Alícia GuidonetEl camino de la Cuaresma nos propone reducir todos aquellos aspectos superfluos, que están de más en nuestra vida. Se trata de aminorar ritmos, ocasiones, espacios, palabras…, para así incrementar la capacidad para vivir desde la profundidad. El objetivo es ir a lo esencial. La finalidad es alcanzar nuestra verdad más simple. Aquello que nos permite reconocernos en Dios. Eliminar esas capas que, al sumarse, acaban por llenarnos de cosas, relaciones, propósitos y actitudes que no nos dejan transparentar la gloria de Dios. Que no le dejan ser Señor de nuestras vidas.

Estamos convocados a convertirnos. Es decir, a advertir qué es aquello que, aquí y ahora, nos ocupa sin ser Dios, sin ser de Dios. La propuesta es disponernos a dejarlo, a no pactar más con ello. O, en último caso, a desear que esa maraña finalmente se deshaga. Porque esa madeja sin orden ni sentido nos impide cumplir el sueño que Dios tiene para cada uno de nosotros. Nos transforma en un falso reflejo del Absoluto, impidiéndonos amar desde la Verdad, que también es belleza y bondad.

Este es un tiempo de oración, de acercarse, de inclinarse, de desear, de disminuir. Para que Dios pueda habitarnos. Él aguarda. Con fidelidad nos promete su costado abierto. Agua y vino, que son perdón y mesa. Ese espacio abierto es una tienda en la que es posible reposar, en la que el encuentro con Dios invita al contacto. Porque sólo desde esa caricia podremos arraigarnos en y actuar desde Él. Gracias a su sanación, a su fuerza, a su liberación.

Cuando la Cuaresma llega a su fin, la intensidad de la llamada de Dios parece aumentar. Nos adentramos en la celebración del Misterio Pascual. Ese espacio al que estábamos convocados se vuelve, si cabe, más denso. Hemos subido una montaña en sentido descendente. Porque Dios cada vez está más abajo, cada vez más cerca, cada vez más escondido entre lo cotidiano, cada vez más silente. Ese tiempo de celebración nos acerca a la Cruz. Cuando ese camino cuaresmal ha sido recorrido y acompañado en Dios, nos abrimos, aumenta nuestra sensibilidad. Podemos ver con cierta claridad la capacidad que tenemos para generar espacios de muerte a nuestro alrededor. Advertimos más fácilmente nuestra habilidad para entrar en ellos, para vivirlos. Para insistir en esa mediocridad hasta hastiarnos. Entonces, sólo el Amor de Dios puede salvarnos. Sólo ese ofrecimiento, esa comensalidad compartida se transforma en oportunidad. Ocasión para nacer de nuevo. Para deshacer los lazos de la muerte, para convertirlos en vida. Una vez más.

La Cruz puede convertirse en mesa abierta. Recostándose, su propuesta se hace más evidente. En el madero encontramos la copa de vino derramándose por nosotros. A veces somos incapaces de asumir tanta belleza entregada. A menudo, nos confunde. Casi siempre, aunque resulte paradójico, prevalece un sentimiento de paz. Paz de fondo.

En otras ocasiones, la Cruz aparece ante nosotros mostrando su desnudez. Esa mesa austera, vacía, que todavía no ha despuntado, que sólo es silencio. Ante ella cabe responder también calladamente. Porque quizás no ha llegado el momento de dar respuesta al ofrecimiento. Entonces es sólo el tiempo -el tiempo de Dios, claro está-, el que mandará sobre nuestras vidas, sobre nuestros corazones.

A veces, la Cruz es, literalmente, “cruz”. Madero vertical, que nos une con Dios, Señor nuestro. Y madero horizontal, salpicado de agua y sangre, de bautismo y eucaristía cotidianos, que nos invitan a recorrer nuestros días mirando a quienes nos rodean con más amor. Movidos por Dios y sólo por Él: repartiendo gestos, palabras, acciones…

Para algunas personas María es compañera. Sosteniendo a su hijo bajado de la Cruz parece recordarnos que aún le quedan fuerzas para tomarnos, también a nosotros, entre sus brazos. Parece recordarnos que una de sus misiones ha sido “poner” a su hijo. Lo puso en el pesebre para que pudiéramos adorarlo, lo entregó a la humanidad, lo ofreció al fin, poniéndolo en la Cruz. También nos “pone” a nosotros con Él.

La Cruz es, finalmente, esperanza. Esos recorridos por la Cruz apaciguan nuestras vidas. Esos caminares: por sus recovecos, por sus silencios, por la hendidura del costado abierto, por el convite transformado en mesa, en compañía de María. Todos esos paseos nos dan la paz y la fuerza para continuar caminando.

Y es que Dios es Amor.

Cuaresma

Imagen extraída de: Pixabay

¿TE GUSTA LO QUE HAS LEÍDO?
Para continuar haciendo posible nuestra labor de reflexión, necesitamos tu apoyo.
Con tan solo 1,5 € al mes haces posible este espacio.
Antropóloga con formación en el ámbito de la teología y el acompañamiento. Se dedica a la educación y el acompañamiento. Coordina el proyecto Espacio Interreligioso de la Fundación Migra Studium.
Artículo anterior¿Y ahora qué?: algunas reflexiones tras la huelga del 8 de marzo
Artículo siguienteBendecir uniones homosexuales

1 COMENTARIO

DEJA UN COMENTARIO

Por favor ingresa tu comentario!
Please enter your name here