[Este artículo forma parte del Cuaderno CJ número 200 y corresponde al sexto capítulo del mismo. Durante las próximas semanas publicaremos en este blog el resto de capítulos del cuaderno.]
Jesús Sanz. En los últimos decenios, hemos asistido al auge del neoliberalismo, que ha llegado a convertirse en la forma de pensamiento dominante, con un programa que se puede resumir en muy pocas palabras: individualismo, libertad de mercado y Estado mínimo. Más allá de lo económico, el relato neoliberal se ha convertido también en hegemónico en el ámbito cultural. La existencia de distintos relatos alternativos que permitan pensar en otros mundos posibles y en otras formas de gobierno se ve cuestionada por un marco de interpretación basado en pilares tales como una política subordinada a la economía, el economicismo, el individualismo, la exaltación del hiperconsumo, etc.
Al mismo tiempo, hemos asistido a un proceso de socavamiento de las respuestas colectivas organizadas, como las de algunos movimientos sociales u otras formas de organización que tratan de hacer frente a esta lógica social.
Del «no hay alternativa» a la reconstrucción de alternativas
Ante este proceso, urge reconstruir una mirada más amplia que cuestione el pensamiento TINA («no hay alternativa») popularizado por Margaret Thatcher. Una mirada que incluya la posibilidad de poner en práctica proyectos de emancipación social a nivel colectivo que contemple la realidad de forma esperanzada y que, a su vez, asuma y muestre el carácter interdependiente de la vida y su sentido comunitario.
Un primer paso en este proceso consistiría en reconstruir el tejido social y comunitario, así como en establecer unos mecanismos de solidaridad en lo colectivo. Frente al atomismo social, se hace necesario crear nuevas formas de organización comunitaria que asuman este reto en ámbitos como los de la economía social, el tejido asociativo o el mundo del trabajo.
Afortunadamente, en los últimos años han aparecido numerosos proyectos entre la sociedad civil que han mostrado, además de un anhelo comunitarista, que existe una fuerte creatividad. Son proyectos que apuntan en la buena dirección y buscan soluciones colectivas conjuntas a necesidades comunes. Algunos de los más relevantes son iniciativas sociales de carácter local (bancos de tiempo, despensas solidarias, tiendas a coste cero); también han aparecido movimientos que tratan de garantizar derechos sociales básicos, como Yo Sí Sanidad Universal, que lucha contra la exclusión sanitaria, o la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que ha hecho frente a los desahucios y a una política de la vivienda puramente especulativa, además de numerosas iniciativas en el ámbito de la economía social y el cooperativismo, solo para dar algunos ejemplos.
Fruto de este anhelo comunitarista, cada vez se experimenta más con los denominados «bienes comunes», un paradigma que propone la gestión de algún bien o recurso de forma colectiva a partir de instituciones y reglas concretas dadas por la propia comunidad. Este marco puede ser una línea de actuación fecunda en el futuro.
Finalmente, como nos recuerdan algunos enfoques, entre ellos el del ecofeminismo, somos seres eco-dependientes e interdependientes, por lo que se hace necesario anteponer unos principios de gestión de los recursos y de la economía que hagan prevalecer la lógica de la vida frente a la lógica de la acumulación.
Del individualismo y el atomismo a la socialización prepolítica y comunitaria
Por otro lado, más allá de la capacidad concreta de las iniciativas que buscan resolver problemas compartidos, la generación de estos espacios y prácticas tiene un valor fundamental al menos por dos razones más.
En primer lugar, por su importante papel pedagógico al mostrar, a través de prácticas concretas, que existen alternativas que se construyen desde lo cotidiano. Esta cuestión es fundamental dada la preponderancia de discursos que niegan la posibilidad de «otros mundos posibles» y el déficit de actuaciones que hagan creíble que realmente otro modo de vivir es posible.
En segundo lugar, este tipo de espacios permite la socialización en un imaginario de valores diferente al predominante, lo que los convierte en lugares para la socialización prepolítica, concepto este con el que nos referimos a todos aquellos espacios de socialización donde surge algún tipo de conciencia de lo comunitario. Esta conciencia no consiste en otra cosa que en abrir los ojos y descubrir que aquello que afecta a uno mismo no es lo inmediato más cercano, ni se trata de una lucha personal, sino que es una lucha que va más allá del hecho reivindicativo puntual y que construye comunidad.
En este sentido, además del marco de la política institucional, se hace fundamental la generación de espacios que apelen a lógicas comunitarias y solidarias cuyo centro sea la dimensión del cuidado. También es necesaria la puesta en marcha de iniciativas basadas en la inclusión o la hospitalidad, iniciativas que prioricen a los recién llegados partiendo de actuaciones concretas y del trabajo cotidiano.
Las comunidades cristianas como espacios alternativos de fraternidad
La presente reflexión sobre el atomismo social y las acciones creativas que están surgiendo en la sociedad civil son elementos que deben interpelar a la Iglesia. Sin duda, el Evangelio y la espiritualidad cristiana tienen un fuerte carácter comunitario y suponen una profunda fuente de inspiración que invita al compromiso radical en la lucha por la justicia. Pero también es cierto que muchas comunidades cristianas han perdido dinamismo y vitalidad en las últimas décadas.
Ante esta situación, cabe preguntarse por el papel que en la actualidad pueden desempeñar las comunidades cristianas en la creación de espacios de fraternidad y ayuda mutua capaces de ofrecer respuestas a una sociedad donde prima el individualismo y el aislamiento.
En primer lugar, en el contexto actual es importante analizar qué tipo de acciones nuevas y creativas pueden darse desde las comunidades que, por un lado, complementen a otras más tradicionales asociadas a la lucha contra la pobreza, y que, por el otro, incorporen también nuevas dimensiones de la justicia y apuesten por una mayor coherencia de vida.
La promoción de prácticas colectivas vinculadas al consumo responsable, a la economía social y solidaria o a llevar una vida más ecológica suponen un interesante desafío en el que a la Iglesia le queda mucho por hacer, tanto en lo que respecta a la acción como a la concienciación, un campo este que, además, nos ha de animar a trabajar en el ámbito de lo cotidiano con objeto de vivir de forma más coherente.
En segundo lugar, el encuentro y los vínculos generados en torno a este tipo de prácticas son un espacio privilegiado para el trabajo conjunto y la colaboración entre creyentes y no creyentes. Aparte, representan un espacio absolutamente fundamental para establecer un diálogo y un encuentro interreligioso, cuestión que se nos revela fundamental puesto que la sociedad en la que vivimos es cada vez más diversa, plural y heterogénea.
Finalmente, pero no menos importante, se hace necesario destacar la dimensión celebrativa y alegre que debe acompañar a la puesta en funcionamiento de estas prácticas. Más allá de análisis sesudos, la ilusión generada a partir del trabajo colectivo que recrea y celebra la dimensión comunitaria supone un importante motor generador de creatividad y de vida que es fundamental sostener y cuidar.
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