Santi Torres. Estos días observo con incredulidad lo que ha pasado en el Reino Unido, lo que está pasando en los Estados Unidos con Trump y lo que puede pasar en Europa con las elecciones previstas, sobre todo las que se llevaran a cabo en Francia y Alemania. Cuando se intenta un diagnóstico siempre surge como una de las explicaciones el miedo. La derecha y más aún la extrema derecha se ha apropiado del miedo en parte real, en parte construido, que sufre una buena parte de la ciudadanía de nuestros países, y que se ha ido tejiendo alrededor de la crisis económica, la regulación de la inmigración o la seguridad.
Partimos de que el sentimiento del miedo es un sentimiento respetable, por muy irracional que nos pueda parecer. No tenerlo en cuenta es la primera ingenuidad política de buena parte de la nueva y vieja izquierda que pierde, y seguirá perdiendo de seguir así, en cada elección. No es inteligente menospreciar el miedo a perder el trabajo, a que me quiten las ayudas sociales para darlas a personas más pobres que yo, a sufrir una agresión o un atentado terrorista, o simplemente a poder vivir en un determinado espacio vital hasta ahora homogéneo y conocido. Hemos de partir de este miedo, acogerlo, escucharlo e intentar entenderlo, porque es el que se respira en no pocos lugares y es el que anima y alimenta una determinada manera de hacer política.
Por otro lado me pregunto porque no ha enraizado entre la gente otro miedo que es tanto o más real que este y que, en cambio, no está nada presente en el discurso político alternativo. El “otro mundo es posible” parece querer construirse como un planteamiento idealizante, lleno de valores bellos, ética y estéticamente impecable que ha de atrapar por convicción y razón más que por las vísceras. Y es aquí donde creo que hay el error. Debemos ayudar a tomar conciencia del horror de la sociedad a la que nos dirigimos si seguimos votando a aquellos que construyen todo su discurso sobre respuestas primarias e inútiles a los miedos que antes hemos mencionado.
Sí, debo decir que yo también tengo miedo, mucho miedo. Miedo a malvivir en una sociedad donde la seguridad y quizás la militarización llegué hasta el último rincón; miedo a vivir en una sociedad con unas desigualdades tan brutales que haga totalmente inaccesible moverse por determinados barrios o ciudades; donde la esperanza de vida de una parte a otra de una misma ciudad se distancie en casi 10 años; miedo a una sociedad donde sigan creciendo la pobreza infantil, y donde niños que han nacido hace unas horas ya estén predeterminados de por vida a una existencia de marginación y violencia; miedo a que se tengan que destinar millones y millones del presupuesto a construir prisiones, a contratar más y más policías, más y más seguridad privada; miedo a barrios llenos de personas durmiendo en la calle; miedo a una violencia creciente, estructural, por pobreza, pero también por desarraigo, por soledad, por locura; miedo a que crezca cada día el porcentaje de trabajadores que viven bajo el umbral de la pobreza; sí, he dicho trabajadores, o mejor esclavos de trabajos precarizados incapaces de construir ningún proyecto vital con pies y cabeza; miedo a que se cuestione la sanidad como universal, miedo a que se considere la educación pública como un gasto excesivo; miedo a que se nos haga creer que nuestro bienestar (¿es bienestar?) y seguridad (¿es seguridad?) dependa de la construcción de muros y de la muerte miles de personas tras nuestras fronteras… miedo, miedo a tantas cosas. Y si salimos del ámbito social y vamos al ambiental, miedo mucho miedo, a ciudades con aire irrespirable, a climas cada vez más hostiles a la vida, a una agricultura insostenible en manos de grandes corporaciones que especulan (¡también!) con los alimentos; miedo a un mundo de la energía y el transporte en manos de lobbies e industrias automovilísticas que solamente se mueven por criterios de beneficio; miedo a que el aire, la tierra, el agua y todos los bienes considerados hasta ahora comunes acaben siendo privatizados… Sí, señores y señoras, lo reconozco: mucho miedo, tengo mucho miedo.
Hay que alzar de una vez por todas como si fuese una bandera el discurso del miedo. Del miedo a construir una sociedad tan desigual, tan herida, tan sucia, tan insostenible que se convierta en inhabitable para nosotros y para nuestros hijos. Y hay que levantar este discurso para mover precisamente a un cambio personal y comunitario más profundo que lleve no a más riqueza mal distribuida ni a más crecimiento absurdo, sino a más solidaridad, más redistribución de la riqueza, a vidas más equilibradas y felices.
San Ignacio habla en los Ejercicios de la “necesidad de servir a Dios nuestro Señor por puro amor”, pero tampoco descarta el camino del temor como un camino que pueda llevar hasta la alabanza y el servicio. El amor es siempre lo más deseable, pero en una sociedad donde el discurso del miedo está secuestrado por discursos como el de Trump, conviene ponerse las pilas, y advertir de hasta qué punto puede llegar a ser terrible una sociedad abandonada en manos de una nueva versión del capitalismo de siempre, pero esta vez aún más bestia, más salvaje y más deshumanizado.
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