea?
En el sábado santo en el cual la Iglesia no celebra el sacramento de la eucaristía, día de silencio de la esposa que llora al Esposo muerto, día en el que acompañamos a María que no sabe cómo asimilar todo lo que ha acontecido en menos de 72 horas con el hijo detenido por poderes religiosos y políticos, torturado, asesinado y aún peor, puesto en un sepulcro prestado, es un momento propicio para volver a valorar el silencio porque Dios habla en el silencio. Dios se mueve por los márgenes y las fronteras. Dios fue capaz de romper el velo del Templo, separar lo santo de lo santísimo y fue capaz de “correr” hacia las afueras de la ciudad de Jerusalén para identificarse con un hombre muerto. Dios está en la cruz con Jesús. Es el Dios asesinado, porque la crucifixión fue un asesinato.
Dejemos ahora que la Palabra de Dios nos vaya interpelando
En el libro del Deuteronomio se nos dice: “Si un hombre es culpable y condenado a muerte y lo has colgado de un árbol no dejarás que su cadáver pase la noche en el árbol; lo enterrarás el mismo día, porque un colgado es una maldición de Dios” (Dt 21,23). Jesús, históricamente, fue condenado por un tribunal religioso (la noche del jueves y la madrugada del viernes) y por un tribunal cívico-político (la mañana del viernes). Sobre Jesús recayó una sentencia religiosa que interpretó la ley de Moisés y que lo condenó por blasfemo. ¿Qué quiere decir blasfemo? Es aquél que le falta el respeto a Dios, el que habla mal de Dios. ¡Y Jesús murió como un maldito ante los ojos de Dios!… Todo el que cuelgue de un madero es un maldito y maldice la tierra que Yahvé Dios dio en herencia. Los cristianos tenemos como Señor a un hombre considerado blasfemo y maldito por Dios, abandonado de Dios.
Por su parte, el libro de la Sabiduría es aún más cruel:
“Oprimamos al justo pobre, no perdonemos a la viuda, no respetemos las canas llenas de años del anciano. Sea nuestra fuerza norma de la justicia, que la debilidad, como se ve, de nada sirve. Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar, nos echa en cara faltas contra la Ley y nos culpa de faltas contra nuestra educación. Se gloría de tener el conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor. Es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas y sus caminos son extraños. Nos tiene por bastardos, se aparta de nuestros caminos como de impurezas; proclama dichosa la suerte final de los justos y se ufana de tener a Dios por padre. Veamos si sus palabras son verdaderas, examinemos lo que pasará en su tránsito. Pues si el justo es hijo de Dios, él le asistirá y le librará de las manos de sus enemigos. Sometámosle al ultraje y al tormento para conocer su temple y probar su entereza. Condenémosle a una muerte afrentosa, pues, según él, Dios le visitará” (Sab 2,10-20).
Los que condenaron a Jesús a la muerte, y los que siguen asesinándolo hoy en los rostros de tantos pobres y sujetos excluidos, siguen poniendo trampas, haciendo de la vida algo invivible, algo injusto. Son aquellos que oprimen al justo, a la viuda, a los ancianos. Son los que viven y ofrecen sacrificios al dios regente de la cultura del descarte. Los pueblos de América Latina, de Chile, los refugiados e inmigrantes, los marginados por tantas y tantas causas son pueblos crucificados que en este año de la misericordia hay que bajar de la cruz.
Queremos reflexionar en torno a la muerte y resurrección de Jesús, no como un acontecimiento del pasado, sino que como algo que ocurre hoy, aquí y ahora, en nuestras calles, en nuestra Iglesia y en nuestra vida.
La muerte de Jesús fue una consecuencia de cómo vivió
Si uno recorre los evangelios, puede notar cómo Jesús rompe el modelo de Mesías que Israel esperaba. Algunas tradiciones hablaban de un Mesías guerrero, al estilo de David, un Mesías que liberaría a Israel de la opresión de los poderes extranjeros, o un Mesías sacerdote que restauraría el culto antiguo. Pero, para sorpresa de los contemporáneos del Señor, Jesús no encuadra dentro de la imaginación mesiánica. En Mateo se nos cuenta: “Porque vino Juan (Bautista) que no comía ni bebía, y dicen: ‘Tiene un demonio’. Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: ‘Miren, un hombre glotón y bebedor de vino, amigo de recaudadores de impuestos y de pecadores’” (Mt 11,18-19). Y esto escandalizaba a los judíos.
