Paula Domínguez Mezquita. Si han visitado París recientemente, habrán reparado en un fenómeno que también en España ha sido motivo de portadas, titulares y tertulias televisivas. Me refiero a las personas sin hogar, sin techo, los sans abri (“sdf”: sans domicile fixe; sin domicilio fijo) en el país vecino. Si, como yo, han vivido en la capital francesa y la conocen más allá del Louvre, la torre Eiffel y las deliciosas crêpes, sabrán que hablo, desgraciadamente, de una estampa más de la ciudad. Y es que es difícil pasear por sus calles y no cruzarse con una persona durmiendo en el suelo, en las estaciones de tren, o en los andenes y vagones del metro.
De acuerdo al Samu Social de París –un dispositivo concertado de urgencia social-, en 2017, más de 5.000 mujeres llamaron al 115 para solicitar un alojamiento. Asimismo, el organismo estima que más de 500 menores duermen cada noche en las calles de la capital. Los datos no son mucho más alentadores a escala nacional: en el conjunto del país, el número de personas sin techo asciende a 140.000, según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos (Insee).
Además de estos improvisados hospedajes, actualmente más de 16.000 personas “malviven” en 571 asentamientos chabolistas repartidos por toda la Francia continental –sin contar los territorios de ultramar-. La insalubridad y la miseria conviven en estos campamentos, donde los menores de edad constituyen un tercio de la población. La Delegación Interministerial del Albergue y el Acceso a la Vivienda (Dihal) estima además, en su último informe del pasado abril, que los alrededores de la capital francesa concentran el 20% de estas barricadas de chabolas.
Una situación que denuncian frecuentemente colectivos y activistas por el derecho a la vivienda en una ciudad donde ascienden a 108.000 los alojamientos vacíos, mientras que en el conjunto del estado suman unas 3 millones de viviendas, según el Insee.
Por si fuera poco, la fundación Abbé Pierre, que sensibiliza y lucha contra el hábitat indigno, ha publicado recientemente unas vergonzantes cifras sobre lo que considera una auténtica crisis de la vivienda. Más de doce (¡doce!) millones de personas en Francia sufren hoy de alguna u otra forma este problema, viviendo en condiciones insalubres, en espacios hacinados –muchas veces, por debajo de la superficie mínima legal de nueve metros cuadrados-, o sin acceso a agua caliente ni calefacción.
Precisamente la pobreza energética creció entre los hogares franceses un 25% entre 2006 y 2013, informa la fundación. El pasado año, cerca de 4,8 millones de hogares, esto es, más de 11 millones de personas denunciaron sufrir frío, en su mayor parte, a causa de la subida del precio de la luz y la crisis económica.
El panorama es desolador y sorprende en un país desarrollado como Francia. La vivienda, fiel reflejo de las desigualdades que van en aumento desde la crisis económica de 2008, se ha convertido en un factor de exclusión para las clases bajas. La tasa de esfuerzo entre los hogares franceses más pobres –que mide el gasto que de los ingresos se dedica a la vivienda- se sitúa en el 56%, un valor tres veces mayor al de la media. De esta manera el acceso a la propiedad se ha convertido en fuente de enriquecimiento para unos y de empobrecimiento para otros, acentuándose además las desigualdades generacionales.
Según el Observatorio de la Desigualdad -un portal privado francés-, más de 850.000 jóvenes galos de entre 20 y 29 años viven bajo el umbral de la pobreza, una cifra que se reduce hasta el 4% de los adultos entre 60 y 69 años.
La precariedad laboral y el desempleo están detrás de esta alarmante realidad que en 2017 afectaba a 2,7 millones de franceses, elevándose al 22% entre la población en activo más joven y dificultando a estos últimos el acceso a un hogar digno.
Más allá de cifras y porcentajes, incluso de nombres, caras e historias, la injusticia y la desigualdad que genera la crisis de vivienda convierten la búsqueda de un techo digno para todos en una batalla democrática. El derecho a una vivienda digna está recogido en la Declaración Universal de Derechos Humanos, en la Carta Social Europea –ese desconocido tratado internacional vinculante adoptado en 1961 por los países miembros del Consejo de Europa-, y en un sinfín de acuerdos internacionales entre cuyos firmantes se encuentra Francia.
En un contexto donde más voces pedimos una democracia (más) participativa, la lucha por una vivienda digna para todos puede ser el comienzo de un cambio en nuestra relación con la sociedad y de un compromiso real y firme para hacer del nuestro, un mundo mejor.
Imagen extraída de: El Universo