Uno de los sentimientos más frustrantes que uno tiene cuando se entera del suicidio de alguien es que se da cuenta de que siente condescendencia hacia el suicida. Uno no puede evitar sentirse superior. Es a raíz de este sentimiento -implícito-, que a uno le vienen a la mente grandes declaraciones de principios sobre la necesidad de saber resistir la frustración, de no dejarse vencer por las manipulaciones (al estilo Ballena Azul) y otras consideraciones similares; a uno le entran ganas de predicar contra una sociedad hedonista e indolente -de la influencia de la cual, oh maravilla, uno ha sabido escapar por méritos propios, lo que, mira por donde, el suicida no ha sabido hacer-. Y cuando a uno le piden que escriba sobre el suicidio, dado que han aumentado las tasas o por cualquier otro pretexto, uno tiene unas tentaciones irrefrenables de sacar los ases filosóficos y empezar a citar Camus, Sartre, Cioran, el Hamlet de Shakespeare, y Levi, y Frankl, y Jean Améry, y a todos los supervivientes de los campos nazis y a la madre que los parió. Esto si uno no se siente más piadoso que de costumbre y le da por citar el Evangelio y el magisterio ordinario de la Iglesia. Todo pura escapatoria, todo puro pretexto para no tener que afrontar la cuestión; estrategia cobarde que consiste en poner tierra (o autoridades filosóficas) por medio en vez de mirar el hecho cara a cara.

Uno se siente superior al suicida. No lo puede evitar. Y eso no lo subrayaremos lo suficiente, a pesar de que aparentemente sea una verdad auto-evidente: si hay sentimientos de superioridad, no puede haber auténtica compasión, auténtico reconocimiento de la humanidad del otro. Y sin este reconocimiento, no hay solidaridad auténtica. La compasión desde la superioridad es un insulto, y si de lo que hablamos es del suicidio, este tipo de compasión es equivalente a escupir sobre su tumba. Nos acercaremos a los familiares, los abrazaremos y los acompañaremos tan bien como nos sea posible, pero mientras el desprecio hacia el suicida permanezca, aunque sea infinitesimalmente, nuestros gestos serán hipócritas. La verdadera compasión sólo se ejerce hacia un igual. Y no sabemos ver en el suicida un igual.

Cuando uno se da cuenta de este sentimiento, entiende de repente aquella bárbara costumbre, no tan antigua, de no permitir enterrar a los suicidas en terreno sagrado, de excluirlos post-mortem de la comunidad de los buenos. La razón es la aparentemente inevitable condescendencia y el sentimiento de superioridad. De modo que la cuestión de fondo, la verdaderamente útil de resolver, es saber por qué sentimos condescendencia respecto a aquél que se suicida. La pregunta, intuimos, es similar a esta otra: ¿por qué nos cuesta tanto reconocer en las personas sometidas a la desgracia alguien similar a nosotros, a pesar de saber que sólo hemos escapado de las múltiples formas de desgracia de las que todos somos susceptibles, por meras contingencias, por mero azar? Y, por tanto, necesitamos saber igualmente, o quizás más perentoriamente, qué tenemos que hacer para no sentir condescendencia.

(Y, por lo tanto, la pregunta no es cómo debemos construir una sociedad tan feliz y equilibrada en la que a la gente no le apetezca suicidarse, o cómo hemos de plantear la educación para que la gente sea más resistente a las frustraciones de la vida. Las sociedades perfectas o las educaciones perfectas no son posibles ni deseables. Repitámoslo: la cuestión urgente es cómo tenemos que hacerlo, cómo tenemos que transformarnos para no sentirnos superiores, hipócritamente compasivos, hacia los suicidas).

Ahí está mi hipótesis: no nos creemos de verdad que no somos especiales. No nos creemos que de manera permanente, nuestra existencia física y social esté amenazada. No tenemos ninguna garantía de que en el próximo segundo, algo inesperado no nos borre del mapa. Nadie nos educa en comprender que la contingencia gobierna nuestra vida, que nuestra identidad misma es pura contingencia. Y aún menos hoy, en que la propaganda del mundo nos invita a creer que todo es posible y que todo está por hacer, y que todo tiene una solución técnica, ahora o en el futuro. Nadie nos educa en la desconfianza hacia nosotros mismos ni hacia las limitadas posibilidades de la especie humana. Creemos que lo que somos y tenemos es por mérito propio. No entendemos que hemos sido preservados de la desgracia, hasta ahora, por el favor de una fortuna ciega.

Uno intuye que si supiera aceptar la mera contingencia a la que todo está sometido, así como la ausencia completa de algo sólido y bueno por sí mismo en este mundo, sería verdaderamente libre interiormente y capaz de una auténtica compasión hacia quienes sufren. Y uno intuye igualmente que para llegar a la humildad, que de eso se trata, es necesario mucho sufrimiento al que uno no está dispuesto. A uno le gusta mantener ciertas fantasías auto-complacientes, como la de que llegada la depresión (o ya puestos a fantasear, la tortura) sabría resistir.

En definitiva: si sentimos aquella compasión teñida de superioridad hacia los suicidas es porque no nos gusta reconocernos a nosotros mismos. No queremos aceptar que, en el fondo, estamos tan desarmados y somos tan vulnerables como el que ha decidido poner fin a su existencia.

[Imagen extraída de Pixabay]

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Profesor en la Càtedra d'Ètica i Pensament Cristià a IQS (URL). Es doctor en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra, con una tesis galardonada con el premio extraordinario de doctorado y el premio de ensayo de la Fundació Joan Maragall. Sus últimas publicaciones no académicas son los libros La Pereza (2019), Filosofía para una vida peor (segunda edición, 2021) y La condición del hombre corriente. Ensayo sobre el Humanismo de George Orwell (2022).
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