Sonia Herrera. Andrea, una de mis mejores amigas, vive en China desde hace dos años. Es de Bilbao, pero vivió durante mucho tiempo en Barcelona y siempre se ha sentido una barcelonesa más. La última vez que nos vimos en persona hace unos meses quedamos en la fuente de Canaletes, en las Ramblas. La noticia del atentado le llegó un día tarde mientras estaba de vacaciones en una isla de Indonesia. Al enterarse, me llamó para comprobar que estábamos bien, pero la conexión telefónica no era demasiado estable y no alcanzamos a hablar demasiado.
Al volver a Shanghai me mandó algunos mensajes de audio por Whatsapp (es nuestra forma habitual de comunicación ya que desde China realizar una videoconferencia resulta toda una aventura). Hablamos de lo sucedido en Barcelona, de la reacción de la ciudadanía, de la desigual cobertura mediática, de la infoxicación que recibía estando lejos y de la dificultad de contrastar desde allí todo lo que le llegaba… Hablamos también del dolor, del miedo ante la propia violencia y ante las actitudes de odio que se podían desatar y de la conciencia de vulnerabilidad que se despierta con este tipo de hechos. En uno de esos mensajes, Andrea me dijo lo siguiente: “No sé qué decir. Os acompaño en el sentimiento. No se me ocurre una frase mejor”.
Estas semanas le he dado muchas vueltas a ese breve instante de nuestra “conversación”. A priori, puede parecer que esa frase no tiene nada de especial. Es una expresión cotidiana que se esgrime a menudo en los funerales o que escribimos cuando fallece alguien conocido. Pero con frecuencia también se convierte en un puro formalismo, en unas palabras vacías de significado que se dicen porque es lo que corresponde a la situación aunque quizás ni siquiera hayamos conocido a la persona que se vela. Por eso, al escuchárselas pronunciar a Andrea, sincera y estremecida, de repente, esas palabras tantas veces pronunciadas y escuchadas adquirieron su pleno significado.
Recurriendo al diccionario etimológico, ese significado aflora: “acción de comer un mismo pan”. Y da igual si ese pan está recién horneado o está rancio. Acompañar es compartir, estar junto al otro/a, empatizar, acercarse y dolerse con su dolor como describiera en unos de sus versos la poeta argentina Silvina Ocampo:
“Y lo reconociste en el momento
en que lloró a tus pies y que lo viste
desfigurado, sucio, hinchado y triste,
y lloraste con él su sentimiento”.
Y es que “acompañar en el sentimiento” es la preocupación y el dolor real por los amigos y amigas que están lejos. Es despertarte con el corazón en un puño ante la noticia de un atentado, de un sismo, de un huracán… Es alzarse en rebelión contra el perverso y maldito criterio de noticiabilidad que nos dice a quién debemos llorar y en qué momento en función de su proximidad geográfica. Es dejarse afectar no solo por lo cercano o por lo que atañe a nuestros seres queridos, sino por cualquier ataque a la humanidad. Es dotar de un sentido profundo y vivencial palabras como solidaridad, fraternidad o sororidad tan manidas y tan poco interiorizadas y encarnadas. Es significar de veras el concepto de “comunidad” y “ofrecer el corazón” de forma sincera e íntima como nos reclamaban Fito Páez y Mercedes Sosa allá por la década de los 80. Íntima, como explica Josep Maria Esquirol, “no en cuanto interior, sino en cuanto próxima, y también en cuanto central, nuclear” en nuestro ser. Porque el individualismo disfuncional y psicótico imperante solo puede superarse si ponemos en el centro de nuestras vidas al otro/a, no de forma abnegada y alienante, sino ayudándonos a resistir mutuamente.
Imagen extraída de: Pinterest
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