Fernando Díaz Alpuente. La política de Zimbabue ha estado tan acaparada durante décadas por los movimientos y las voluntades de Robert Mugabe que, cuando a mediados de noviembre pasado llegaban noticias sobre su derrocamiento, costaba entender qué estaba pasando realmente y qué se escondía a la sombra del rey sol. ¿Era un golpe de Estado militar? ¿Una revolución democrática? ¿El paso de una nueva élite al poder? Cuando, a finales del mismo mes, vimos cómo Emmerson Mnangagwa se hacía con el poder, todo el puzzle comenzaba a cuadrar.
El golpe de 2017, orquestado en 2008
Y es que para entender el golpe de noviembre de 2017, tenemos que ir más atrás. A 2008. Zimbabue puede ser un régimen autoritario de facto, pero su régimen político está disfrazado de democracia multipartidista en donde, en teoría, cualquier partido de la oposición puede arrebatarle la victoria electoral al gobernante ZANU-PF. Así que, en teoría, la oposición habría ganado las elecciones de 2000 e incluso, en teoría, las de 2013. Pero no hubo pruebas de esa victoria. O, más concretamente, de la derrota del ZANU-PF. No así en 2008. Las elecciones de ese año fueron claramente una derrota para el partido de gobierno y para su eterno candidato, Robert Mugabe, que en aquel momento hacía frente a su 29º año al frente del país –terminará siendo presidente durante 38 años. La derrota fue tremendamente contestada por el ejército y por los servicios secretos, que ejercerán la violencia para controlar el país y mantener en la presidencia al eterno Mugabe.
En aquellos momentos, el acuerdo y los equilibrios de poder dentro del sistema político zimbabuense, cambian radicalmente. Si desde 1978, en mitad de la guerra de independencia, el ejército y la estructura política del ZANU-PF habían pactado un reparto del poder en el que los excombatientes serían la parte fundamental del sistema neopatrimonial que gobernaría Mugabe, en 2008 éste se tuvo que rendir ante las demandas militares. La necesidad de controlar por la fuerza el país hizo que Mugabe terminara siendo la marioneta del bloque militar, en donde los excombatientes tienen el mayor peso. La red neopatrimonial controlaría por fin al líder, y no al revés. Y en el centro de esa nueva red, a la sombra política, se situaría una persona, responsable de los servicios secretos, director de la represión política de 2008 y conocido con el sobrenombre de “el cocodrilo” por sus métodos violentos: el entonces vicepresidente Emmerson Mnangagwa.
Estos últimos nueve años han sido, en Zimbabue, la materialización del secuestro de la figura presidencial de Mugabe por la estructura político militar que, montada por el ZANU-PF y los grupos militares de los excombatientes, se ha mimetizado con el Estado y sus instituciones. Aún así, Mugabe no ha estado quieto. Apretado por las costuras de su nuevo traje, el viejo presidente intentó crear una nueva red de apoyo, el llamado G40, liderado por su esposa Grace Mugabe. Acuciado el país por una crisis económica devastadora, una inflación incontrolable y una población cada vez menos atemorizada, el G40 comenzó a moverse y tomar posiciones con una fecha clara, la de las elecciones presidenciales de abril de 2018, en donde el ZANU-PF ya había confirmado como candidato a un Robert Mugabe de 97 años.
Los movimientos del G40 han sido tan fuertes que el régimen ha preferido eliminar a Mugabe de la escena y hacerse con el control total de toda la estructura estatal. El golpe de Estado de 2017 se mantuvo, conscientemente, en un ámbito de indefinición política, asegurando que propiciaría una transición hacia la democracia, y evitando así una intervención internacional que ni siquiera deseaba su aliado más fuerte en la región, Sudáfrica. Y ha estado dirigido contra el G40 y su figura política.
Oportunidades para la transición zimbabuense
¿Pero qué transición puede traer el cocodrilo? Mnangagwa es un personaje no sólo vinculado a la violencia política de 2008. Se le atribuyen acciones en combate que podrían calificarse como genocidio, ha controlado la represión política durante estos 38 años y se le ha relacionado con turbios negocios de diamantes en la República Democrática del Congo. Con este currículum, y conociendo que ha llegado al poder presidencial gracias a un golpe orquestado por la élite que ha mantenido el poder desde la creación del Estado zimbabuense, las esperanzas son pocas.
A pesar de ello, o más bien a causa de todo esto, Mnangagwa ha tomado medidas populistas que han caído bien en el conjunto de la población, aunque no impactan ni en la calidad democrática del sistema político, ni en la mejora de las condiciones de vida de las personas. Todo con el propósito de ofrecerse como la única alternativa a las elecciones presidenciales que, ya ha anunciado, se convocarán antes de verano.
La jugada del ZANU-PF y de Emmerson Mnangagwa parece clara: convencer a los donantes e inversores internacionales que no son el nuevo Mugabe. Para ello deberán intentar ganas unas elecciones que, sin el viejo rey sol y con mucha atención internacional, parecen abiertas a la competición.
Las elecciones, por tanto, parecen el último atisbo de esperanza. La oposición está dividida, pero la alternativa a no aprovechar la oportunidad que ofrece el movimiento militar de noviembre no parece una opción. Falta por conocer los movimientos del G40, de los cercanos a Mugabe, derrotados en Noviembre pero aún con opciones. Y todo en un contexto, hay que recordarlo, en que Zimbabue lleva viviendo años de verdadera revuelta popular, con pequeñas grandes victorias del movimiento civil por la democracia. Y en donde se está produciendo una revolución generacional silenciosa, con un Estado gobernado por los excombatientes de la guerra de la independencia finalizada hace 38 años, y una población desconectada de aquellas luchas, con más del 60% de personas con menos de 25 años, que han vivido bajo el autoritarismo de quienes ganaron la guerra, y que avanzarán para lograr su futuro.
Con los resultados de las presidenciales, faltará por ver de qué son capaces todos los actores, aunque una cosa estará clara. Gane quien gane, y asumiendo que la agenda de reformas tendrá que ser aplicada –ya sea en su versión más mínima y formal o en su versión máxima-, deberá lidiar con un ZANU-PF y unos excombatientes mimetizados con las instituciones estatales y, por tanto, impermeables a cualquier cambio que perjudique sus intereses. Y todo con una certeza de fondo: que si en noviembre cambiaron de gobierno cuando éste no les favorecía, ahora también podrán hacerlo. Malas perspectivas de futuro, si se quiere abandonar el régimen autoritario en Zimbabue.
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