Tere IribarrenNadie lo ha expresado mejor que Albert Camus en su obra póstuma titulada El primer hombre. Camus vuelve a Argelia a la búsqueda de su infancia, «el había crecido en una pobreza desnuda como la muerte» (p. 61) en un barrio «como un cáncer aciago, exhibiendo sus ganglios de miseria y fealdad» y en «una  familia en la que se hablaba poco, donde no se leía ni escribía, una madre desdichada y distraída» (p. 33).

Cuando buscaba su infancia, Albert Camus se encuentra con la figura del maestro, «uno de esos seres que justifican el mundo, que ayudan a vivir con su sola presencia» (p. 39).

Del maestro le vino a Camus «el único gesto paternal, a la vez meditado y decisivo, que hubo en su vida de niño. Pues el señor Bernard, su maestro de la ultima clase de primaria, había puesto todo su peso de hombre, en un momento dado, para modificar el destino de ese niño que dependía de él, y en efecto , lo había modificado» (p. 120)  Albert Camus salva su densa soledad y su desesperación sin limites a causa del maestro. «Solo la escuela proporcionaba esas alegrías de niño. E indudablemente lo que con tanta pasión amaban en ella era lo que no encontraban en casa, donde la pobreza y la ignorancia volvían la vida más dura, más desolada, como encerrada en sí misma; la miseria es un fortaleza sin puentes levadizos»(p. 127)

La escuela no solo les ofrecía una evasión de la vida de familia, como sabemos bien los que vivimos en situaciones similares,  sino que «en la clase del señor Bernard por lo menos la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un poco como se ceba a un ganso; les presentaban un alimento ya preparado rogándoles que tuvieran a bien tragarlo».

«En la clase del señor Germain (aquí le da el verdadero nombre), sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la mas alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo». «Más aún, el maestro no se dedicaba solamente a enseñarles lo que le pagaban para que enseñara: los acogía con simplicidad en su vida personal, la vivía con ellos contándoles su infancia y la historia de otros niños que había conocido, les exponía sus propios puntos de vistas, no sus ideas » (p. 128)

Y finalmente, recuerda Camus el último acto de grandeza de su maestro, que «había asumido sólo la responsabilidad de desarraigarlo para que pudiera hacer descubrimientos todavía más importantes» (p. 139). Recuerda aquel momento en el que le consigue una beca para seguir estudiando ya fuera del barrio y le despide diciéndole: «Ya no me necesitas -le decía- tendrás otros maestros más sabios. Pero ya sabes dónde estoy, ven a verme si precisas que te ayude». Y al despedirse, mirando a su maestro, que lo saludaba por ultima vez y que lo dejaba solo, «en lugar de la alegría del éxito, una inmensa pena de niño le estremeció el corazón, como si supiera de antemano que con ese éxito acaba de ser arrancado el mundo inocente y cálido de los pobres, mundo encerrado en sí mismo como una isla en la sociedad, pero en el que la miseria hace las veces de familia y de solidaridad, para ser arrojado a un mundo desconocido que no era el suyo donde no podía creer que los maestros fueran más sabios que aquel cuyo corazón lo sabía todo» (p. 152).

educativo

Ilustración de Annelise Capossela para NPR.

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Religiosa del Sagrado Corazón. Licenciada en teología. Coordinadora de los cursos y actos de Cristianismo y Justicia. Miembro del patronato de la Fundación Lluís Espinal – Cristianismo y Justicia.
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