Éxitos y fracasos, simpatías y hostilidad, constituyeron desde el principio la trama de la vida de Jesús. Su muerte violenta fue consecuencia de su obrar, de la pretensión que había caracterizado su vivir y había provocado la oposición cada vez más cerrada de las autoridades judías. Teniendo en cuenta sus tomas de posición, el final, en cierto modo, fue lógico. No buscó la muerte, pero ésta le vino impuesta desde fuera y él la aceptó, no resignadamente, sino como expresión de la libertad y la fidelidad a la causa de Dios y de los hombres. Abandonado, rechazado y amenazado, no se doblegó para sobrevivir, sino que siguió fiel a su misión. Jesús preveía su muerte, pero no tenía certeza absoluta de ella. ¿Pero cómo compatibilizar esto, por ejemplo, con el Evangelio de Juan en donde se dice que Jesús sabía todo lo que iba a pasar?
Resulta que en nosotros tenemos dos imágenes de Jesús: de los evangelios sinópticos que muestran a un Jesús más humano, con más elementos psicológicos, sentimientos, emociones, dudas; y el Jesús de Juan que muestra a un Jesús seguro en todo momento, que tenía todo fríamente calculado. Ahora, si nos quedamos con una visión parcelada de Jesús, terminamos destruyendo al único Jesús. Por ello hay que acercarse a Aquél que es Dios y hombre a la vez.
Jesús no fue de manera ingenua a su final, sino que lo asumió. Humanamente hablando, el camino recorrido terminaba así. La muerte violenta no fue algo impuesto por un decreto divino, sino obra de unos hombres concretos. Es más, Jesús médicamente sufrió un politraumatismo. Esa es su causa oficial de muerte. Eso tendríamos que escribir en el parte médico. Aquí generalmente pensamos que Dios Padre quería la muerte del Hijo. ¿Quién de ustedes querría ver a su hijo, hija, esposa, esposo, madre, padre morir o sufrir? ¿No sería acaso una imagen más bien terrorífica y asesina de Dios? Dios Padre no quiso la muerte del Hijo, al Padre le dolió como Padre. Pero en todo momento hubo un respeto de la libertad y de la misión encomendada. ¡Jesús hasta el final fue libre!
Las exigencias de conversión, la nueva imagen de Dios a quien Jesús anunció como compasión, como perdón, como ternura y, sobre todo, como un Padre-Madre lleno de misericordia, su libertad frente a las sagradas tradiciones y la crítica de corte profético contra los dueños del poder económico, político religioso provocaron el conflicto con los fariseos y los escribas. Buen ejemplo de ello es la parábola del hijo pródigo o del Padre misericordioso. El texto comienza diciendo que junto a Jesús están los escribas y fariseos por un lado y, por otro, los publicanos y pecadores. Los primeros representan al hijo mayor que no quiere salir de su metro cuadrado, aquél en el que se vive el egoísmo, el hermetismo. Es aquél que mira de lejos, que no quiere participar de la resurrección del hijo menor. Es el hijo que no es capaz de comprender que la misericordia con la que actúa el Padre es excesivamente gratuita y desbordante. El hijo mayor es el que tiene el conflicto con la libertad y la audacia profética de Jesús que acoge a todos sin distinción. Es el que no es capaz de ampliar la visión y que se cierra en sí mismo.
Ahora bien, si decimos, movidos por la fe, que Jesús murió para salvarnos del pecado, tenemos que pensar qué consecuencias tiene hoy dicha acción salvífica. ¿De qué pecados nos salva hoy Jesús? No basta repetir servilmente las fórmulas antiguas y sagradas. Tenemos que intentar comprenderlas para captar la realidad que quieren traducir. Esa realidad salvífica puede y debe expresarse de muchas maneras; siempre fue así en el pasado y lo es también en el presente. Cuando hoy hablamos de liberación, de salvación, de perdón o de misericordia, estamos dándole sentido a nuestra opción de fe en el Hijo Crucificado. Nosotros tenemos una aguda sensibilidad para la dimensión social y estructural de la esclavitud y de la pérdida de dignidad humana ¿Cómo y en qué sentido es Cristo liberador «también» de esta antirrealidad?
Momento de oración
Leer Isaías 53,1-12 (Tercer cántico del siervo de Yahvé). Reconocer en los momentos del relato la pasión, muerte y resurrección (glorificación) de Jesús. ¿Qué me impacta del relato? (En el caso de no tener Biblia, leer Capítulo 19 de Juan Jn 19,1-42). Si decimos que Jesús continúa siendo crucificado hoy ¿qué situaciones de mi vida personal, familiar y parroquial permiten que el Señor siga en la cruz? ¿En qué rostros de mi vida, familia, comunidad cristiana reconozco al Señor crucificado?
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