[Este artículo forma parte del Cuaderno CJ número 200 y corresponde al quinto capítulo del mismo. Durante las próximas semanas publicaremos en este blog el resto de capítulos del cuaderno.]
Javier Vitoria. En las últimas décadas, el mundo ha cambiado mucho en positivo, y nuevas realidades y perspectivas se han incorporado al análisis del binomio fe-justicia. Pero a pesar de estos cambios, hay algo que permanece y clama al cielo: la existencia de una plétora multimillonaria de seres humanos empobrecidos. Sin caer en el catastrofismo, podemos afirmar que Auschwitz se ha convertido en la parábola de nuestro mundo, como ayer intuyera Etty Hillesum; o que «el mundo es el campo», como hoy repite Giorgio Agamben.
De un desafío de primera magnitud a la centralidad
Esta realidad es un hecho mayor, cuya centralidad en el presente y en el futuro resulta inexcusable. Si se convirtiera en periférica, muchos de los trabajos y reflexiones en torno al binomio fe-justicia perderían su razón de ser y caerían bajo una razonable sospecha de cinismo. Por una parte, el sufrimiento, la injusticia y la insignificancia en que viven los pobres constituyen un desafío de primera magnitud para la vivencia y la reflexión acerca de la fe cristiana en la salvación de Dios acaecida en Jesucristo y en su Espíritu. Por otra, la fuente de esta demanda de centralidad no es ni un imperativo moral, ni una exigencia académica más, sino la revelación de la autoridad divina que los pobres poseen para la tradición cristiana y las instituciones de la Iglesia. El Dios de Jesucristo los ha instituido sus «vicarios» en el mundo (cf. Mt 25,31-45) y ha depositado en ellos «el peso inmenso de la gloria eterna» (cf. 2Co 4,16).
Desde el binomio fe-justicia «la opción por los pobres» es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Esta opción está implícita en la fe cristológica, en el Dios crucificado que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. EG 198). Consecuentemente nos faculta para hablar con temor y temblor del Dios cristiano en contemporaneidad con «los llantos inaudibles de los que nada esperan ya de nadie…» (Jaime Gil de Biedma). ¿Cómo no hablar de Él, si en esos llantos hemos percibido que Dios llora cuando oye los gritos de desesperación de los pobres? Como ha escrito Gustavo Gutiérrez, «es imposible, desde el mundo de la insignificancia, mundo del pobre que vive una situación inhumana y de exclusión, no percibir que el anuncio de la Buena Nueva es un mensaje que libera y humaniza y que, por eso mismo, es portador de un reclamo de practicar la justicia, como respuesta al don del Reino».
De la centralidad de los últimos a la opción por los últimos
Esta centralidad de los últimos, que se sustancia en «la opción por los pobres», señala dos tareas para el futuro: redefinir el rostro histórico de los pobres y ser voz de los que no tienen voz.
Redefinir el rostro histórico de los pobres
Pobres siempre los hay, pero su rostro histórico, sus características biográficas y humanas van cambiando. En estos momentos los agujeros negros de la globalización están dejando a mucha gente al margen del sistema, también más allá de las fronteras tradicionales que separaban el Norte del Sur. Grandes masas de la población mundial se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Ya no son víctimas de la explotación y de la opresión, sino de la cultura del «descarte». La exclusión afecta intrínsecamente a su pertenencia a la sociedad en la que viven. Ya han dejado de estar en ella abajo, en la periferia o carentes de poder, ahora están fuera. Los últimos han dejado de ser «explotados» para convertirse en «desechos», en «población sobrante» (cf. EG 53). Entre estos habremos de saber identificar y prestar atención a aquellos que son doblemente excluidos por ser mujeres, por pertenecer a minorías culturales, por profesar identidades religiosas perseguidas, etc.
Ser voz de los que no tienen voz
Es vital amplificar los clamores de los pobres y de Dios en nuestra sociedad. Hay que dejar meridianamente claro que nadie –ninguna persona, ningún poder económico, político, religioso, mafioso, etc.– está legitimado para decidir quién vive y quién muere en nuestras sociedades, o qué vidas son dignas de ser lloradas (Judith Butler) y cuáles no. El diálogo fe-justicia desde la óptica europea cristiana y eclesial debe asumir ser esa voz, vincular orgánicamente el pensamiento al discurso de los empobrecidos por la historia (los últimos, los descartados, los sobrantes…), y al de los empobrecidos por opción (los pobres por el espíritu, según la versión de Ignacio Ellacuría).
De la ortodoxia y la ortopatía a la ortopraxis
Es ineludible la necesidad de dar prioridad a las historias de los pobres, a sus narraciones, sobre nuestros discursos. De este modo serán vehículos no solo de la ortodoxia y la ortopraxis del binomio fe-justicia, sino también de la ortopatía que resiste y ayuda a vencer la indiferencia globalizada de sociedades en las que sus ciudadanos se niegan a mirar el sufrimiento de los excluidos.
En este momento histórico de debilitamiento o inexistencia de un sujeto político capaz de transformar el orden del sistema, son muy importantes las narraciones de empoderamiento de estos últimos. Las actuaciones de las plataformas de los afectados por las hipotecas son un buen ejemplo de ello. Este tipo de historias ofrecen unas experiencias de cómo los últimos pueden volverse sujetos políticos capaces de enfrentarse con el sistema económico financiero, de debilitarlo y de crear fisuras en él. Este tipo de experiencias de articulación y terapia social, que vencen precisamente los patrones del neoliberalismo, provee de argumentos a una nueva narrativa política que sirve para entender por qué han llegado a su situación actual. Esas historias acreditan la fe en que la utopía divina de la fraternidad tiene una vigencia real en nuestro mundo, a pesar de ser utopía.
También hay que visibilizar las historias y narraciones de «los pobres por el espíritu». Esas «historias intempestivas de solidaridad» han hecho y siguen haciendo correr rumores del Dios de vida. Son vidas ejemplares dignas de fe porque muestran cómo la pobreza espiritual conduce a la solidaridad con los pobres reales y los maltratados. Esas historias confirman el discurso segundo de los teólogos al servicio del binomio fe-justicia.
De la fortaleza de la convicción al acompañamiento de los últimos
Es indispensable acompañar los procesos de empoderamiento y de liberación de los pobres desde la fortaleza de la convicción en que el servicio a la fe y la promoción de la justicia constituyen una única misión. Pero, al mismo tiempo, con la humildad de quienes se saben «honda» de David. Es indiscutible el poder gigantesco del ídolo moderno del Capital. Fiados en la fuerza del Espíritu hay que hacerse presente en la refriega del cuestionamiento radical de un sistema económico que genera tantas víctimas. Esta ecúmene del sufrimiento injusto, y no los balances económicos, es la que determina la verdad y la bondad del sistema neoliberal.
A esta lucha crucial, protagonizada por gentes con diferentes identidades culturales y religiosas, es clave acompañarla aportando, desde la tradición cristiana, «espíritu», es decir, unos móviles interiores que impulsen, motiven, alienten y den sentido a la acción personal y comunitaria en favor del empoderamiento y liberación de los pobres (cf. EG 261). No será posible comprometerse en esta tarea solo con doctrinas, sin una mística que nos anime y nos sostenga en ella.
Dejarnos evangelizar cada día más por los pobres
Mientras conjugamos el binomio fe-justica, reconocemos nuestra necesidad de que los pobres nos evangelicen y queremos mostrar cómo lo hacen: «Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos» (EG 198).
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