Karen Castillo Mayagoitia. Las velas son y han sido parte importante en los rituales en las diferentes tradiciones religiosas. Su sentido y significado es variado; sin embargo hoy descubrí un nuevo sentido. Durante la celebración de la Eucaristía en Xochitepec, un pequeño y bello pueblo de la montaña de Guerrero, Álvaro, un pequeño de dos o tres años, tenía una vela como la gran mayoría de las personas que asisten a la celebración. Encender las velas para esta comunidad indígena tlapaneca es parte esencial dentro del ofertorio y dentro de su religiosidad.
Es entonces durante las ofrendas que el sacerdote enciende el cirio y se acerca a la gente para que pasen a encender su vela. Fue entonces cuando Álvaro caminó hacia allá y encendió su vela; y fue entonces cuando mi mirada y mi corazón no pudieron sino centrarse en lo que él hacía. El fuego, como el amor de Dios, le era transmitido por otra persona y en el momento de ver encendida su vela, su carita mostraba una gran sonrisa que dejaba ver la alegría de saberse parte de una comunidad, el gozo de estar recibiendo luz y la emoción de portar en sus manos algo grande y sencillo a la vez que también él compartiría.
Mientras caminaba de regreso a su lugar, su mirada se concentraba en aquella flama que representaba misterio y certeza, luz y calor, don y tarea. Caminó entonces cuidando que no se apagara pues al regresar a su lugar encendería la vela de su mamá y así compartiría con ella esta luz. Al transmitir el fuego a su mamá nuevamente una sonrisa iluminó su rostro. Le alegraba ser el portador de aquello que él había recibido y por eso comenzó a mirar delante de él para encontrar a otras personas cuya vela necesitara ser encendida. Transmitir esta luz no le representaba tarea difícil, sino por el contrario algo que le hacía sentirse contento, ser parte de la celebración de la comunidad e integrarse a un ritual que no exigía algo de lo que no fuera capaz.
El aire corría y era muy fácil que las velas se apagaran, me enseñó mucho su actitud ante el hecho de que su vela o la de su mamá se apagaran. No fue una reacción como la que puede tener un niño pequeño cuando le quitan algo que le alegra, su expresión no fue de tristeza o enojo, en su rostro había una certeza: simplemente debía buscar quién tenía una vela encendida y acercarse para encender nuevamente la suya y así poder encender la de su mamá quien, por cierto, cargaba otro pequeño. De modo que si ambas velas se apagaban, su mamá no tenía que moverse, sino que él se sabía el responsable de que ambas estuvieran encendidas. Era el momento de la celebración en que las velas debían estar encendidas y él sabía que podía hacerlo así que asumió su papel.
Con este momento de mirar y descubrir la fe de este pequeño he contemplado la tarea del amor de Dios en nuestras manos. Su amor es esa luz que se recibe y se transmite, es ese abrazo cálido que quiere cubrir a nuestra comunidad, es esa certeza de que siempre podemos obtenerlo de alguien más, que aunque el viento o incluso un soplido logre apagarlo, para eso hay una comunidad, alguna persona que pueda volverlo a encender.
Mantener el amor de Dios en la comunidad es mirar las velas que necesitan ser encendidas, acercarnos a personas para quienes el dolor ha sido como ese soplido que ha extinguido la llama; dejarnos tocar por las vidas que pareciendo no estar iluminadas mantienen una chispa capaz de recibir un pequeño aliento para volverse a encender.
Que el encuentro con la sencillez, fragilidad y profundidad de las niñas y los niños, sea posibilidad de hacer teología.
Fotografía de la propia autora.
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